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Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss
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Novena Parte. El regreso.
40. Visita al kyong
Conozco demasiado bien las razones de ese malestar que sentí frente al Islam: en él vuelvo a encontrar el universo del que vengo; el Islam es el Occidente de Oriente. Más precisamente aún, tuve que encontrar al Islam para medir el peligro que amenaza hoy al pensamiento francés. No perdono a aquél el hecho de presentarme nuestra imagen, de obligarme a comprobar hasta qué punto Francia se está convirtiendo en musulmana. Tanto entre los musulmanes como entre nosotros observo la misma actitud libresca, el mismo espíritu utópico y esa convicción obstinada de que basta con zanjar los problemas en el papel para desembarazarse inmediatamente de ellos. Al abrigo de un racionalismo jurídico y formalista, nos construimos igualmente una imagen del mundo y de la sociedad donde todas las dificultades se justifican con una lógica artificiosa, y no nos damos cuenta de que el universo ya no se compone de los objetos de que hablamos. Como el Islam, que se ha congelado en su contemplación de una sociedad que fue real hace siete siglos y para cuyos problemas concibió entonces soluciones eficaces, nosotros ya no llegamos a pensar fuera de los marcos de una época, acabada desde hace un siglo y medio, que fue aquella en la que supimos estar de acuerdo con la historia, aunque demasiado brevemente, pues Napoleón, ese Mahoma de Occidente, fracasó allí donde el otro triunfó. Paralelamente al mundo islámico, la Francia de la Revolución sufre el destino de los revolucionarios arrepentidos, que es el de transformarse en los conservadores nostálgicos del estado de cosas en relación con el cual se situaron una vez en el sentido del movimiento.
Frente a pueblos y culturas que aún dependen de nosotros, somos prisioneros de la misma contradicción que sufre el Islam en presencia de sus protegidos y del resto del mundo. No concebimos que principios que fueron fecundos para asegurar nuestro propio florecimiento no sean venerados por los otros hasta el punto de incitarlos a renunciar a ellos para su uso propio: tan grande nos parece que debiera ser su reconocimiento hacia nosotros por haberlos concebido primero. Así, el Islam, que en el Cercano Oriente fue el inventor de la tolerancia, no perdona a los no musulmanes el que no abjuren su fe por la de ellos, porque ella tiene sobre todas las otras la superioridad aplastante de respetarlas. La paradoja es, en nuestro caso, que la mayoría de nuestros interlocutores son musulmanes y que el espíritu molar que nos anima a unos y a otros presenta demasiados rasgos comunes para no oponernos. En el plano internacional, se entiende; pues esos desacuerdos son lo propio de dos burguesías que se enfrentan. La opresión política y la explotación económica no tienen derecho de ir a buscar excusas entre sus víctimas. Si, empero, una Francia de 45 millones de habitantes se abriera ampliamente sobre la base de la igualdad de derechos para admitir a 25 millones de ciudadanos musulmanes, en gran proporción analfabetos, no daría un paso más audaz que aquel al que América debe el hecho de no ser una pequeña provincia del mundo anglosajón. Cuando los ciudadanos de Nueva Inglaterra decidieron, hace un siglo, autorizar la inmigración proveniente de las regiones más atrasadas de Europa y de las capas sociales más desheredadas y dejarse cubrir por esa ola, hicieron y ganaron una apuesta, cuya postura era tan grave como la que nosotros nos rehusamos a arriesgar.
¿Lo podremos alguna vez? Dos fuerzas regresivas que se agregan, ¿ven invertirse su dirección? ¿Nos salvaremos a nosotros mismos o más bien no consagraremos nuestra perdición si, reforzando nuestro error con su simétrico, nos resignamos a estrechar el patrimonio del Viejo Mundo a esos diez o quince siglos de empobrecimiento espiritual cuyo teatro y agente ha sido su mitad occidental? Aquí, en Táxila, en esos monasterios budistas en los que la influencia griega ha hecho brotar estatuas, me enfrento a esa oportunidad fugitiva que tuvo nuestro Viejo Mundo, de seguir siendo uno; la escisión no se ha cumplido aún. Otro destino es posible, precisamente el que el Islam impide levantando su barrera entre un Occidente y un Oriente que, sin él, quizá no hubieran perdido su arraigo al suelo común donde se hunden sus raíces.
