Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss

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Cuarta Parte. La tierra y los hombres

16. Mercados

Tristes Trópicos. Claude Lévi-StraussSin proponérmelo, una especie de travelling mental me condujo del Brasil central al Asia del Sur; de las tierras recién descubiertas a aquéllas donde la civilización se manifestó antes que en ninguna otra; de las más vacías a las más llenas (si es cierto que Bengala está 3.000 veces más poblada que el Mato Grosso o Goiás). Releyendo lo anterior descubro que la diferencia es aún más profunda. Lo que yo tenía en cuenta en América en primer lugar eran parajes naturales o urbanos; en ambos casos, objetos definidos por sus formas, sus colores-, sus estructuras particulares, que les confieren una existencia independiente de los seres vivos que los ocupan. En la India, esos grandes objetos han desaparecido, arruinados por la historia, reducidos a un polvo físico o humano que ha llegado a ser la única realidad. Allá donde en primer lugar veía cosas, aquí no advierto más que seres. Una sociología erosionada por la acción de los milenios se derrumba, deja lugar a una multitud de relaciones entre personas: hasta tal punto se interpone la densidad humana entre el observador y un objeto que se desintegra. La expresión tan corriente allá para designar esa parte del mundo: el subcontinente, toma entonces sentido nuevo. Ya no significa simplemente una parte del continente asiático, sino que parece aplicarse a un mundo que merece apenas el nombre de continente: hasta tal punto una desintegración llevada hasta el límite extremo de su ciclo ha destruido la estructura que antaño mantenía, en cuadros organizados, a algunos cientos de millones de partículas: los hombres, hoy abandonados en una nada engendrada por la historia, convulsionados por las motivaciones más elementales del miedo, del sufrimiento y del hambre.

En la América tropical, el hombre se halla disimulado ante todo por lo poco que se lo encuentra; pero, aun allí donde se ha agrupado en núcleos más densos, los individuos permanecen presos, si así puede decirse, en el relieve aún muy marcado de su reciente agregación. Cualquiera que sea la pobreza del nivel de vida en el interior o aun en las ciudades, sólo excepcionalmente baja hasta el punto de que se oiga gritar a los seres: hasta tal punto resulta posible subsistir con pocas cosas en un suelo que el hombre ha empezado a asolar —y no en todas partes— hace tan sólo 450 años. Pero en la India, ya agrícola y manufacturera desde hace 5000 o 10 000 años, lo que flaquea son las bases mismas: las selvas han desaparecido; a falta de bosques, para cocinar es necesario quemar un abono que de esa manera se sustrae a los campos; la tierra cultivable, lavada por las lluvias, huye hacia el mar; el ganado hambriento se reproduce con menos rapidez que los hombres y debe su supervivencia a que éstos prohiben alimentarse de él.

Esta oposición radical entre los trópicos vacantes y los trópicos abarrotados puede ser admirablemente bien ejemplificada mediante una comparación de sus ferias y mercados. Tanto en el Brasil como en Bolivia o el Paraguay, esas grandes ocasiones de la vida colectiva sacan a luz un régimen de producción que hasta el momento había sido individual; cada cesto refleja la originalidad de su titular: igual que en África, la vendedora ofrece al cliente los pequeños excedentes de su actividad doméstica. Dos huevos, un puñado de pimientos, un atado de hortalizas, otro de flores, dos o tres hileras de perlas hechas de granos salvajes —«ojos de cabra» rojos punteados de negro,'«lágrimas de la Virgen» grises y lustrosas— recolectadas y enhebradas durante los ratos de ocio; una cesta o una cerámica, obra de la vendedora, y algún antiguo talismán que prosigue allí un ciclo complicado de transacciones. Esos escaparates de muñeca, que son humildes obras de arte, expresan una diversidad de gustos y actividades, un equilibrio específico, que atestiguan en favor de la libertad preservada por todos. Y cuando interpelan al transeúnte, no es para estremecerlo con el espectáculo de un cuerpo esquelético o mutilado, para implorarle que salve a alguien de la muerte, sino para invitarlo a tomar a borboleta, 'sacar la mariposa' —o cualquier otro animal— en esa lotería llamada delbicho, 'juego del animal', donde los números se combinan con las imágenes de un gracioso bestiario.

