Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss

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Octava Parte. Tupi-Kawaib

33. La aldea de los grillos

Tristes Trópicos. Claude Lévi-StraussHacia el final de la tarde llegamos a la aldea. Estaba asentada en un claro artificial que dominaba el angosto valle de un torrente, el Igarapé do Leitáo, según descubrí más tarde, afluente de la margen derecha del Machado, donde se vierte algunos kilómetros más abajo de la influencia del Muqui.

La aldea consistía en cuatro casas casi cuadradas, y ubicadas en la misma línea, paralelamente al curso del torrente. Las dos casas más grandes servían de habitación, como se podía ver por las hamacas —hechas con cordones de algodón anudado—, suspendidas entre los postes; las otras dos (una de ellas intercalada entre las dos primeras) hacía tiempo que estaban desocupadas y ofrecían el aspecto de galpones o cobertizos. Después de un examen superficial parecían del mismo tipo que las casas brasileñas de la región. En realidad, su concepción era diferente, pues el plano de los postes que soportaban la alta techumbre de palma a dos aguas estaba inscripto en el interior del plano de la techumbre y era más pequeño que él, de tal manera que la construcción tomaba la forma de un hongo cuadrado. Empero, esta estructura no se veía por la presencia de falsos muros elevados en la dirección del techo aunque sin tocarlo. Esas empalizadas —pues de eso se trataba— eran troncos de palmeras aserrados transversalmente y plantados unos junto a otros (y atados entre sí), con la cara convexa hacia afuera. En la casa principal (la que se hallaba entre los dos galpones), los troncos estaban escotados para ahorrar aspilleras pentagonales, y la pared exterior estaba cubierta de pinturas sumariamente realizadas en rojo y negro con urucú y una resina. Esas pinturas representaban, en orden, y según un comentario indígena: un personaje, mujeres, un águila harpía, niños, un objeto en forma de aspillera, un sapo, un perro, un gran cuadrúpedo no identificado, dos bandas de trazos en zigzag, dos pescados, dos cuadrúpedos, un jaguar, y por último, un motivo simétrico compuesto de cuadrados, medias lunas y arcos.

Tristes Trópicos. Figura 52

Figura 52. Detalle de las pinturas sobre la pared de una choza.

Estas casas no se parecen en nada a las viviendas indígenas de las tribus vecinas. Sin embargo, es probable que reproduzcan una forma tradicional. Cuando Rondón descubrió a los tupí-kawaíb, sus casas ya eran cuadradas o rectangulares con techo a dos aguas. Además, la estructura en forma de hongo no corresponde a ninguna técnica neobrasileña. Esas casas de alta techumbre están, por otra parte, documentadas por diversos testimonios arqueológicos de diversas civilizaciones precolombinas.

Otra originalidad de los tupí-kawaíb es que, igual que sus primos, los parintintin, no cultivan ni consumen tabaco. Cuando vieron desembalar nuestra provisión de tabaco en cuerda, el jefe de la aldea exclamaba con sarcasmo: ianeapit («¡son excrementos!»). Los informes de la comisión Rondón indican también que en la época de los primeros contactos los indígenas se mostraban tan irritados por la presencia de los fumadores que les arrancaban los cigarros y cigarrillos. Sin embargo, a diferencia de los parin-tintin, los tupí-kawaíb poseen un término para designar el tabaco: tabak, es decir el mismo que empleamos nosotros, derivado de los antiguos idiomas indígenas de las Antillas y verosímilmente de origen caribe. Un eventual resto puede encontrarse en los dialectos del Guaporé, que poseen el mismo término, ya sea porque lo han tomado del español (el portugués es fumo), ya porque las culturas del Guaporé representan el extremo sudoeste de una vieja civilización antillano-guayánica (como tantos indicios lo sugieren), que también parece haber dejado vestigios en el valle bajo del Xingu. Hay que agregar que los nambiquara son fumadores inveterados de cigarrillos, mientras que los otros vecinos de los tupí-kawaíb —los kepkiriwat y los mundé— toman el tabaco por medio de tubos insufladores. De ese modo, la presencia de un grupo de tribus sin tabaco en el sur de Brasil plantea un enigma, sobre todo si se considera que los antiguos tupí hacían gran uso de ese producto.

Tristes Trópicos. Figura 53

Figura 53. Otro detalle de las mismas pinturas.