Sin duda, en ese fondo oriental, el Islam y el budismo se han opuesto cada uno a su manera, oponiéndose uno al otro. Pero para comprender su relación no hay que comparar al Islam y al budismo encarándolos según la forma histórica que asumían cuando entraron en contacto; pues uno tenía entonces cinco siglos de existencia y el otro cerca de veinte. A pesar de esta distancia, ambos deben ser restituidos a su floración que, para el budismo, se respira tan fresca delante de sus primeros monumentos como cerca de sus más humildes manifestaciones de hoy.
Mi recuerdo se resiste a disociar los templos campesinos de la frontera birmana y las estelas de Bhárhut, que datan del siglo II antes de nuestra era, cuyos fragmentos dispersos se encuentran en Calcuta y Delhi. Las estelas ejecutadas en una época y en una región donde la influencia griega no se había ejercido aún me trajeron un primer motivo de sobrecogimiento; al observador europeo se le aparecen como fuera de los lugares y las edades, como si sus escultores, poseedores de una máquina para suprimir el tiempo, hubieran concentrado en su obra 3 000 años de historia del arte y, ubicados a igual distancia entre Egipto y el Renacimiento, hubieran llegado a captar en el momento una evolución que comienza en una época que ellas no pudieron conocer y concluye al término de otra no comenzada aún. Si existe un arte eterno, es éste. ¿Se remonta a cinco milenios? ¿es de ayer? No lo sabemos. Pertenece a las pirámides y a nuestras casas: los formas humanas esculpidas en esa piedra rosada de grano apretado podrían desprenderse y mezclarse con nuestra sociedad. Ninguna estatuaria procura un sentimiento más profundo de paz y familiaridad que ésta, con sus mujeres castamente impúdicas y su sensualidad maternal que se complace en la oposición de las madres-amantes y de las muchachas enclaustradas, que se oponen ambas a las amantes enclaustradas de la India no búdica: femineidad plácida y como liberada del conflicto de los sexos, que es evocado también, por otra parte, por los bonzos de los templos, quienes con su cabeza rapada se confunden con las monjas en una especie de tercer sexo, medio parásito, medio prisionero.
Si el budismo intenta, como el Islam, dominar la falta de mesura de los cultos primitivos, es gracias al apaciguamiento unificante que lleva en sí la promesa de retorno al seno materno; por ese sesgo, reintegra el erotismo después de haberlo liberado del frenesí y de la angustia. Por el contrario, el Islam se desarrolla según una orientación masculina. Enclaustrando a las mujeres, echa el cerrojo al seno materno: del mundo de las mujeres, el hombre ha hecho un mundo cerrado. Por ese medio, sin duda, espera también ganar el sosiego; pero pagando la prenda de exclusiones: la de las mujeres, fuera de la vida social, y la de los infieles, fuera de la comunidad espiritual. El budismo concibe más bien ese sosiego como una fusión: con la mujer, con la humanidad, y como una representación asexuada de la divinidad.
No se podría imaginar un contraste más acentuado que el del Sabio y el Profeta. Ni uno ni otro son dioses: ése es su único punto común. En todos los demás aspectos se oponen: uno casto, el otro potente, con sus cuatro esposas; uno andrógino, el otro barbudo; uno pacífico, el otro belicoso; el uno ejemplar, el otro mesiánico. Pero, además, los separan 1.200 años; y la desgracia del pensamiento occidental es que el cristianismo, que nacido más tarde hubiera podido operar su síntesis, haya aparecido «antes de tiempo», no como una conciliación a posteriori de dos extremos, sino como paso de uno al otro: término medio de una serie destinada por su lógica interna, por la geografía y por la historia, a desarrollarse desde entonces en el sentido del Islam; ya que este último —los musulmanes triunfan en este aspecto— representa la forma más evolucionada del pensamiento religioso, aunque sin ser la mejor; hasta diría que por esta razón es la más inquietante de las tres.