Un bazar oriental puede conocerse completamente antes de ser visitado, salvo en dos cosas: la densidad humana y la de la suciedad. Ni la una ni la otra son imaginables; se necesita experiencia para conocerlas. Pues esta experiencia restituye de golpe una dimensión fundamental. En ese aire tachonado de negro por las moscas, en ese hormigueo, se reconoce un marco natural al hombre: aquel dentro del cual, desde Ur, en Caldea, hasta el París de Felipe el Hermoso, pasando por la Roma imperial, se iba segregando lentamente lo que llamamos civilización.

He recorrido todos los mercados; en Calcuta, el nuevo y los viejos; el Bombay bazar de Karachi; los de Delhi y los de Agrá —Sadar y Kunari—; Dacca, que es una sucesión de sukh donde viven familias agazapadas en los rincones de las tiendas y de los talleres; Riazuddín bazar y Khatunganj en Chittagong; todos los de las puertas de Lahore: Anarkali bazar, Delhi, Shah, Almi, Akbari; y Sadr, Dabgari, Sirki, Bajori, Ganj, Kalán en Peshawar. En las ferias campesinas del paso de Jáibar a la frontera afgana y en las de Rangamati, en las puertas de Birmania, visité los mercados de frutas y legumbres —amontonamiento de berenjenas y cebollas rosadas, granadas reventadas en medio de un olor recalcitrante a guayabas—, los de las floristas que enguirnaldan las rocas y el jazmín con oropeles y cabellos de ángel, las estanterías de los vendedores de frutas secas —montones descoloridos y morenos sobre un fondo de papel plateado—: he mirado, he respirado las especias y los curry, pirámides de polvos rojos, anaranjados y amarillos, montañas de pimientos que irradiaban un olor picantísimo a damasco seco y a lavanda que casi hacía desfallecer de voluptuosidad; he visto a los asadores, a los hervidores de leche cuajada, a los fabricantes de hojaldre —non o chapati—; a los vendedores de té o de limonada, a los comerciantes al por mayor de dátiles aglomerados en viscosos montículos de pulpa y de carozos que parecían las deyecciones de algún dinosaurio; a los pasteleros, que más bien parecían vendedores de moscas pegadas en bandejas de pasta; a los caldereros, que se oían a cien metros de distancia por el sonoro fragor de sus mazas; a los cesteros y cordeleros con sus pajas rubias y verdes; a los sombrereros, que disponen los conos dorados de los halla, iguales a las mitras de los reyes sasánidas, entre las bandas de turbante; he contemplado las tiendas de textiles donde flotan las piezas recién teñidas de azul o de amarillo y los pañuelos de cuello, color azafrán y rosado, tejidos en seda artificial al estilo de Bujava; a los ebanistas, a los escultores y a los que revisten de laca la madera de las camas; a los afiladores, que tiraban del hilo de su piedra; la feria de la chatarra, aislada y desagradable; los vendedores de tabaco con sus pilas de hojas rubias que alternan con la melaza rojiza del tombak, cerca de los tubos de chilam dispuestos en forma de haces; los de sandalias, apiladas de a cientos como botellas en una bodega; los de brazaletes — bangles—, tripas de vidrio en tono azul y rosado que se hunden en todas direcciones, como salidas de un cuerpo destripado; los puestos de los alfareros donde se amontonan las vasijas de chilam, oblongas y barnizadas; los jarros de arcilla micácea y otros pintados de pardo, blanco y rojo sobre un fondo de tierra descolorida, con ornamentos vermiculares; los hornos de chilam, ubicados en racimos, como si fueran rosarios; los vendedores de harina, que tamizan durante todo el día; los orfebres, que pesan en balanzas pequeños fragmentos de tirillas de oro, y cuyas vidrieras son menos centelleantes que las de los hojalateros cercanos; los estampadores de telas, que golpean los blancos algodones con un gesto liviano y monótono que deja una delicada impronta coloreada; los herreros al aire libre... Universo bullente y ordenado, por debajo del cual se estremecen, como hojas de árbol agitadas por la brisa, las varas erizadas de los molinetes multicolores para los niños.

