Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss

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Tercera Parte. El nuevo mundo.

10. Paso del Trópico

Tristes Trópicos. Claude Lévi-StraussLa ribera entre Rio de Janeiro y Santos ofrece, una vez más, trópicos de ensueño. La cadena costera, que en un punto sobrepasa los 2 000 metros, desciende hasta el mar y lo recorta con islas y ensenadas; playas de arena fina, bordeadas de cocoteros o de selvas húmedas desbordantes de orquídeas, vienen a tropezar con paredes de greda o de basalto que impiden, salvo al mar, el acceso hasta ellas. Pequeños puertos separados por una distancia de cien kilómetros abrigan a los pescadores en moradas del siglo xviii, ahora en ruinas, construidas antaño por armadores, capitanes y vicegobernadores, con piedras noblemente talladas. Angra-dos-Reis, Ubatuba, Paratí, Sao Sebastiao, Villa-Bella, otros tantos puntos donde el oro, los diamantes, los topacios y los crisólitos extraídos de las Minas Gerais, las «minas generales» del reino, confluían luego de semanas de viaje a lomo de mula por la montaña. Cuando se busca el rastro de esas huellas a lo largo de los espigóes (líneas de cresta) cuesta imaginar un tráfico tan intenso que posibilitaba la existencia de una industria especial basada sobre la recuperación de las herraduras que los animales perdían en el camino.

Bougainville relató las precauciones que se tomaban con respecto a la explotación y el transporte. Apenas se extraía, el oro debía remitirse a establecimientos situados en cada distrito: Rio das Mortes, Sabara, Serró Frío. Allí se percibían los derechos de la corona, y lo que correspondía a los explotadores se les remitía en barras marcadas con su peso, título, número y las armas del rey. Una oficina central, a mitad del camino entre las minas y la costa, operaba una nueva fiscalización. Un lugarteniente y cincuenta hombres deducían el derecho de quinto y el de peaje por cabeza de hombre y de animal. Ese derecho era repartido entre el rey y el destacamento; no sorprende, entonces, que las caravanas que venían de las minas y pasaban obligatoriamente por ese registro fueran «detenidas y revisadas con el mayor rigor».

Después, los particulares llevaban el oro en barras a la Casa de la Moneda de Rio de Janeiro, que las canjeaba por moneda acuñada de medio doblón (ocho piastras de España); sobre cada una de ellas el rey ganaba una piastra por la aleación y el derecho de moneda. Y Bougainville agregaba: «La Casa de la Moneda... es una de las más bellas que existen; está provista de todas las comodidades necesarias para trabajar con la mayor celeridad. Como el oro desciende de las minas al mismo tiempo que las flotas llegan de Portugal, hay que acelerar el trabajo de la moneda y ésta se acuña con una rapidez sorprendente.»

Para los diamantes el sistema era aún más estricto. Los empresarios —cuenta Bougainville— «están obligados a dar un informe exacto de los diamantes que se han encontrado y remitir éstos a manos del intendente comisionado al efecto por el rey. Este intendente los deposita inmediatamente en un pequeño cofre guarnecido de hierros y clausurado con tres cerraduras. El tiene una de las llaves, el virrey otra, y la otra el Provador de la Hacienda Real. Este cofrecito se mete dentro de otro que contiene las tres llaves del primero y donde se ponen los tres sellos de las personas mencionadas. El virrey no tiene el derecho de registrar lo que encierra. Solamente consigna el todo a una tercera caja fuerte que envía a Lisboa, luego de haber asentado su sello sobre la cerradura. Se abre en presencia del rey, que elige los diamantes que desea y paga su precio a los empresarios según una tarifa reglada por su convenio».