Los hombres han hecho tres grandes tentativas religiosas para liberarse de la persecución de los muertos, de la malevolencia del más allá y de las angustias de la magia. Separados por el intervalo aproximado de medio milenio, han concebido sucesivamente el budismo, el cristianismo y el Islam; y asombra que cada etapa, lejos de marcar un progreso sobre la precedente, muestre más bien un retroceso. No hay más allá para el budismo; allí todo se reduce a una crítica radical, como nunca más la humanidad será capaz de hacerla, al término de la cual el sabio desemboca en un rechazo del sentido de las cosas y de los seres: disciplina que anula el universo y que se anula a sí misma como religión. Cediendo nuevamente al miedo, el cristianismo restablece el otro mundo, sus esperanzas, sus amenazas y su juicio final. Al Islam no le queda más remedio que encadenar éste a aquél: el mundo temporal y el mundo espiritual se encuentran reunidos. El orden social se adorna con los prestigios del orden sobrenatural, la política se vuelve teología. Al fin de cuentas, se han reemplazado espíritus y fantasmas, a quienes la superstición no llegaba a dar vida, por maestros demasiado reales, a los cuales se les permite, además, monopolizar un más allá que agrega su peso al peso ya aplastante del aquí.
Este ejemplo justifica la ambición del etnógrafo: remontarse siempre a las fuentes. El hombre sólo crea verdaderamente al comienzo; en cualquier campo de que se trate, sólo el primer paso es íntegramente válido. Los que siguen titubean y se arrepienten, se esmeran en recuperar palmo a palmo el territorio superado. Florencia —que visité antes que Nueva York— no me sorprendió al principio: en su arquitectura y en sus artes plásticas me parecía Wall Street en el siglo xv. Comparando los primitivos con los maestros del Renacimiento, y los pintores de Siena con los de Florencia, tenía el sentimiento de una decadencia: ¿qué han hecho, pues, los últimos sino exactamente todo lo que no habría que haber hecho? Y, sin embargo, siguen siendo admirables. La grandeza que se encuentra en sus comienzos es tan cierta que hasta los errores, a condición de ser nuevos, nos abruman también con su belleza.
Hoy contemplo a la India por encima del Islam; pero la India del Budha, antes de Mahoma, quien, para mí, europeo, y porque soy europeo, se eleva entre nuestra reflexión y las doctrinas más próximas a ella, como el burdo aguafiestas que separa las manos de Oriente y Occidente interrumpiendo una ronda que las destinaba a unirse. ¡Qué error iba yo a cometer siguiendo a esos musulmanes que se proclaman cristianos y occidentales y ubican en su Oriente la frontera entre los dos mundos! Ambos mundos están más próximos de lo que ninguno de los dos lo está de su anacronismo. La evolución racional es inversa a la de la historia: el Islam ha cortado en dos un mundo más civilizado. Lo que le parece actual pertenece a una época ya pretérita, vive en un desplazamiento milenario. Ha sabido cumplir una obra revolucionaria; pero, como ésta se aplicaba a una fracción retrasada de la humanidad, inseminando lo real esterilizó lo virtual: ha determinado un progreso que es el reverso de un proyecto.
Que Occidente se remonte a las fuentes de su desgarramiento: interponiéndose entre el budismo y el cristianismo, el Islam nos islamizó cuando Occidente se dejó llevar por las Cruzadas, oponiéndose a él y entonces imitándolo en vez de entregarse —si el Islam no hubiese existido— a una lenta osmosis con el budismo, que nos hubiera cristianizado más y en un sentido tanto más cristiano cuanto que nos habríamos remontado más allá del mismo cristianismo. Entonces fue cuando el Occidente perdió su oportunidad de seguir siendo fecundo.
A la luz de todo esto, comprendo mejor el equívoco del arte mongol. La emoción que inspira nada tiene de arquitectónico: viene de la poesía y de la música. Pero, ¿no es por las razones que acabamos de ver que el arte musulmán debía continuar fantasmagórico? «Un sueño de mármol», se dice del Taj Mahal; esta fórmula de Baedeker encubre una verdad muy profunda. Los mongoles han soñado su arte, han creado literalmente palacios de sueños; no han construido, sino transcrito. Así, esos monumentos pueden turbar simultáneamente por su lirismo y por su aspecto hueco que es el de los castillos de naipes o de conchas. Más que palacios sólidamente fijados a la tierra, son maquetas que vanamente tratan de alcanzar la existencia por la rareza y la dureza de sus materiales.
En los templos de la India, el ídolo es la divinidad; allí donde ella reside, su presencia real hace del templo algo precioso y temible, y justifica las precauciones devotas: las llaves en las puertas, salvo en los días de recepción del dios.
