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Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss
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Segunda Parte. Hojas de ruta.
7. La puesta del sol
He ahí consideraciones bien largas e inútiles; conducen finalmente a esa mañana de febrero de 1934 en que llegué a Marsella dispuesto a embarcarme con destino a Santos. He conocido otras partidas. Todas se confunden en mi recuerdo, que sólo ha preservado unas pocas imágenes. Primero, esa alegría particular del invierno en el Mediodía de Francia. Bajo un cielo azul muy claro, más inmaterial aún que de costumbre, un aire cortante proporcionaba el placer apenas soportable del sediento cuando bebe de golpe un agua gaseosa y helada. En contraste, pesados hedores se rezagaban en los corredores del barco inmóvil y recalentado: mezcla de olores marinos, de emanaciones de las cocinas y de pintura al óleo fresca. En fin, recuerdo la satisfacción y la quietud, casi diría la plácida felicidad, que en medio de la noche procura la percepción apagada del trepidar de las máquinas y del frotamiento del casco contra el agua, como si el movimiento diera acceso a cierta estabilidad de una esencia más perfecta que la misma inmovilidad; ésta, por el contrario, si despierta bruscamente al durmiente durante una escala nocturna, suscita un sentimiento de inseguridad y desazón: impaciencia frente al hecho de que, de pronto, el curso ahora natural de las cosas ha sido trastocado.
Nuestros barcos hacían muchas escalas. En realidad, la primera semana de viaje transcurría casi completamente en tierra, mientras se cargaban y descargaban los fardos; se navegaba de noche. Cada despertar nos sorprendía anclados en un puerto distinto: Barcelona, Tarragona, Valencia, Alicante, Málaga, a veces Cádiz, o también Argel, Orán, Gibraltar, antes de la etapa más larga, que llevaba a Casablanca y finalmente a Dakar. Sólo entonces comenzaba la gran travesía, algunas veces directamente a Rio de Janeiro o a Santos; otras, con menos frecuencia, demorada hacia el final del viaje por una reanudación del cabotaje a lo largo de la costa brasileña, con escalas en Recife, Bahía y Victoria. El aire se entibiaba poco a poco, las sierras españolas desfilaban dulcemente por el horizonte y espejismos en forma de montículos y de acantilados prolongaban en alta mar, durante días enteros, el espectáculo de la costa de África, demasiado baja y pantanosa para ser directamente visible. Era lo contrario de un viaje. Más que medio de transporte, el barco nos parecía morada y hogar, en cuya puerta el escenario giratorio del mundo aparentaba fijar cada día un nuevo decorado.
Sin embargo, el espíritu etnográfico estaba aún tan lejos de mí que ni siquiera soñaba con aprovechar esas ocasiones. Después supe cuán útilmente ejercitan la atención esas breves apreciaciones de una ciudad, de una región o de una cultura, y cómo a veces también permiten —dada la intensa concentración que exige el breve momento de que se dispone— aprehender ciertas propiedades del objeto que en otras circunstancias hubieran podido permanecer largo tiempo ocultas. Me atraían más otros espectáculos, y con la ingenuidad del novato observaba apasionadamente, en el puente desierto, el movimiento, evolución y fin de esos cataclismos sobrenaturales que la salida y la puesta del sol representaban cada día, durante unos instantes, en los cuatro extremos de un horizonte tan vasto como jamás había visto. Me parecía que si lograse encontrar un lenguaje para fijar esas apariencias inestables y rebeldes a todo esfuerzo de descripción; si consiguiese comunicar a otros las fases y las articulaciones de un acontecimiento único que jamás volvería a producirse en los mismos términos, hubiera alcanzado de golpe lo más recóndito de mi profesión: no existiría experiencia extravagante o particular a la que me expusiera la investigación etnográfica cuyo sentido y alcance no pudiera hacer aprehender a todos algún día.
Después de tantos años, ¿podré volver a encontrarme en ese estado de gracia? ¿Llegaré a revivir esos instantes febriles cuando, libreta en mano, anotaba segundo tras segundo la expresión que quizá me permitiría inmovilizar esas formas evanescentes y siempre renovadas? El juego me fascina aún y muchas veces me sorprendo aventurándome en él.