De esa intensa actividad, que sólo en un año, 1762, había incluido el transporte, fiscalización, acuñación y despacho de 119 arrobas de oro —es decir, más de una tonelada y media—, sólo quedan, a lo largo de esa costa devuelta al Edén, algunas fachadas majestuosas y solitarias al fondo de sus islas, murallas construidas por las olas, al pie de las cuales atracaban los galeones. Esas selvas grandiosas, esos ancones vírgenes, esas rocas escarpadas..., uno quisiera creer que solamente indígenas descalzos se deslizaron hasta ellas desde lo alto de las mesetas, y no que dieron sitio a talleres donde hace doscientos años aún se forjaba el destino del mundo moderno.

Después de haberse saciado de oro, el mundo tuvo hambre de azúcar, pero también el azúcar consumía esclavos. El agotamiento de las minas, precedido, además, por la devastación de las selvas que proporcionaban combustible a los crisoles, la abolición de la esclavitud y, finalmente, una demanda mundial cada vez mayor, orientan a Sao Paulo y su puerto, Santos, a la producción de café. Primero amarillo, después blanco, se vuelve por último negro. Pero, a pesar de las transformaciones, que han hecho de Santos uno de los centros del comercio internacional, el paraje posee aún una arcana belleza; mientras el barco penetra lentamente entre las islas, siento aquí el primer encuentro con los trópicos. Un canal verdegueante nos encierra. Extendiendo la mano, casi podrían asirse esas plantas que Rio de Janeiro retenía aún a distancia en sus invernáculos colgados de lo alto. En un escenario más recatado se establece contacto con el paisaje.

La región, a la altura de Santos —llanura inundada, acribillada de lagunas y pantanos, surcada de ríos, de estrechos y de canales cuyos contornos sombrea perennemente un vapor nacarado—, semeja la tierra misma en el momento de emerger al comienzo de la creación. Los platanares que la cubren son del verde más joven y más tierno que se pueda concebir, más agudo que el oro verde de los campos de yute en el delta del Brahmaputra, con los que me complazco uniéndolos en el recuerdo. Pero esa misma finura del matiz, su gracilidad inquieta comparada con la apacible suntuosidad de la otra, contribuyen a crear un ambiente extraordinario. Durante una media hora circulamos entre bananeros, que más que árboles enanos son plantas mastodontes, troncos jugosos que terminan en un penacho de hojas elásticas, por encima de una mano de cien dedos que sale de un enorme loto castaño y rosado. Después, el camino se eleva a 800 metros de altura hasta la cima de la sierra. Como en toda esta costa, las pendientes abruptas han protegido de los ataques del hombre a una selva tan rica que, para encontrarle igual, habría que dirigirse a varios millares de kilómetros hacia el norte, cerca de la cuenca amazónica. Mientras el auto gime en virajes que forman espirales hasta tal punto que ni siquiera se pueden calificar de «horquillas»,1 a través de una bruma que nos hace pensar en las altas montañas de otras latitudes, tengo tiempo de inspeccionar los árboles y las plantas expuestas ante mí como especímenes de museo.

Este bosque difiere del nuestro por el contraste entre el follaje y los troncos. El follaje es más sombrío; sus matices de verde evocan el reino mineral antes que el vegetal, y de aquél, el jade y la esmeralda y el peridoto. Por el contrario, los troncos, blancos o grisáceos, se dibujan como osamentas sobre el fondo oscuro del follaje. Como me hallaba demasiado próximo al muro para considerar el conjunto, examinaba principalmente los detalles. Plantas más abundantes que las europeas elevan sus tallos y sus hojas, que parecen recortadas en metal; tan seguro es su porte, tan a cubierto de las pruebas del tiempo su forma plena de sentido. Esta naturaleza, vista desde fuera, pertenece a un orden distinto de la nuestra; manifiesta un grado superior de presencia y de permanencia. Como en los paisajes exóticos de Henri Rousseau, sus seres alcanzan la dignidad de objetos.