A falta de tabaco, la aldea nos recibiría con lo que los viajeros del siglo xvi llamaban «cauin» (kauí, dicen los tupí-kawaíb), es decir, una bebida de chicha de ese maíz cuyas muchas variedades cultivaban los indígenas en los desmontes quemados de los linderos de la aldea. Los antiguos viajeros describieron marmitas tan altas como hombres, donde se preparaba el líquido, y el papel que se daba a las vírgenes de la tribu, quienes escupían allí abundantemente para provocar la fermentación. ¿Las marmitas de los tupí-kawaíb eran demasiado pequeñas o la aldea carecía de otras vírgenes?: trajeron a las tres niñitas y se las hizo expectorar en la cocción de los granos triturados. Como la exquisita bebida, a la vez nutritiva y refrescante, fue consumida la misma noche, la fermentación no estaba muy avanzada...

La visita a la huerta permitió observar —alrededor de la gran jaula de madera antes ocupada por la harpía y aún sembrada de huesos— maníes, porotos, diversos ajíes, pequeños ñames, batatas, mandioca y maíz. Los indígenas completan estos recursos mediante la recolección de frutos salvajes. Explotan también una gramínea de la selva: atan varios tallitos por su parte superior para que los granos que caen se acumulen en montoncitos. Esos granos se calientan en una fuente de cerámica hasta que estallan como el maíz frito, y tienen un sabor parecido al de éste.

Mientras que el «cahuin» atravesaba su complicado ciclo de mezclas y ebulliciones, revuelto por las mujeres por medio de cucharones hechos de medias calabazas, yo aprovechaba las últimas horas de sol para observar a los indios.

Además del taparrabo de algodón, las mujeres llevaban banditas muy apretadas alrededor de muñecas y tobillos, y collares de dientes de tapir o plaquetas de hueso de ciervo. Su rostro estaba tatuado con el jugo azul-negro del jenipá: en las mejillas una gruesa línea oblicua, desde el lóbulo de la oreja hasta la comisura de los labios, marcada con cuatro pequeños trazos verticales, y en el mentón cuatro líneas horizontales superpuestas, cada una de ellas adornada por debajo con una franja de estrías. El cabello, casi siempre corto, era frecuentemente peinado con un escarpidor o un instrumento más fino, hecho con palitos de madera unidos con hilo de algodón.

Los hombres tenían por única vestimenta el estuche peniano que he mencionado antes. Justamente, un indígena se estaba confeccionando uno nuevo. Arrancó ambos costados de una hoja fresca de pacova de su nervadura central y los desembarazó del reborde exterior coriáceo; luego los plegó en dos a lo largo. Imbricando las dos piezas (de 7 por 30 cm más o menos) una en la otra, de manera que ambos pliegues se unieran en ángulo recto, obtuvo una especie de escuadra, de dos espesores de hoja en los costados y cuatro en la punta, donde las dos bandas se entrecruzaban; una vez hecho esto, esta parte se rebate sobre su diagonal y los dos brazos se cortan y se tiran, de tal manera que el obrero en ese momento sólo tiene en sus manos un triangulito isósceles formado por ocho espesores. Lo redondea alrededor del pulgar, de adelante hacia atrás; secciona las partes superiores de ambos ángulos inferiores y cose los bordes laterales con una aguja de madera e hilo vegetal. El objeto está listo; ahora sólo hay que ponerlo en el lugar adecuado, estirando el prepucio a través de la abertura para que el estuche no se caiga y para que la tensión de la piel mantenga el miembro levantado. Todos los hombres llevan este accesorio, y si alguno de ellos ha perdido el suyo se apresura a apretar el extremo estirado de su prepucio bajo el cordel que le ciñe la espalda, a la altura de los riñones.

Las viviendas estaban casi vacías. Se veían allí las hamacas de piolín de algodón; algunas marmitas de tierra y una cazuela para secar al fuego la pulpa de maíz o de mandioca; recipientes de calabaza; morteros y mazas de madera; ralladores para mandioca, de madera incrustada de espinas; tamices de cestería; buriles de diente de roedor; husos; algunos arcos de 1,70 m aproximadamente. Las flechas eran de diferentes tipos: ya de punta de bambú —lanceoladas para la caza o recortadas en dientes aserrados para la guerra—, ya de puntas múltiples, para la pesca. En fin, se veían algunos instrumentos musicales: una flauta de Pan con trece tubos y octavines de cuatro agujeros.

Por la noche, el jefe nos trajo, ceremoniosamente, el «cahuin» y un guiso de porotos gigantes y de ajíes que quemaba la boca; plato reconfortante después de seis meses entre los nambiquara, que no conocen ni la sal ni los pimientos, y cuyo delicado paladar exige además que las comidas sean inundadas de agua para enfriarlas antes de ser consumidas. Una pequeña calabaza contenía la sal indígena, agua oscura tan amarga que el jefe, que se contentaba con mirarnos comer, tuvo que probarla en nuestra presencia para tranquilizarnos, porque se podía confundir con un veneno. Este condimento se prepara con la ceniza de la madera del toarí branca. A pesar de la modestia de la comida, la dignidad con que fue ofrecida me recordó que los antiguos jefes tupíes tenían que «recibir» a menudo, según la expresión de un viajero.

