Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss

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Sexta Parte. Bororo

23. Los vivos y los muertos

Tristes Trópicos. Claude Lévi-StraussTaller, club, dormitorio y casa de citas, en suma, el baitemannageo es un templo. Allí se preparan los bailarines religiosos y tienen lugar ciertas ceremonias —lejos de las mujeres—, como la fabricación y rotación de los rombos. Los rombos son instrumentos musicales de madera ricamente pintados, cuya forma recuerda la de un pez aplastado; su tamaño varía entre treinta centímetros y un metro y medio, aproximadamente. Haciéndolos girar en el extremo de una cuerda producen un ronroneo sordo que se atribuye a los espíritus visitantes de la aldea, a quienes se supone que las mujeres temen. Desgraciada de aquella que viera un rombo; aún hoy hay muchas probabilidades de que se la mate a palos. Cuando asistí por primera vez a su confección, trataron de persuadirme de que eran instrumentos culinarios. El extremo rechazo que manifestaron en cederme una cantidad de ellos no se explicaba tanto por el trabajo que debían recomenzar como por el miedo de que yo traicionara el secreto. Tuve que dirigirme en plena noche a la casa de los hombres con un maletín. En él depositaron los rombos empaquetados y luego le echaron llave. Y me hicieron prometer que no lo abriría antes de Guiaba.

Para el observador europeo, las actividades de la casa de los hombres, que parecen difícilmente compatibles, se armonizan de manera casi escandalosa. Pocos pueblos son tan religiosos como los bororo, pocos tienen un sistema metafísico tan elaborado. Pero las creencias espirituales y los hábitos cotidianos se mezclan íntimamente; al parecer los indígenas no tienen el sentimiento de pasar de un sistema a otro. Encontré nuevamente esta religiosidad ingenua en los templos budistas de la frontera birmana, donde los bonzos viven y duermen en la sala destinada al culto, ubicando al pie del altar sus potes de pomada y su botiquín particular, sin desdeñar acariciar a sus pupilos entre lección y lección de alfabeto.

Tristes Trópicos. Figura 38

Figura 38.
Un rombo.

Esta falta de miramientos frente a lo sobrenatural me asombraba tanto más cuanto que mi único contacto con la religión se remonta a una infancia, ya incrédula, durante la Primera Guerra Mundial, cuando vivía en la casa de mi abuelo, rabino de Versalles. La casa adyacente a la sinagoga, estaba unida a ella por un largo corredor interior donde uno no se aventuraba sin angustia, y que constituía una frontera infranqueable entre el mundo profano y aquel al cual faltaba precisamente ese calor humano que hubiera sido condición previa a su percepción como sagrado. Fuera de las horas de culto la sinagoga permanecía vacía y su ocupación temporaria nunca era lo suficientemente prolongada ni ferviente para llenar el estado de desolación que parecía serle natural y que los oficios importunaban de manera indecorosa. El culto familiar padecía la misma sequedad. Aparte de la plegaria muda de mi abuelo al comienzo de cada comida, nada señalaba a los niños el hecho de que vivían sometidos al reconocimiento de un orden superior, sino un banderín de papel impreso fijado a la pared del comedor que decía: «Masticad bien los alimentos, la digestión depende de ello».

No es que la religión tuviera más imponencia entre los bororo; al contrario, era algo consabido. En la casa de los hombres los gestos del culto se cumplían con la misma desenvoltura que todos los otros, como si se tratara de actos utilitarios ejecutados con vistas al resultado, sin reclamar esa actitud respetuosa que se impone aun al incrédulo cuando penetra en un santuario. Esa tarde, se canta en la casa de los hombres como preparación al ritual público de la noche. En un rincón, algunos muchachos roncan o charlan, dos o tres hombres canturrean agitando los sonajeros; pero si uno de ellos tiene ganas de encender un cigarrillo o si le toca meter su escudilla en la pasta de maíz, pasa el instrumento a un vecino, que empalma con los otros, o bien sigue con una mano y usa la otra. Si un bailarín se pavonea para hacer admirar su última creación, todo el mundo interrumpe y comenta, el oficio parece olvidado hasta que, en otro rincón, el encantamiento recomienza en el punto donde había sido dejado.

Y sin embargo, la casa de los hombres significaba mucho más que el centro de la vida social y religiosa que he tratado de describir. La estructura de la aldea no sólo hace que se pueda dar el juego delicado de las instituciones, sino que resume y asegura las relaciones entre el hombre y el universo, entre la sociedad y el mundo sobrenatural, entre los vivos y los muertos.