Ya una vez sentí una impresión análoga. Fue en mis primeras vacaciones en Provenza, luego de dedicarme durante años a Normandía y a Bretaña. Una vegetación para mí confusa y sin interés era seguida por otra donde cada especie me ofrecía una significación particular. Era un poco como si me hubieran transportado de una aldea cualquiera a un paraje arqueológico donde las piedras ya no fueran tan sólo elementos de una casa, sino testigos. Exaltado, recorría la rocalla repitiéndome que aquí cada ramita se llamaba tomillo, orégano, romero, albahaca, laurel, alhucema, madroño, alcaparra, lentisca, que poseía sus títulos de nobleza y que había recibido su carga privilegiada. Y la pesada fragancia resinosa era para mí prueba y a la vez razón de un universo vegetal más valedero. Lo que la flora provenzal me ofrecía entonces con su aroma, la del trópico me lo sugería ahora con su forma. No ya un mundo de olores y de prácticas, herbario de recetas y de supersticiones, sino una troupe vegetal, como un cuerpo de grandes bailarinas que parecerían haber detenido su gesto en la posición más sensible, como si pretendiesen manifestar una finalidad tanto más aparente cuanto menos temieran la vida; ballet inmóvil, sólo turbado por la agitación mineral de las fuentes.

Cuando se alcanza la cima, una vez más todo cambia. Han terminado el húmedo calor de los trópicos y las heroicas trabazones de lianas y de rocas. En lugar del inmenso panorama reverberante que se domina por última vez hasta el mar, desde el mirador de la sierra se ve, en dirección opuesta, una meseta desigual y desnuda que deja al descubierto crestas y torrentes bajo un cielo caprichoso. Cae allí una llovizna bretona; estamos a casi 1000 metros de altura, aunque el mar se halle próximo todavía. En la cima de esta pared comienzan las tierras altas —sucesión de gradas cuyo escalón primero y más duro está formado por la cadena costera—. Estas tierras se vuelven imperceptiblemente más bajas hacia el norte. Hasta la cuenca del Amazonas, donde se desploman en grandes fisuras a 3000 kilómetros de aquí, su descenso será interrumpido sólo dos veces por líneas de acantilados: la sierra de Botucatú, aproximadamente a 500 kilómetros de la costa, y la planicie de Mato Grosso, a 1500 kilómetros. Tendré que franquear las dos antes de volver a encontrar, alrededor de los grandes ríos amazónicos, una selva semejante a la que se adhiere a la muralla costera. La mayor parte del Brasil, circunscripta entre el Atlántico, el Amazonas y el Paraguay, se asemeja a una mesa en pendiente que se endereza hacia el lado del mar: un trampolín encrespado de matorral, rodeado por un húmedo anillo de jungla y de pantanos.

En mi derredor, la erosión ha devastado las tierras de relieve incompleto, pero el hombre es el primer responsable del aspecto caótico del paisaje; se desmontó para cultivar, pero al cabo de algunos años se sustrajo a los cafetos el suelo agotado y lavado por las lluvias, y las plantaciones se trasladaron más lejos, donde la tierra era aún virgen y fértil. Entre el hombre y el suelo jamás se instauró esa atenta reciprocidad que en el Viejo Mundo funda la intimidad milenaria en el curso de la cual ambos se dieron mutuamente forma. Aquí, el suelo ha sido violado y destruido. Una agricultura de rapiña se apoderó de una riqueza yacente y luego se fue a otra parte, después de haber arrancado algunas ganancias. Con todo acierto se describe el área de actividad de los pioneros como una franja, pues como devastan el suelo casi tan rápidamente como lo desmontan, parecen condenados a no ocupar más que una banda en movimiento que de un lado muerde el suelo virgen y del otro abandona barbechos extenuados. Como un incendio de matorral corriendo delante de la extenuación de su propia sustancia, la tea agrícola atravesó en cien años el Estado de Sao Paulo. Encendida a mediados del siglo xix por los mineiros que abandonaban sus filones exhaustos, se desplazó de este a oeste y yo pronto la recuperaría al otro lado del río Paraná, abriéndose paso a través de una multitud confusa de troncos caídos y familias desarraigadas.