ESCRITO A BORDO
Para los sabios, el alba y el crepúsculo son un solo fenómeno, y así pensaban los griegos, pues los designaban con un sustantivo calificado de diferente manera, según se tratara de la noche o de la mañana. Esta confusión expresa con claridad la dominante preocupación por las especulaciones teóricas y una singular negligencia por el aspecto concreto de las cosas. Es posible que un punto cualquiera de la Tierra se desplace por un movimiento indivisible entre la zona de incidencia de los rayos solares y aquella de donde la luz se retira o vuelve. Pero en realidad, nada se diferencia tanto como la tarde y la mañana. El nacimiento del día es un preludio; su ocaso, una obertura que se produce al final y no al comienzo como en las viejas óperas. El rostro del sol anuncia los momentos que seguirán: sombrío y lívido cuando las primeras horas de la mañana sean lluviosas; rosado, liviano, vaporoso, cuando brille una clara luz. Pero la aurora no predice cómo continuará el día. Compromete la acción meteorológica y dice: va a llover, va a hacer buen tiempo. Con la puesta del sol ocurre algo diferente; se trata de una representación completa con un comienzo, una parte media y un final. Y este espectáculo ofrece una suerte de imagen reducida de los combates, triunfos y derrotas que durante doce horas se han sucedido de manera palpable, pero también más retardada. El alba sólo es el estreno del día; el crepúsculo es un repetido ensayo.
He ahí por qué los hombres prestan más atención al sol poniente que al sol naciente; el alba sólo les proporciona una indicación suplementaria del termómetro, del barómetro y —para los menos civilizados— de las fases de la luna, el vuelo de los pájaros o las oscilaciones de las mareas. Mientras que el crepúsculo los exalta, reúne en misteriosas configuraciones las peripecias del viento, del frío, del calor o de la lluvia a las que ha sido lanzado su ser físico. Los juegos de la conciencia también pueden leerse en esas constelaciones algodonosas. Cuando el cielo comienza a iluminarse con los destellos del ocaso —así como en ciertos teatros lo que anuncia el comienzo del espectáculo no son los tres golpes tradicionales, sino las repentinas iluminaciones de las candilejas—, el campesino interrumpe su marcha a lo largo del sendero, el pescador detiene su barca, el salvaje guiña sentado cerca de una fogata amarillenta. Recordar constituye una gran voluptuosidad para el hombre, pero no en la medida en que la memoria se muestra literal, pues pocos aceptarían vivir de nuevo las fatigas y los sufrimientos que, sin embargo, gustan rememorar. El recuerdo es la vida misma, pero tiene una cualidad diferente. Así, cuando el sol desciende a la superficie pulida de un agua en calma, igual que el óbolo de un celeste avaro, o cuando su disco recorta la cresta de las montañas como una hoja dura y festoneada, el hombre encuentra especialmente, en una breve fantasmagoría, la revelación de las fuerzas opacas, de los vapores y fulguraciones cuyos oscuros conflictos percibiera en el fondo de sí mismo y a lo largo del día.
Así, seguramente muy sombrías luchas se habrán librado en las almas. Pues la insignificancia de los acontecimientos exteriores no justificaba ninguna perturbación atmosférica. Nada había marcado especialmente esa jornada. Hacia las cuatro de la tarde —precisamente en ese momento del día en que el sol pierde su claridad, pero no todavía su resplandor, cuando todo se esfuma en una espesa luz dorada que parece acumulada para ocultar algún preparativo— el Mendoza había cambiado de rumbo. El calor comenzaba a sentirse con mayor insistencia a cada oscilación provocada por un oleaje ligero, pero la curva descrita era tan poco sensible que el cambio de dirección podía tomarse por un leve acrecentamiento del balanceo.