Antes de encarar este nuevo aspecto de la cultura bororo, abriré un paréntesis a propósito de las relaciones entre muertos y vivos. Sin él sería difícil comprender la solución particular que el pensamiento bororo da a un problema universal, y que es notablemente parecida a la que se encuentra en el otro extremo del hemisferio occidental, entre las poblaciones de las selvas y praderas del noroeste de la América septentrional, como los ojibwa, los menomini y los winnebago. Probablemente no exista ninguna sociedad que no trate a sus muertos con consideración. En las fronteras mismas de la especie, el hombre de Neanderthal enterraba también a sus difuntos en sencillas tumbas. Sin duda, las prácticas funerarias varían según los grupos. ¿Puede decirse que esta diversidad no tiene importancia, dado el sentimiento unánime que oculta? Aun cuando nos esforcemos por simplificar al máximo las actitudes hacia los muertos que se observan en las sociedades humanas, hay que respetar una gran división entre cuyos polos se opera el paso a través de toda una serie de intermediarios.

Ciertas sociedades dejan reposar a sus muertos: mediante homenajes periódicos, éstos se abstendrán de perturbar a los vivos; si vuelven será a intervalos y en ocasiones previstas. Y su visita será bienhechora, ya que los muertos garantizarán con su protección el regular retorno de las estaciones, la fecundidad de los jardines y de las mujeres. Todo ocurre como si se hubiera firmado un contrato: a cambio del culto razonable que se les dedica, los muertos permanecerán en su sitio y los temporarios encuentros entre ambos grupos siempre estarán dominados por la preocupación de los intereses de los vivos. Esta fórmula está muy bien expresada por un tema folklórico universal; es el del muerto reconocido: un rico héroe rescata un cadáver de manos de unos acreedores que se oponen a su entierro. Le da sepultura. El muerto se le aparece en sueños y le promete éxito con la condición de que las ventajas que obtengan sean equitativamente repartidas entre ambos. En efecto, el héroe gana rápidamente el amor de una princesa a la que logra salvar de numerosos peligros con la ayuda de su protector sobrenatural. ¿Tendrá que poseerla juntamente con el muerto? Pero la princesa está bajo un encantamiento: mitad mujer, mitad dragón o serpiente. El muerto reivindica su derecho; el héroe se somete; el muerto, satisfecho con esta lealtad, se contenta con la porción maligna, que toma por adelantado, dejando al héroe una esposa humanizada.

A esta concepción se opone otra, igualmente ilustrada por un tema folklórico, que llamaré el caballero emprendedor.

El héroe no es rico sino pobre. Por todo bien posee un grano de trigo que, a fuerza de astucia, llega a cambiar por un gallo, un cerdo, un buey, un cadáver y finalmente una princesa viva. Se ve que aquí el muerto ya no es sujeto, sino objeto. En lugar de colaborador es un instrumento del que se goza por medio de una especulación donde intervienen la mentira y la superchería. Ciertas sociedades observan frente a sus muertos una actitud de este tipo. Les niegan el reposo, los movilizan —a veces literalmente, como en el caso del canibalismo y de la necrofagia—, cuando se fundan en la ambición de incorporar las virtudes y los poderes del difunto; también, simbólicamente, en las sociedades que se comprometen en rivalidades de prestigio y donde los participantes exigen constantemente el de los muertos, tratando de justificar sus prerrogativas por medio de evocaciones de los antepasados y de trampas genealógicas. Esas sociedades se sienten más perturbadas que otras por los muertos, de quienes abusan. Creen que ellos les devuelven la moneda de su persecución, tanto más exigentes y peleadores frente a los vivos cuanto más estos últimos intentan aprovecharse de ellos. Pero ya se trate de reparto equitativo como en el primer caso, o de especulación desenfrenada como en el segundo, la idea dominante es la de que, en las relaciones entre muertos y vivos es inevitable una relación de a dos.

Entre esas posiciones extremas hay conductas de transición: los indios de la costa oeste del Canadá y los melanesios hacen comparecer a todos sus antepasados en las ceremonias, obligándolos a dar testimonio en favor de sus descendientes; en ciertos cultos de antepasados, en China y en África, los muertos conservan su identidad personal pero sólo durante algunas generaciones; entre los pueblos del sudoeste de los Estados Unidos, cesan inmediatamente de ser personalizados como difuntos pero se reparten cierto número de funciones especializadas. Aun en Europa, donde los muertos han llegado a ser apáticos y anónimos, el folklore conserva vestigios de la otra posibilidad en la creencia de que existen dos tipos de muertos: los que han sucumbido por causas naturales y que proporcionan un cuerpo de antepasados protectores, y los suicidas, los asesinados o los embrujados, que se transforman en espíritus malignos y celosos.