Detalle más sorprendente aún: después de una noche que pasé en uno de los galpones, comprobé que mi cinturón había sido roído por los grillos. Jamás había sufrido las fechorías de esos insectos y nunca los había notado en ninguna de las tribus con las que viví: kaingang, caduveo, bororo, paressí, nambiquara, mundé. Sólo entre los tupí estaba destinado a vivir un contratiempo que ya habían conocido Yves d'Evreux y Jean de Léry, cuatrocientos años antes: «Y también para que, de una vez, describa yo a estas bestezuelas... (que), no mayores que nuestros grillos, salen así como éstos por la noche junto al fuego, y si algo encuentran no dejarán de roerlo. Pero principalmente, además de eso, se arrojaban de tal manera sobre los lazos y zapatos de guadamecí que, comiendo toda la parte superior, los que los tenían hallábanlos por la mañana al levantarse, todos blancos y desflecados...». Como los grillos (a diferencia de las termitas y otros insectos destructores), se conforman con roer la película superficial del cuero, y, en efecto, yo encontré mi cinturón «todo blanco y desflecado», testigo de una asociación extraña y exclusiva varias veces secular entre una especie de insectos y una agrupación humana.

En cuanto se levantó el sol, uno de nuestros hombres partió a la selva para matar algunas palomas que revoloteaban en los aledaños. Poco rato después se oyó un disparo al que nadie hizo caso. Sin embargo en seguida apareció un indígena, pálido y en un estado de excitación intensa; trató de explicarnos algo; Abaitara no estaba cerca para servir de intérprete. Sin embargo, del lado de la selva se oían grandes gritos, que se acercaban cada vez más; pronto el hombre atravesó corriendo los cultivos, sosteniéndose con la mano izquierda el antebrazo derecho, de donde pendía una extremidad despedazada: se había apoyado en su fusil y había salido un tiro. Luis y yo deliberamos sobre lo que había que hacer. Tenía tres dedos casi seccionados y la palma aparentemente rota; la amputación parecía inevitable. Sin embargo, no nos animábamos a hacerla y dejar así inválido a ese compañero. Lo habíamos reclutado con su hermano en una aldehuela, cerca de Guiabá. Nos sentíamos particularmente responsables de él a causa de su juventud, y nos había conquistado con su lealtad y su delicadeza campesina. Para él, cuyo oficio era ocuparse de las bestias —se requería gran habilidad manual para el acarreo de las cargas hasta el lomo de las muías y de los bueyes—, la amputación hubiera sido una catástrofe. No sin temor, decidimos ubicar más o menos los dedos, hacer un aposito con los medios de que disponíamos y emprender la vuelta; en cuanto llegáramos al campamento, Luis conduciría al herido a Urupá, donde estaba nuestro médico, y si los indígenas lo querían yo permanecería entre ellos, acampando a orillas del río hasta que la embarcación viniera a buscarme quince días después (se necesitaban tres días para descender el río y más o menos una semana para remontarlo). Aterrorizados por un accidente del que temían que modificara nuestra disposición amistosa, los indios aceptaron todo lo que se les propuso. Mientras se preparaban, nos adelantamos retornando hacia la selva.

El viaje se realizó en una atmósfera de pesadilla; me quedan pocos recuerdos. El herido deliró durante todo el trayecto, caminando con paso tan vivo que no podíamos seguirlo; tomó la delantera al guía sin experimentar el menor titubeo sobre un itinerario que parecía haberse cerrado detrás de nosotros. Pudimos hacerlo dormir durante la noche a fuerza de somníferos. Felizmente no estaba habituado en absoluto a los medicamentos y éstos producían pleno efecto. Cuando alcanzamos el campamento, en la tarde del día siguiente, comprobamos que su mano estaba llena de gusanos, causa de insoportables dolores. Pero cuando tres días más tarde fue confiado al médico, la herida se había salvado de la gangrena, pues los gusanos habían ido consumiendo la carne podrida. La amputación no fue necesaria y una larga serie de pequeñas operaciones, que duraron cerca de un mes, y que probaron la habilidad de Vellard como vivi-sector y entomólogo, devolvieron a Emydio una mano aceptable. Cuando llegamos a Madeira en diciembre lo envié a Guiabá por avión, aún convaleciente, para que repusiera fuerzas. Pero en enero volví a esos parajes para encontrarme con el grueso de mi grupo, y visité a sus padres; los encontré llenos de reproches para conmigo; no ciertamente por los sufrimientos de su hijo, que consideraban como un incidente trivial en la vida del sertáo sino por haber cometido la barbaridad de exponerlo a volar por los aires, situación diabólica a la que no concebían cómo se podía someter a un cristiano.

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