Por otra parte, nadie le había prestado atención, pues nada semeja más un transporte geométrico que una travesía en altamar. No hay ningún paisaje que esté allí para atestiguar la lenta transición a través de las latitudes, el momento en que se franquean las isotermas y las curvas pluviométricas. Cincuenta kilómetros de ruta terrestre pueden dar la impresión de un cambio de planeta, pero 5 000 kilómetros de océano presentan una faz inmutable, por lo menos para el ojo inexperto. Ninguna preocupación por el itinerario, por la orientación, ninguna conciencia de las tierras invisibles pero presentes tras el abultado horizonte; nada de eso atormentaba el espíritu de los pasajeros. Les parecía estar encerrados entre paredes ceñidas durante un número de días fijado de antemano, no porque había que vencer una distancia, sino más bien para expiar el privilegio de ser transportados de un extremo al otro de la Tierra sin contribuir en el esfuerzo; demasiado debilitados por las mañanas pasadas en el lecho y las perezosas comidas, que ya habían dejado de provocar un goce sensual y constituían una esperada distracción (con tal de prolongarla desmedidamente) para llenar el vacío de los días.
Además, nada había para comprobar la existencia del esfuerzo: sabíamos que, en alguna parte, en el fondo de esa gran caja había máquinas y hombres a su alrededor para hacerlas funcionar. Pero éstos no se preocupaban por recibir visitas ni los pasajeros por hacérselas, ni los oficiales por exhibir éstos a aquéllos o viceversa. Sólo restaba deambular por el buque, donde únicamente el trabajo del marinero solitario que echaba algunos toques de pintura sobre alguna veleta, los gestos mesurados de los camareros en dril azul que empujaban un trapo húmedo por el pasillo de la primera clase, dando pruebas del regular deslizarse de las millas que se oían chapotear vagamente debajo del casco oxidado.
A las 17 y 40, hacia el oeste, el cielo parecía abarrotado por un edificio complicado, perfectamente horizontal por debajo, a imagen del mar, que asemejaba despegarse por una incomprensible elevación encima del horizonte o también por la interposición de una invisible y densa capa de cristal. En su cima se fijaban, y colgaban hacia el cénit, por el efecto de alguna gravedad invertida, tinglados inestables, pirámides hinchadas, ebulliciones cuajadas en un estilo de molduras que pretendían representar nubes, pero que las nubes mismas imitaban —ya que evocaban el pulido y el relieve de la madera esculpida y dorada—. Este montón confuso, que escondía al sol, se destacaba en tintes sombríos con raros destellos, salvo hacia lo alto, donde se desvanecían pavesas encendidas. Más arriba aún, matices rubios se desataban en sinuosidades descuidadas que parecían inmateriales, de una textura puramente luminosa.
Siguiendo el horizonte hacia el norte, el motivo principal se afinaba, se elevaba en un desgranarse de nubes detrás de las cuales, muy lejos, se desprendía una barra más alta y efervescente en la cima.
Del lado más cercano al sol —aún invisible— la luz bordaba esos relieves con vigoroso ribete. Más al norte, los modelados desaparecían y no quedaba más que la barra sola, apagada y chata, que se borraba en el mar. Por el sur aparecía otra vez la misma barra, pero coronada por grandes losas anubarradas que reposaban como dólmenes cosmológicos sobre las crestas humosas del pedestal.
Cuando se volvía completamente la espalda al sol, mirando hacia el este, se veían, por último, dos grupos superpuestos de nubes estiradas a lo largo, que se destacaban como a contraluz por la incidencia de los rayos solares sobre un plano secundario de muralla apezonada y ventruda, pero muy etérea y nacarada de reflejos rosados, malva y plateados.
Mientras tanto, detrás de los celestes arrecifes que obstruían occidente, el sol evolucionaba poco a poco; a medida que caía, uno cualquiera de sus rayos hacía reventar la masa opaca o se abría paso por vías cuyo trazado, en el momento en que el rayo solar surgía, recortaba el obstáculo en una pila de sectores circulares, diferentes en tamaño e intensidad luminosa. Por momentos la luz se reabsorbía como un puño que se cierra, y el manguito nebuloso sólo dejaba penetrar uno o dos dedos centelleantes y tiesos. O bien un pulpo incandescente se adelantaba fuera de las grutas vaporosas, precediendo a una nueva retracción.
En una puesta de sol hay dos fases muy distintas. Primero el astro es arquitecto. Sólo después, cuando sus rayos ya no llegan directos, sino reflejados, se transforma en pintor. Desde que se oculta detrás del horizonte, la luz se debilita y hace aparecer planos cada vez más complejos. La plena luz es la enemiga de la perspectiva, pero entre el día y la noche cabe una arquitectura tan fantástica como efímera. Con la oscuridad todo se aplasta de nuevo, como un juguete japonés maravillosamente coloreado.