Si nos limitamos a considerar la evolución de la civilización occidental, no hay duda de que la actitud especulativa se ha ido borrando progresivamente en provecho de la concepción contractual de las relaciones entre muertos y vivos, dejando ésta lugar a una indiferencia anunciada probablemente por la fórmula del Evangelio: «dejad que los muertos entierren a sus muertos». Pero no hay ninguna razón para suponer que esta evolución corresponda a un modelo universal. Más bien parece que todas las culturas han tenido una oscura conciencia de ambas fórmulas, poniendo el acento sobre una de ellas, mientras se busca una garantía del otro lado, mediante conductas supersticiosas (como, por otra parte, seguimos haciéndolo a pesar de las creencias o de la incredulidad confesadas). La originalidad de los bororo y de los otros pueblos que he citado como ejemplos proviene de que ellos se han formulado claramente las dos posibilidades, que han construido un sistema de creencias y de ritos correspondientes a cada una de ellas, o mecanismos que permiten pasar de una a otra, con la esperanza de conciliarias.

No me expresaría bien si dijera que para los bororo no hay muerte natural: un hombre no es para ellos un individuo, sino una persona. Forma parte de un universo sociológico: la aldea que existe desde siempre, junto al universo físico, éste mismo compuesto por otros seres animados —cuerpos celestes y fenómenos meteorológicos—. Eso, a pesar del carácter temporario de las aldeas concretas, que (en razón del agotamiento de los terrenos de cultivo) rara vez permanecen más de treinta años en el mismo sitio. Lo que hace a la aldea no es ni su terruño ni sus chozas, sino una cierta estructura que he descrito más arriba y que toda aldea reproduce. Así se comprende por qué, cuando contrarían la disposición tradicional de las aldeas, los misioneros destruyen todo.

En cuanto a los animales, en parte pertenecen al mundo de los hombres —sobre todo los peces y los pájaros—, en parte, algunos de los terrestres, al universo físico. Así, los bororo consideran que su forma humana es transitoria, entre la de un pez (por cuyo nombre se designan) y la del arara (bajo cuya apariencia terminarán su ciclo de transmigración).

Si el pensamiento de los bororo (en esto parecidos a los etnógrafos) está dominado por una oposición fundamental entre naturaleza y cultura, se deduce que la vida humana depende según ellos (más sociólogos en esto que Durkheim y Comte) del orden de la cultura. Decir que la muerte es natural o antinatural pierde su sentido. De hecho y de derecho, la muerte es a la vez natural y anticultural. Es decir, que cada vez que muere un indígena, no sólo sus deudos resultan damnificados, sino la sociedad entera. El daño por el cual la naturaleza se ha hecho culpable frente a la sociedad involucra, en detrimento de la primera, una deuda, término que traduce bastante bien una noción esencial para los bororo, la de morí. Cuando un individuo muere, la aldea organiza una caza colectiva que se confía a la mitad alterna de la del difunto: expedición contra la naturaleza cuyo objeto es el de abatir una gran presa, con preferencia un jaguar, cuya piel, uñas y colmillos constituirán el morí del difunto.

En el momento de mi llegada a Kejara acababa de producirse un deceso; desgraciadamente se trataba de un indígena que había muerto lejos, en otra aldea. De modo que yo no vería la doble inhumación que consiste, primero en depositar el cadáver en una fosa cubierta de ramajes en el centro de la aldea hasta que las carnes se pudran, después en lavar los huesos en el río, y pintarlos y adornarlos con mosaicos de plumas pegadas, antes de sumergirlos dentro de una canasta en el fondo de un lago o de una corriente de agua. Todas las otras ceremonias a las que asistí se desarrollaron conforme con la tradición, incluyendo las escarificaciones rituales de los parientes en el lugar donde la tumba provisional hubiera debido cavarse. Además, la caza colectiva había tenido lugar el día anterior o durante la tarde del día en que llegué; no sé bien, pero sí sé que no habían cazado nada. En las danzas fúnebres se utilizó una vieja piel de jaguar. Hasta sospecho que nuestro irará fue prestamente adaptado para reemplazar la presa ausente. Nunca quisieron decírmelo, y es una lástima: si eso hubiera ocurrido yo hubiera podido reivindicar la calidad de viaddo, jefe de caza representante del alma del difunto. Su familia me hubiera dado el brazalete de cabello y el paori —clarinete místico hecho de una pequeña calabaza emplumada que sirve de pabellón a una boquilla de bambú—, para hacerlo resonar por encima de la presa antes de atarla a su despojo. Hubiera dividido, tal como está prescrito, la carne, el cuero, los dientes y las uñas, entre los parientes del difunto, que a cambio me hubieran dado un arco y flechas de ceremonia, otro clarinete conmemorativo de mis funciones y un collar de discos de conchillas. También hubiera sido necesario, sin duda, que me pintara de negro para evitar ser reconocido por el alma maligna, responsable del deceso y constreñida por la regla del morí a encarnarse en la presa, ofreciéndose de esa manera en compensación del daño, pero llena de odio vindicativo hacia su ejecutor. Pues en cierto sentido, esa naturaleza asesina es humana. Opera por intermedio de una categoría especial de almas, que dependen directamente de ella y no de la sociedad.