Hasta en las regiones rústicas el espectáculo llega a ser igualmente conmovedor. Viajaba yo en un barco de motor por las costas de Bengala. En medio del Buliganga, bordeado de bananeros y de palmeras en torno de mezquitas de mayólica blanca que parecían flotar a ras del agua, habíamos llegado a un islote para visitar un hat—mercado campesino—, que nos llamó la atención a causa de un millar de barcas y de sampanes allí amarrados. Aunque no se viera ninguna casa, allí había una verdadera ciudad de un día, repleta de una multitud que se había instalado en el barro, en diferentes barrios, cada cual reservado a un cierto tipo de comercio: paddy, ganado, embarcaciones, varas de bambú, tablas, alfarería, telas, frutas, nueces de betel, nasas. En los brazos del río, la circulación era tan densa que éstos podían tomarse por calles líquidas. Las vacas recién compradas se dejaban transportar, en pie en las barcas, mientras desfilaban ante un paisaje que las contemplaba.

Toda esta tierra tiene una extraordinaria dulzura. En ese verdor azulado por los jacintos, en el agua de los pantanos y de los ríos por donde pasan los sampanes, hay algo de apaciguante, de adormecedor; con gusto uno se dejaría estar como los viejos muros de ladrillos rojos, desarticulados por los banyan.

Pero al mismo tiempo, esta dulzura es inquietante: el paisaje no es normal, hay demasiada agua. La inundación anual crea condiciones de existencia excepcionales, pues acarrea el fracaso de la producción de hortalizas y el de la pesca: tiempo de crecida, tiempo de miseria. Hasta el ganado se vuelve esquelético y muere; los jacintos de agua no constituyen un forraje suficiente. Extraña humanidad que vive embebida en agua más que en aire, y cuyos niños aprenden a utilizar su pequeño dingi1 casi al mismo tiempo que a caminar. Lugar donde, en tiempo de crecida, a falta de otro combustible, el yute seco macerado y desfibrado se vende a 250 francos las 200 ramas a gentes que ganan menos de 3000 francos por mes.2

Sin embargo, era necesario penetrar en las aldeas para comprender la situación trágica de esos pueblos a quienes la costumbre, el estilo de alojamiento y el género de vida aproximan a los más primitivos, pero cuyos mercados son tan complicados como los de una gran tienda. Hace apenas un siglo sus esqueletos cubrían los campos; en su mayor parte tejedores, habían sido llevados al hambre y a la muerte por la prohibición de ejercer su oficio tradicional, impuesta por el colonizador con el fin de abrir un mercado a los algodones de Manchester. Hoy, cada pulgada de tierra cultivable, aunque permanece inundada durante la mitad del año, se dedica al cultivo del yute que, directamente o previo macerado en las fábricas de Narrayanganj y de Calcuta, parte para Europa y América; así, de otra manera no menos arbitraria que la precedente, esos campesinos analfabetos y semidesnudos dependen de las fluctuaciones del mercado mundial para su alimentación cotidiana. Si bien pescan, el arroz del que se alimentan es casi enteramente importado; y para completar la magra renta de los cultivos, ya que sólo una minoría es propietaria, dedican sus días a industrias lastimosas.