El territorio atravesado por la ruta que va de Santos a Sao Paulo es uno de los que primeramente se empezaron a explotar en el país; parece un paraje arqueológico dedicado a una agricultura difunta. Cuchillas, taludes antiguamente cubiertos de bosques, dejan entrever su osamenta bajo un delgado manto de hierba. De vez en cuando se adivina el trazo de los mogotes que marcaban el asiento de los cafetos; sobresalen bajo los flancos herbosos como tetas atrofiadas. En los valles la vegetación ha reconquistado el suelo; pero ya no es la noble arquitectura de la selva primitiva; la capoeira, es decir, la selva secundaria, renace como una espesura continua de árboles enjutos. De vez en cuando se advierte la cabana de algún inmigrante japonés que se empeña, con métodos arcaicos, en regenerar un rincón de suelo para cultivar legumbres.

El viajero europeo se desconcierta frente a ese paisaje que no entra en ninguna de sus categorías tradicionales. Ignoramos la naturaleza virgen; nuestro paisaje se halla visiblemente esclavizado al hombre; a veces nos parece salvaje no porque lo sea realmente, sino porque los intercambios se han producido con un ritmo más lento, como el de la selva, o tal vez, como ocurre en los terrenos montañosos, porque los problemas planteados eran tan complejos que el hombre, en lugar de darles una respuesta sistemática, reaccionó en el curso de los siglos con una multitud de pequeños pasos; las soluciones de conjunto que sintetizan éstos, y que jamás son claramente destacados o pensados como tales, se le aparecen desde afuera con un carácter primitivo. Se las toma por un salvajismo auténtico del paisaje, en tanto que resultan de un encadenamiento de iniciativas y de decisiones inconscientes.

Pero aun los más salvajes paisajes de Europa presentan un orden, del que Poussin ha sido un intérprete incomparable. Id a la montaña; notad el contraste entre las pendientes áridas y las selvas, la superposición de éstas por encima de las praderas, la diversidad de los matices, que se deben a la preponderancia de una u otra especie vegetal según la vertiente. Es preciso haber viajado a América para saber que esa armonía sublime, lejos de ser una expresión espontánea de la naturaleza, proviene de acuerdos largamente buscados en el transcurso de una colaboración entre el paraje y el hombre. Este admira ingenuamente las huellas de sus empresas pasadas.

En la América habitada, tanto en la del Norte como en la del Sur (excepto las mesetas andinas, México y América Central, donde una ocupación más densa y persistente las aproxima a la situación europea), sólo podemos elegir entre una naturaleza tan despiadadamente sojuzgada que, más que campiña, ha llegado a ser fábrica al aire libre (pienso en los campos de caña de las Antillas y en los de maíz en el corn-belt) y otra —la que considero en este momento— que ha sido lo suficientemente ocupada por el hombre para que éste tuviera tiempo de saquearla, aunque no tanto como para que una lenta e incesante cohabitación la haya elevado a la categoría de paisaje. En los alrededores de Sao Paulo y más tarde en el Estado de Nueva York, en Connecticut y aun en las Montañas Rocosas, aprendí a familiarizarme con una naturaleza más bravia que la nuestra —por ser menos poblada y cultivada— y, sin embargo, privada de verdadera frescura, no salvaje, sino desubicada.

Terrenos baldíos, grandes como provincias, que el hombre poseyó antaño, pero por poco tiempo para abandonarlos luego. Tras él dejó un relieve magullado, de inextricables vestigios. Y en esos campos de batalla donde durante algunas décadas lidió con una tierra ignorada, renace lentamente una vegetación monótona con un desorden tanto más engañoso cuanto que, bajo el rostro de una falsa inocencia, preserva la memoria y la formación de los combates.

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Notas:

1. Nombre que se da en Francia a las curvas de montaña muy cerradas. (N. de la T.)