Más arriba dije que compartía la choza de un brujo. Los barí constituyen una categoría especial de seres humanos que no pertenecen directamente ni al universo físico ni al mundo social, pero cuyo papel es el de establecer una mediación entre los dos reinos. Es posible, aunque no del todo seguro, que todos hayan nacido en la mitad tugaré; era el caso del mío, pues nuestra choza era cera y él vivía en casa de su mujer. Se llega a ser barí por vocación, y a menudo después de una revelación cuyo motivo central es un pacto establecido con ciertos miembros de una colectividad muy compleja constituida por espíritus malignos o simplemente temibles, en parte celestes (en cuyo caso fiscalizan los fenómenos astronómicos y meteorológicos), en parte animales y en parte subterráneos. Esos seres, cuya efectividad se acrecienta regularmente con las almas de los brujos difuntos, son responsables de la marcha de los astros, del viento, de la lluvia, de la enfermedad y de la muerte. Se los describe bajo apariencias diversas y terroríficas: velludos, con cabezas perforadas que dejan salir el humo del tabaco cuando fuman; monstruos aéreos que emiten lluvia por los ojos, narices, o cabellos y uñas desmesuradamente largos; con una sola pierna, vientre abultado y cuerpo suave como el de un murciélago.

El barí es un personaje asocial. El lazo personal que lo une a uno o varios espíritus le confiere privilegios: ayuda sobrenatural cuando parte para una expedición de caza solitaria, poder de transformarse en animal y conocimiento de las enfermedades, así como dones proféticos. La presa de caza, las primeras cosechas de las huertas, etc., no deben consumirse hasta tanto él no haya recibido su parte. Esta constituye el morí que los vivos deben a los espíritus de los muertos; por lo tanto, en el sistema desempeña un papel simétrico e inverso al de la caza funeraria.

Pero elbarí está también dominado por su o sus espíritus guardianes que lo utilizan para encarnarse y el barí, montura del espíritu, es entonces presa de trances y convulsiones. A cambio de su protección, el espíritu ejerce sobre el barí una vigilancia constante; él es el verdadero propietario, no sólo de los bienes sino también del cuerpo del brujo. Este es responsable frente a aquél de sus flechas rotas, de la rotura de su vajilla, de sus uñas y cabellos cortados. Nada de eso puede ser destruido o tirado: el barí arrastra tras sí los despojos de su vida pasada. El viejo adagio jurídico: el muerto se apodera del vivo, toma aquí un sentido terrible e imprevisto. Entre el brujo y el espíritu el lazo es de una naturaleza tan celosa que al fin de cuentas nunca se llega a saber cuál es el amo y cuál el servidor.

Así pues, se ve que para los bororo el universo físico consiste en una jerarquía compleja de poderes individualizados. Si bien su naturaleza personal está claramente afirmada, no ocurre lo mismo con los otros atributos: pues esos poderes son a la vez cosas y seres, vivos y muertos. En la sociedad, los brujos constituyen la articulación que vincula a los hombres con ese universo equívoco de las almas malignas, al mismo tiempo personajes y objetos.

Tristes Trópicos. Figura 39



Figura 39
. Aros de ceremonia, en elementos de nácar sobre corteza, adornados con plumas y cabellos.

Junto al universo físico, el universo sociológico presenta caracteres muy distintos. Las almas de los hombres ordinarios (quiero decir, los que no son brujos), en vez de identificarse con las fuerzas naturales, subsisten como una sociedad; pero, inversamente, pierden su identidad personal para confundirse en ese ser colectivo, el aroe, término que, como el anaon de los antiguos bretones, debe traducirse sin duda por «la sociedad de las almas». De hecho ésta es doble, pues las almas, después de los funerales, se reparten en dos aldeas, una al oriente y la otra al occidente, sobre las cuales velan respectivamente los dos grandes héroes divinizados del panteón bororo: al oeste, el mayor, Bakororo, y al este, el menor, Ituboré. El eje este-oeste corresponde al curso del río Vermelho; por lo tanto, es verosímil que exista una relación, aunque oscura, entre la dualidad de las aldeas de los muertos y la división secundaria de la aldea en mitad del bajo y mitad del alto.