Demra es una aldea casi lacustre, pues la red de taludes emergentes que agrupan las chozas en los bosquecillos se halla en un estado muy precario. He visto a la población, incluyendo a los niños de corta edad, ocupada desde el alba en tejer a mano esas gasas de muselina que antaño hicieron célebre a Dacca. Un poco más lejos, en Langalbund, toda una comarca se dedica a la fabricación de botones de nácar del tipo que se utiliza para nuestras prendas interiores masculinas. Una casta de bateleros, los bidyaya obadia, que viven permanentemente en la cabina de paja de sus sampanes, recoge y vende los mejillones fluviales de los que se saca el nácar; los montones de conchillas barrosas dan a las aldeas la apariencia de placers. Una vez limpiadas en un baño ácido, las conchillas se fragmentan a martillazos y luego se redondean en una muela de mano. Después, cada disco se ubica sobre un soporte para ser trabajado con ayuda de un trozo de lima mellada, inserta en un taladro de madera que se maneja con un arco. Finalmente, un instrumento análogo pero puntiagudo sirve para perforar cuatro agujeros. Los niños cosen los botones terminados, por docenas, en tarjetas recubiertas de una hojita brillante como las presentan nuestras mercerías de provincia. Antes de las grandes transformaciones políticas que fueron resultado de la independencia de los países asiáticos, esa industria modesta, que abastecía al mercado indio y a las islas del Pacífico, proporcionaba medios de subsistencia a los trabajadores, a pesar de la explotación de que eran objeto —y aún lo son— por parte de esa clase de usureros y de intermediarios, los mahaján, que suministran la materia prima y los productos de transformación. El precio de estos últimos aumentó cinco o seis veces, mientras que por cierre de mercado la producción regional cayó de 60 000 gruesas por semana a menos de 50 000 por mes; en fin, en el mismo tiempo, el precio pagado al productor bajó en un 75 por ciento. Casi de la noche a la mañana, 50 000 personas comprobaron que una renta que ya era irrisoria se había reducido a su centésima parte. Ocurre que, a pesar de formas de vida primitiva, la cifra de la población, el volumen de la producción y el aspecto del producto terminado no permiten hablar de verdadera artesanía. En la América tropical, Brasil, Bolivia o México, el término vale, ya se lo aplique al trabajo del metal, del vidrio, de la lana, del algodón o de la paja. La materia prima es de origen local, las técnicas son tradicionales y las condiciones de producción, domésticas; la utilización y la forma están, en primer lugar, condicionadas por los gustos, las costumbres y las necesidades de los productores. Aquí, poblaciones medievales son precipitadas en plena era manufacturera y echadas como pienso al mercado mundial. Desde el punto de partida hasta la llegada viven bajo un régimen de alienación. La materia prima les es extraña, del todo a los tejedores de Demra, que emplean hilos importados de Inglaterra o de Italia, y parcialmente a los jornaleros de Langalbund, cuyas conchillas tienen un origen local, pero no así los productos químicos, los cartones y las hojas metálicas indispensables para su industria. Y en todas partes, la producción es concebida according to foreign standards: como esos desgraciados apenas tienen medios para vestirse, menos aún los tendrán para abotonarse. Bajo las verdes campiñas y los canales apacibles bordeados de chozas, el rostro horrible de la fábrica aparece en una especie de filigrana, como si la evolución histórica y económica hubiera conseguido fijar y superponer sus fases más trágicas a expensas de esas lastimosas víctimas: carencias y epidemias medievales, explotación frenética como a principios de la era industrial, desocupación y especulación del capitalismo moderno. Los siglos xiv, xvm y xx se dieron cita aquí para transformar en burla el idilio cuyo decorado es protegido por la naturaleza tropical.

En estas regiones donde la densidad de población sobrepasa a veces los mil individuos por kilómetro cuadrado, he apreciado plenamente el valor del privilegio histórico, todavía patrimonio de América tropical (y, hasta cierto punto, de toda América), de haber permanecido absoluta o relativamente sin hombres. La libertad no es ni una invención jurídica ni un tesoro filosófico —propiedad cara de civilizaciones más válidas que otras porque sólo ellas podrían producirla o preservarla—, sino que resulta de una relación objetiva entre el individuo y el espacio que éste ocupa, entre el consumidor y los recursos de que dispone. Además, no es seguro que esto compense aquello de que una sociedad rica pero demasiado densa no se envenene con esta densidad, como esos parásitos de la harina que se exterminan a distancia con sus toxinas, aun antes de que la materia nutritiva les falte.