Exactamente a las 17 y 45 se esbozó la primera fase. El sol estaba bajo, sin tocar aún el horizonte. Cuando salió por debajo del edificio nebuloso, pareció reventar como una yema de huevo y embadurnar de luz las formas donde aún se retardaba. Esta efusión de claridad dio rápidamente lugar a una retirada: los alrededores se volvieron opacos, y en ese vacío ahora distante —el límite superior del océano y el inferior de las nubes— se pudo ver una cordillera de vapores, antes deslumbrante e indiscernible, ahora aguda y oscura. Al mismo tiempo, de chata como era al principio, se iba tornando voluminosa. Esos pequeños objetos sólidos y negros se paseaban, migración ociosa a través de una ancha placa enrojeciente que, iniciando la fase de los colores, subía lentamente del horizonte hacia el cielo.
Poco a poco, las profundas construcciones de la tarde se replegaron. La masa que había ocupado todo el día el cielo occidental apareció laminada como una hoja metálica alumbrada detrás por un fuego primero dorado, luego bermellón, después cereza. Este iba disipando, y limpiaba y arrebataba, en un torbellino de partículas, unas nubes contorsionadas que se desvanecieron lentamente.
Innumerables redes vaporosas surgieron en el cielo; parecían tendidas en todos los sentidos: horizontal, oblicuo, perpendicular y hasta en espirales. A medida que declinaban, como un arco que baja o se endereza para rozar cuerdas distintas, los rayos del sol las hacían estallar sucesivamente, primero a una, luego a otra, en una gama de colores que se creyera propiedad exclusiva y arbitraria de cada una. Cada red, al manifestarse, presentaba la nitidez, la precisión y la delicada rigidez del vidrio hilado; poco a poco se disolvía, como si su materia recalentada por una exposición en un cielo todo henchido de llamas, oscureciéndose y perdiendo su individualidad, se extendiera como una capa cada vez más delgada hasta desaparecer de la escena, descubriendo una nueva red recién hilada. Finalmente, no hubo sino matices confusos que se mezclaban, así, como en una copa, los líquidos superpuestos de colores y densidades diferentes empiezan lentamente a confundirse, a pesar de su aparente estabilidad.
Después se hizo muy difícil seguir un espectáculo que parecía repetirse con un desplazamiento de minutos y a veces de segundos, en puntos alejados del cielo. Hacia el este y muy arriba, una vez que el disco solar comenzó a herir el horizonte opuesto, se vieron nubes hasta ese momento invisibles, en tonalidades malva ácido. La aparición se desarrolló rápidamente, se enriqueció con detalles y matices; luego todo comenzó a borrarse en forma lateral, de derecha a izquierda, como con un paño deslizado segura y lentamente. Al cabo de algunos segundos sólo quedó la pizarra depurada del cielo sobre la muralla de nubes. Estas pasaban a los blancos y a los grisáceos mientras el cielo se volvía rosado.
Del lado del sol, una nueva barra se elevaba detrás de la primera, transformada en cemento uniforme y confuso. Ahora brillaba la otra. Cuando sus irradiaciones rojas se debilitaron, los matices del cénit, que aún no habían intervenido, adquirieron lentamente volumen. Su cara inferior se volvió dorada y resplandeció; su cima, antes centelleante, pasó a los colores castaño y violáceo. Al mismo tiempo, su contextura parecía vista a través de un microscopio: se descubrió hecha de mil pequeños filamentos que sostenían, como un esqueleto, sus formas rollizas.
Ahora, los rayos del sol desaparecieron completamente. El cielo no presentaba más que rosados y amarillos: camarón, salmón, lino, paja; se sentía que también esta riqueza discreta se desvanecía. El paisaje celeste renacía en una gama de blancos, azules y verdes. Empero, pequeños rincones del horizonte gozaban aún de una vida efímera e independiente. A la izquierda, un velo inadvertido se afirmó de golpe como un capricho de verdes misteriosos y mezclados; éstos pasaron progresivamente a rojos, primero intensos, luego sombríos, luego violetas, luego carbonosos... Y ya no fue más que la huella irregular y ligera de una barra de carbonilla sobre un papel granulado. Por detrás, el cielo era de un amarillo verdoso alpino, y la barra continuaba opaca, con un contorno bien marcado. En el cielo del oeste pequeñas estrías horizontales de oro centellearon todavía un instante, pero hacia el norte era casi de noche: la muralla apezonada sólo presentaba convexidades blanquecinas bajo un cielo de cal.