Como el barí es el intermediario entre la sociedad humana y las almas malignas individuales y cosmológicas (se ha visto que las almas de los barí muertos son todo eso a la vez), existe otro mediador que preside las relaciones entre la sociedad de los vivos y la de los muertos, ésta bienhechora, colectiva y antropomórfica. Es el Maestro del Camino de las almas, o aroettowaraare. Se distingue del barí por caracteres antitéticos. Por otra parte, se temen y se odian mutuamente. El Maestro del Camino no tiene derecho a ofrendas, pero está obligado a un estricto cumplimiento de las reglas —ciertas prohibiciones alimentarias y una gran sobriedad en su presentación—. Los adornos, y los colores vivos le están prohibidos. Por otra parte, no hay pacto entre él y las almas: éstas le son siempre presentes y en cierta manera inmanentes. En vez de apoderarse de él en trances, se le aparecen en sueños; si a veces las invoca es sólo en beneficio de otro.

Si elbarí prevé la enfermedad y la muerte, el Maestro del Camino cuida y cura. Por otra parte, se dice que el barí, expresión de la necesidad física, se encarga gustosamente de confirmar sus pronósticos dando el golpe de gracia a los enfermos que tardarían mucho en cumplir sus funestas predicciones. Pero es necesario tener bien en cuenta que los bororo no tienen exactamente la misma concepción que nosotros de las relaciones entre la muerte y la vida: un día me dijeron de una mujer que ardía de fiebre en un rincón de su choza, que estaba muerta, entendiendo seguramente por ello que ya se la consideraba como perdida. Después de todo, esta manera de ver se parece bastante a la de nuestros militares, que confunden bajo el mismo vocablo —«bajas»— tanto a los muertos como a los heridos. Desde el punto de vista de la eficacia inmediata viene a ser lo mismo, aunque, desde el punto de vista del herido, no estar en el número de los difuntos constituya una verdadera ventaja.

Además, si bien el Maestro puede, como el barí, transformarse en animal, nunca lo hace en forma de jaguar devorador de hombres, recaudador —antes de que lo maten— del morí de los muertos sobre los vivos; se limita a los animales alimenticios: arara recolector de frutos, arpía pescadora, o tapir con cuya carne obsequiará a la tribu. El barí está poseído por los espíritus, el aroettowaraare se sacrifica por la salvación de los hombres. Hasta la revelación que llama a su misión es penosa: el elegido se reconoce primeramente él mismo por la hediondez que lo persigue, recordando sin duda la que invade la aldea durante las semanas de la inhumación provisional del cadáver a flor de tierra, en medio de la plaza de danza, pero que en este caso está asociada a un ser mítico, el aije. Este es un monstruo de las profundidades acuáticas, repugnante, maloliente y afectuoso, que se le aparece al iniciado, quien sufre sus caricias. La escena es remedada durante los funerales por muchachos cubiertos de barro, los cuales estrechan al personaje que encarna a la joven alma. Los indígenas conciben al aije en forma lo suficientemente precisa para que pueda ser representado en pinturas; y designan con el mismo nombre a los rombos, cuyo zumbido anuncia la emergencia del animal e imita su grito.

Tristes Trópicos. Figura 40

Figura 40. Pintura bororo que representa objetos de culto.

Después de esto, no sorprende que las ceremonias funerarias se prolonguen durante semanas, pues sus funciones son muy diversas. En primer lugar se sitúan en los dos planos que acabamos de distinguir. Considerado desde un punto de vista individual, cada muerto es la ocasión de un arbitraje entre el universo físico y la sociedad. Las fuerzas hostiles que constituyen el primero han causado un daño a la segunda y ese daño debe ser reparado: es la función de la caza fúnebre. Después de ser vengado y redimido por la colectividad de los cazadores, el muerto debe ser incorporado a la sociedad de las almas. Tal es la función del roiakuriluo, gran canto fúnebre (al que yo tendría la suerte de asistir).

En la aldea bororo hay un momento de la jornada que reviste una importancia particular: es el llamado de la noche. Desde que la noche cae, se enciende una gran fogata en la plaza de danza, alrededor de la cual vienen a reunirse los jefes de los clanes; con voz potente, un heraldo llama a cada grupo: Badedjeba, «los jefes»; O cera, «los del ibis»; Ki, «los del tapir»; Bokodori, «los del gran tatú»; Bakoro (del nombre del héroe Bakororo); Boro, «los de la barrita labial»; Ewaguddu, «los de la palmera buriti»; Arore, «los de la oruga»; Paiwe, «los del erizo»; Apiboré (significado dudoso)1... A medida que los interesados aparecen se les comunican las órdenes para el día siguiente, siempre en esa alta voz que lleva las palabras hasta las chozas más lejanas, aunque a esa hora están vacías o casi vacías. Cuando la caída de la noche aleja los mosquitos todos los hombres han salido de sus moradas familiares (a donde han regresado alrededor de las seis). Cada uno lleva bajo el brazo la estera que extenderá sobre la tierra apisonada de la gran plaza redonda situada sobre el lado oeste de la casa masculina. Se acuestan, rodeados de una manta de algodón teñida de anaranjado por un contacto continuo con los cuerpos impregnados de urucú (en la que el Servicio de Protección reconocería con dificultad uno de sus presentes). En las esteras más grandes se instalan cinco o seis; cambian pocas palabras. Algunos están solos. Caminamos entre todos esos cuerpos extendidos. A medida que el llamado prosigue, los jefes de familia nombrados se levantan uno después de otro, reciben su consigna y vuelven a tenderse cara a las estrellas. Las mujeres también han dejado las chozas. Forman grupos en el umbral de sus puertas. Las conversaciones disminuyen y poco a poco oímos, primero a dos o tres oficiantes, luego, a medida que van llegando, a otros, desde el fondo de la casa de los hombres, luego en la misma plaza, con sus cantos, recitativos y coros que durarán toda la noche.