Se necesita mucha ingenuidad o mucha mala fe para pensar que los hombres eligen sus creencias independientemente de su condición. Lejos de que los sistemas políticos determinen la forma de existencia social, son éstas las que dan un sentido a las ideologías que las expresan: esos signos sólo constituyen un lenguaje en presencia de los objetos a los cuales se refieren. En este momento, el malentendido entre Occidente y Oriente es en primer lugar semántico: las fórmulas que propalamos allá implican significados ausentes o diferentes. Por el contrario, si fuera posible que las cosas cambiaran, poco importaría a sus víctimas que eso fuera dentro de marcos que nosotros juzgaríamos insoportables. Si llegaran al trabajo forzado, a la alimentación racionada y al pensamiento dirigido, no se sentirían transformar en esclavos, ya que éste sería para ellos el medio histórico de obtener trabajo, comida y de gozar de una vida intelectual. Modalidades que nos parecen privativas se reabsorberían ante la evidencia de una realidad ofrecida pero rechazada, hasta ahora, en nombre de su apariencia, por nosotros mismos.

Más allá de los remedios políticos y económicos que pudieran concebirse, el problema que plantea la confrontación de Asia y América tropicales sigue siendo el de la multiplicación humana en un espacio limitado. ¿Cómo olvidar que, con respecto a esto, Europa ocupa una posición intermedia entre los dos mundos? La India se empeñó en resolver este problema del número hace unos 3000 años, buscando un medio de transformar la cantidad en calidad por medio del sistema de castas, o sea, de diferenciar los grupos humanos para permitirles vivir unos junto a otros. Y hasta había concebido el problema en términos más amplios extendiéndolo, más allá del hombre, a todas las formas de la vida. La regla vegetariana está inspirada en la misma preocupación que el régimen de las castas, o sea, impedir que los grupos sociales y las especies animales invadan entre sí las jurisdicciones que les son propias, reservar a cada uno de ellos la libertad que le pertenezca gracias a la renuncia, por parte de los otros, a ejercer una libertad antagónica. Para el hombre es trágico que esta gran experiencia haya fracasado, quiero decir, que en el curso de la historia de las castas no hayan conseguido alcanzar un estado en el que fueran iguales por el hecho de ser diferentes —iguales en el sentido de que hubieran sido inconmensurables— y que se haya introducido entre ellas esa dosis pérfida de homogeneidad que permitía la comparación y, por lo tanto, la creación de una jerarquía. Pues si los hombres pueden llegar a coexistir a condición de reconocerse todos en tanto que hombres, pero de otro modo, también lo pueden rehusándose los unos a los otros un grado comparable de humanidad, y por lo tanto, subordinándose.

Ese gran descalabro de la India lleva consigo una enseñanza: cuando una sociedad llega a ser demasiado numerosa, a pesar del genio de sus pensadores, sólo se perpetúa segregando servidumbre. Cuando los hombres comienzan a sentir que les falta lugar en sus espacios geográfico, social y mental, corren el peligro de verse seducidos por una solución simple: rehusar la calidad humana a una parte de la especie; por algunas décadas, el resto estará otra vez a sus anchas. Luego será necesario proceder a una nueva expulsión. A la luz de estos hechos, los acontecimientos de los que Europa ha sido teatro desde hace veinte años, como resumen de un siglo durante el cual su cifra de población se ha duplicado, ya no pueden aparecérsele como el resultado de la aberración de un pueblo, de una doctrina o de un grupo de hombres. Más bien veo en ello el signo anunciador de una evolución hacia el mundo concluso, cuya experiencia fue hecha por Asia del Sur un milenio o dos antes que nosotros, y de la cual, a menos que interfieran importantes decisiones, quizá no lleguemos a librarnos. Pues esta desvalorización sistemática del hombre por el hombre se va extendiendo, y sería muy hipócrita e inconsciente descartar el problema con la excusa de una contaminación momentánea.

Lo que me espanta de Asia es la imagen de nuestro futuro, que ella anticipa. Con la América india amo el reflejo, también allí fugitivo, de una época en que la especie era a la medida de su universo y donde persistía una relación válida entre el ejercicio de la libertad y sus signos.

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Notas:

1. Embarcación típica. (N. de la T.)

2. La referencia es al viejo franco. (N. de la T.)