Nada hay más misterioso que el conjunto de procedimientos, siempre idénticos pero imprevisibles, que usa la noche para suceder al día. Su signo aparece súbitamente en el cielo, acompañado de incertidumbre y de angustia. Nadie puede predecir la forma que adoptará esta vez, única entre todas las otras, el surgimiento de la noche. Por una alquimia impenetrable, cada color llega a metamor-fosearse en su complementario, cuando sabemos bien que, en la paleta, sería imprescindible abrir un nuevo pomo para obtener el mismo resultado. Pero para la noche, las mezclas no tienen límite, pues ella inaugura un espectáculo fantasmagórico: el cielo pasa del rosado al verde; es porque no he visto que ciertas nubes se han vuelto rojo vivo, y así, por contraste, hacen aparecer verde un cielo que era completamente rosado. Pero este rosado, sumamente claro, ya no puede competir con el valor muy subido del nuevo matiz que, no obstante, yo no había notado, pues el paso del dorado al rojo no sorprende tanto como el del rosado al verde. La noche se introduce como por superchería.
De esa manera, la noche comenzaba a sustituir el espectáculo de los oros y las púrpuras por su negativo, donde los tonos cálidos eran reemplazados por blancos y grises. La placa nocturna reveló lentamente un paisaje marino por encima del mar; inmensa pantalla de nubes que se deshilachaban frente a un cielo oceánico en penínsulas paralelas, como una costa plana y arenosa que estirara sus flechas en el mar, vista desde un avión a baja altura e inclinado sobre un ala. La ilusión se acrecentaba por los últimos destellos del día, que al caer muy oblicuamente sobre esas puntas nebulosas, les daban una apariencia de relieve que evocaba sólidas rocas —también ellas, aunque a otras horas, esculpidas de sombras y de luz—, como si el astro ya no pudiera aplicar sus buriles centelleantes a pórfidos y granitos, sino tan sólo a sustancias débiles y vaporosas, conservando el mismo estilo en su caída.
Sobre ese fondo de nubes semejante a un paisaje costero, a medida que el cielo se limpiaba, aparecieron playas, lagunas, multitud de islotes y bancos de arena invadidos por el océano inerte del cielo, que acribillaba de fiordos y de lagos interiores la capa que se iba disgregando. Y porque el cielo que bordeaba esas flechas nubosas simulaba un océano, y porque el mar refleja de costumbre el color del cielo, ese cuadro celeste reconstituía un paisaje lejano donde el sol parecía ponerse nuevamente. Por otra parte, era suficiente mirar hacia el verdadero mar, bien abajo, para escapar al espejismo; ya no era la placa ardiente del mediodía ni la superficie graciosa y ondulada del crepúsculo. Los rayos del día, casi horizontales, sólo iluminaban el lado de las pequeñas olas que se volvía hacia ellos, en tanto que el otro lado permanecía a oscuras. El agua, de esa manera, tomaba un relieve de sombras nítidas, marcadas, excavadas como en un metal. Toda transparencia había desaparecido.
Entonces, por un tránsito muy habitual pero, como siempre, imperceptible e instantáneo, la tarde dio paso a la noche. Todo se vio cambiado. En el cielo, opaco en el horizonte, de un amarillo lívido más arriba, en paso al azul hacia el cénit, se dispersaban las últimas nubes que el fin del día destacaba. Muy rápidamente ya no fueron más que sombras extenuadas y enfermizas, como los montantes de un decorado que, después del espectáculo, en un escenario sin luz, se ven pobres, frágiles y provisionales, y se cae en cuenta de que la realidad cuya ilusión llegaron a crear no dependía de su naturaleza, sino de algún engaño de iluminación o de perspectiva. Cuanto más habían vivido y evolucionado poco rato antes, tanto más parecían ahora congeladas en una forma inmutable y dolorosa, en medio del cielo cuya oscuridad creciente haría que muy pronto se confundieran con él.
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