Tristes Trópicos. Figura 41

Figura 41. Pintura bororo que representa a un oficiante, trompetas, un sonajero y diversos ornamentos.

Como el muerto pertenecía a la mitad cera, oficiaban los tugaré.

En el centro de la plaza una alfombra de ramas representaba la tumba ausente, flanqueada a derecha e izquierda por haces de flechas delante de los cuales habían sido dispuestos los potes de comida. Había una docena de sacerdotes y cantores, la mayoría cubiertos con la ancha diadema de plumas de colores brillantes que otros llevaban colgando sobre las nalgas, por encima del abanico rectangular de cestería que cubría las espaldas y que era sostenido por un cordón pasado alrededor del cuello. Unos estaban completamente desnudos y pintados, ya de rojo uniforme o anillado, ya de negro, o bien recubiertos por bandas de suave pluma blanca; otros llevaban una larga falda de paja. El personaje principal, que encarnaba la joven alma, aparecía con dos vestimentas diferentes según los momentos: con follaje verde y la cabeza coronada por el enorme tocado que describí, llevando a manera de cola cortesana una piel de jaguar sostenida detrás por un paje, o desnudo y pintado de negro, adornado tan sólo por un objeto de paja semejante a gruesos anteojos vacíos alrededor de los ojos. Este detalle es particularmente interesante en razón del motivo análogo en el cual se reconoce a Tlaloc, divinidad de la lluvia del antiguo México. Los pueblos de Arizona y de Nuevo México quizá guardan la clave del enigma; ellos consideran que las almas de los muertos se transforman en dioses de la lluvia y, por otra parte, poseen diversas creencias relativas a objetos mágicos que protegen los ojos y permiten a su poseedor volverse invisible. He notado frecuentemente que los anteojos ejercían viva atracción sobre los indios sudamericanos; a tal punto que, cuando partí para mi última expedición, llevaba toda una provisión de monturas sin vidrios que tuvo un gran éxito entre los nambiquara, como si ciertas creencias tradicionales hubieran predispuesto a los indígenas para acoger bien un accesorio tan inusitado. Los anteojos de paja jamás habían llamado la atención entre los bororo, pero como la pintura negra vuelve invisible a aquel que se ha pintado con ella, es verosímil que los anteojos cumplan la misma función, como sucede en los mitos pueblo. Finalmente los butarico, espíritus responsables de la lluvia entre los bororo, son descritos con la apariencia temible —colmillos y manos ganchudas— que caracteriza a la diosa del agua entre los mayas.

Tristes Trópicos. Figura 42

Figura 42. Diadema de plumas de arara, amarilla y azul, con el escudo del clan.

Durante las primeras noches asistimos a danzas de diversos clanes tugaré: ewoddo, danza de los de la palmera; paiwe, danza de los del erizo. En ambos casos, los bailarines estaban cubiertos con hojas de la cabeza a los pies y, como no se les veía la cara, se la representaban más arriba, a la altura de la diadema de plumas que coronaba el ropaje, de modo que involuntariamente se prestaba a los personajes desmesurada estatura. En sus manos sostenían varas de palmas o palos adornados con hojas. Había dos clases de danzas. Primeramente los bailarines se presentaban solos, divididos en dos equipos que se hacían frente en los extremos del terreno y que corrían uno hacia otro, gritando «¡ho! ¡ho!» y girando sobre sí mismos hasta cambiar sus posiciones iniciales. Más tarde las mujeres se intercalaban entre los bailarines; entonces formaban una interminable farándula, avanzando o pateando, conducida por los corifeos desnudos que caminaban hacia atrás y agitaban sus sonajeros en tanto que otros hombres cantaban agachados.

Tres días después las ceremonias se interrumpieron para permitir la preparación del segundo acto: la danza del maridad. Los hombres, en equipos, se dirigieron a la selva para buscar brazadas de palmas verdes que primero fueron deshojadas y después seccionadas en trozos de aproximadamente treinta centímetros. Con lazos burdos hechos de hojarasca los indígenas unieron esos pedazos agrupándolos de a dos o de a tres, como barrotes de una escala liviana de muchos metros de largo. Así se fabricaron dos escalas desiguales, que enseguida fueron enroscadas sobre sí mismas hasta formar dos discos llenos, plantados de canto, uno de 1,50 m de alto y otro de 1,30. Se decoraron los costados con hojas sostenidas por una red de cordones de cabellos trenzados. Esos dos objetos fueron entonces solemnemente transportados al medio de la plaza, uno al lado del otro. Eran los mariddo, macho y hembra, respectivamente, cuya confección estaba a cargo del clan Ewaguddu.

Hacia la tarde, dos grupos de cinco o seis hombres cada uno partieron uno hacia el oeste y otro hacia el este. Seguí al primero y asistí, a unos cincuenta metros de la aldea, a sus preparativos, que la cortina de árboles disimulaba ante el público. Se cubrían de follaje a la manera de los bailarines y sujetaban las diademas. Pero esta vez, la preparación secreta se explicaba por su función: igual que el otro grupo, ellos representaban las almas de los muertos que venían de sus aldeas de Oriente y Occidente para recibir al nuevo difunto. Cuando todo estuvo preparado, se dirigieron silbando hacia el lugar donde el grupo del este los había precedido (en efecto, simbólicamente los unos van río arriba y los otros ríos abajo, de modo que se desplazan con más rapidez).

Por medio de una marcha miedosa y titubeante expresaban admirablemente su naturaleza de sombras; yo pensaba en Hornero, en Ulises cuando retenía con trabajo los fantasmas conjurados por la sangre. Pero enseguida la ceremonia se animó: unos hombres tomaban uno u otro mariddo (tanto más pesados cuanto que están hechos de hojarasca fresca), lo subían a pulso y bailaban bajo ese fardo hasta que, agotados, dejaban que un concurrente se los quitara. La escena ya no tenía el carácter místico del comienzo: era una feria donde la juventud ponía a prueba sus músculos en un ambiente de sudor, de palmadas y de chistes. Y sin embargo, ese juego, del que se conocen variantes profanas entre poblaciones allegadas —como por ejemplo las carreras con leños de los ge de la meseta brasileña—, posee aquí su sentido religioso más pleno: en un desorden gozoso, los indígenas tienen el sentimiento de jugar con los muertos y ganarles el derecho de permanecer vivos.

Esta gran oposición entre muertos y vivos se expresa en primer lugar por la división de los aldeanos, durante las ceremonias, en actores y espectadores. Pero los actores por excelencia son los hombres, protegidos por el secreto de la casa común. Entonces advertimos en el plano de la aldea una significación más profunda aún que la que le prestamos desde el punto de vista sociológico. En ocasión de los decesos, cada mitad desempeña alternativamente el papel de los vivos o de los muertos, una con relación a la otra, pero ese juego de báscula es el reflejo de otro cuyos papeles son atribuidos de una vez por todas: pues los hombres, constituidos en cofradías en el baitemannageo, son el símbolo de la sociedad de las almas, en tanto que las chozas del circuito, propiedad de las mujeres —excluidas de los ritos más sagrados y, si así puede decirse, destinadas a ser espectadoras—, constituyen la audiencia de los vivos y la morada que les está reservada.

Hemos visto que el mundo sobrenatural mismo es doble, pues comprende el dominio del sacerdote y el del brujo. Este último es el amo de las potencias celestes y telúricas, desde el décimo cielo (los bororo creen en una pluralidad de cielos superpuestos) hasta las profundidades de la tierra; las fuerzas que fiscaliza —y de las que depende — están, por lo tanto, dispuestas según un eje vertical; el sacerdote, en cambio, amo del camino de las almas, preside al eje horizontal que une Oriente y Occidente, donde están situadas las dos aldeas de los muertos. Ahora bien; las numerosas indicaciones que abogan en favor de los orígenes inmutablemente tugaré del barí y cera del aroet-towaraare, sugieren que la división en mitades también expresa esta dualidad. Es significativo que todos los mitos bororo nos presenten a los héroes tugaré como creadores y demiurgos y a los héroes cera como pacificadores y ordenadores. Los primeros son responsables de la existencia de las cosas: agua, ríos, peces, vegetación y objetos manufacturados; los segundos han organizado la creación, han liberado a la humanidad de los monstruos y han asignado a cada animal su alimento específico. Hasta hay un mito que cuenta que el poder supremo pertenecía antaño a los tugaré, quienes se desprendieron de él en provecho de los cera, como si el pensamiento indígena, por la oposición de las mitades, quisiera de ese modo traducir el paso de la naturaleza sin freno a la sociedad civilizada.

Tristes Trópicos. Figura 43

Figura 43. Esquema que muestra la estructura social aparente y real de la aldea bororo.

Comprendemos entonces la paradoja aparente que permite llamar «débiles» a los cera, poseedores del poder político y religioso, y «fuertes» a los tugaré. Estos están más cerca del universo físico; aquéllos, del universo humano, que al fin y al cabo no es el más poderoso de los dos. El orden social no puede trampear del todo con la jerarquía cósmica. Aun entre los bororo, sólo se vence a la naturaleza reconociendo su imperio y concediendo la parte correspondiente a sus fatalidades. Además, en un sistema sociológico como el suyo no es posible elegir: un hombre no podría pertenecer a la misma mitad que su padre y que su hijo (ya que pertenece a la de su madre); sólo es pariente con su abuelo y su nieto. Si los cera quieren justificar su poder por una afinidad exclusiva con los héroes fundadores, al mismo tiempo están aceptando alejarse de ellos por la distancia suplementaria de una generación. En relación a los antepasados mayores, son «nietos», en tanto que los tugaré son «hijos».

Los indígenas mistificados por la lógica de su sistema ¿no lo están también en otro sentido? Después de todo, no puedo apartar el sentimiento de que el deslumbrante cotillón metafísico al que acabo de asistir se reduce a una farsa bastante lúgubre. La cofradía de los hombres pretende representar a los muertos para dar a los vivos la ilusión de la visita de las almas; las mujeres están excluidas de los ritos y engañadas sobre su verdadera naturaleza, sin duda para sancionar la división que les otorga la prioridad en materia de estado civil y de residencia, reservando sólo a los hombres los misterios de la religión. Pero su credulidad real o supuesta posee también una función psicológica: dar, en beneficio de los dos sexos, un contenido afectivo e intelectual a esos monigotes de los que, de otro modo, los hombres quizás sacarían partido con más facilidad. No es sólo para burlar a nuestros niños que los entretenemos con la creencia de Papá Noel: su fervor nos reconforta, nos ayuda a autoengañarnos y a creer que, ya que ellos creen en él, un mundo de generosidad sin contrapartes no es absolutamente incompatible con la realidad. Y sin embargo los hombres mueren; jamás volverán; y todo orden social se aproxima a la muerte: se apodera de algo contra lo cual no da equivalente.

Al moralista, la sociedad bororo le propina una lección; si escucha a sus informantes indígenas, éstos le describirán, como lo hicieron para mí, ese ballet donde dos mitades de la aldea se obligan a vivir y a respirar una por la otra, una para la otra: intercambiando las mujeres, los bienes y los servicios en una ferviente preocupación de reciprocidad, casando a sus hijos entre ellos, enterrando mutuamente a sus muertos, garantizándose uno al otro que la vida es eterna, el mundo caritativo y la sociedad justa. Para atestiguar estas verdades y mantenerse en estas convicciones, sus sabios han elaborado una cosmología grandiosa; la han inscrito en el plano de sus aldeas y en la distribución de sus viviendas; han tomado y vuelto a tomar las contradicciones con las que se chocaban, no aceptando jamás una oposición sino para negarla en provecho de otra, cortando y separando los grupos, asociándolos y enfrentándolos, haciendo de toda su vida social y espiritual un blasón donde la simetría y la asimetría se equilibran, como los sabios dibujos con los que una bella caduvea torturada, pero más oscuramente, por la misma preocupación, marca su cara. Pero ¿qué queda de todo eso? ¿Qué es lo que subsiste de las mitades, de las contramitades, de los clanes, de los subclanes, frente a la comprobación que las observaciones recientes parecen imponernos? En una sociedad al parecer complicada ex profeso, cada clan está repartido en tres grupos: superior, medio e inferior, y, por encima de todas las reglamentaciones domina la que obliga a un superior de una mitad a casarse con un superior de la otra, a un medio con un medio y a un inferior con un inferior; es decir, que bajo el disfraz de las instituciones fraternales la aleda bororo se reduce, en último análisis, a tres grupos que se casan siempre entre ellos. Tres sociedades que, sin saberlo, permanecerán para siempre distintas y aisladas, prisioneras de una soberbia disimulada a primera vista por instituciones engañosas, de tal manera que cada una de ellas es la víctima inconsciente de artificios a los cuales ya no puede descubrirles un objeto. Los bororo se han esforzado en vano por desarrollar su sistema en una prosopopeya falaz, no consiguieron desmentir esta realidad mejor que otros: la representación que una sociedad se hace de la relación entre los vivos y los muertos se reduce a un esfuerzo para esconder, embellecer o justificar, en el plano del pensamiento religioso, las relaciones reales que prevalecen entre los vivos.

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Notas:

1. Los especialistas en la lengua bororo refutarían o precisarían eficientemente algunas de estas traducciones; aquí me atengo a las informaciones indígenas.