Ante esta concepción, el Islam y el budismo reaccionan de distinta manera. El primero excluye los ídolos y los destruye, sus mezquitas están vacías, sólo las anima la congregación de los creyentes. El segundo sustituye los ídolos por las imágenes y no tiene empacho en multiplicar las segundas, pues ninguna es efectivamente el dios sino su evocación, y el número mismo favorece la obra de la imaginación. Al lado del santuario hindú que aloja un ídolo, la mezquita está desierta —sólo hay hombres— y el templo budista abriga multitud de efigies. Los centros grecobúdicos, por donde se camina a duras penas en medio de un criadero de estatuas, de capillas y de pagodas, anuncian al humilde kyong de la frontera birmana, donde están alineadas figurillas todas semejantes y fabricadas en serie.
Me encontraba en una aldea mogh del territorio Chittagong, en el mes de setiembre de 1950; desde hacía varios días miraba a las mujeres, cada mañana llevando al templo la comida de los bonzos: durante la siesta oía los golpes de gong que escandían las plegarias y las voces infantiles que canturreaban el alfabeto birmano. El kyong estaba situado en el límite de la aldea, en la cima de una colinita arbolada como las que los pintores tibetanos gustan representar en los paisajes de lejanías. A su pie se encontraba el jedi, es decir, la pagoda, reducida en esa pobre aldea a una construcción circular de tierra que se elevaba en siete plataformas concéntricas ubicadas en gradas, en un cercado cuadrado, hecho con un enrejado de bambú. Nos descalzamos para subir la pendiente, cuya fina arcilla empapada resultaba suave para nuestros pies desnudos. A ambos lados de la cuesta se veían las plantas de ananás arrancadas la víspera por los lugareños, ofendidos de que sus sacerdotes se permitieran cultivar frutos, pues la población laica subvenía a sus necesidades. La cima presentaba el aspecto de una placita rodeada, por tres lados, de galpones de paja que guardaban grandes objetos de bambú con tensos papeles multicolores —como barriletes— destinados a adornar las procesiones. En el último costado se eleva el templo, sobre pilotes, como las chozas de la aldea; se diferenciaba de éstas por sus mayores dimensiones y por su cuerpo cuadrado, con un techo de paja, que dominaban la construcción principal. Después de nuestro ascenso por el barro, las abluciones prescritas parecían completamente naturales y desprovistas de significación religiosa. Entramos. La única luz venía desde lo alto (del farol formado por el casco central, exactamente encima del altar, de donde pendían estandartes, paños o esteras), y se filtraba a través de la paja de las paredes. Unas cincuenta estatuillas de latón fundido estaban sobre el altar, a cuyo lado pendía un gong; en los muros se veían algunas cromolitografías piadosas y una cabeza de ciervo. El piso de gruesos bambúes hendidos y trenzados, brillante por el frotamiento de los pies desnudos, era, bajo nuestros pasos, más suave que una alfombra. Reinaba una apacible atmósfera de granja y el aire tenía olor a heno. Esta sala simple y espaciosa que parecía una molienda vacía, la cortesía de dos bonzos de pie junto a sus jergones, que descansaban sobre una armazón, la conmovedora dedicación con que habían sido reunidos o confeccionados los accesorios del culto, todo contribuía a aproximarse más que nunca a la idea que podía hacerme de un santuario. «Usted no tiene por qué hacer como yo», me dice mi compañero mientras se arrodilla cuatro veces delante del altar; y yo respeté esa opinión. Pero era menos por amor propio que por discreción: él sabía que yo no pertenecía a su confesión y yo tendría miedo de abusar de los gestos rituales haciéndole creer que los consideraba como convenciones: por una vez no me hubiera sentido molesto cumpliéndolas. Entre ese culto y yo no se introducía ninguna desinteligencia. Aquí no se trataba de inclinarme ante ídolos o de adorar un pretendido orden sobrenatural, sino sólo de rendir homenaje a la reflexión decisiva que un pensador, o la sociedad que creó su leyenda, siguió hace 25 siglos, y a la cual mi civilización no podía contribuir más que confirmándola.
En efecto, ¿qué otra cosa he aprendido de los maestros que he escuchado, de los filósofos que he leído, de las sociedades que he visitado y de esa ciencia misma de la que Occidente se enorgullece, sino mendrugos de lecciones que, unas junto a otras, reconstituyen la meditación del Sabio al pie del árbol? Todo esfuerzo por comprender destruye el objeto al cual nos hemos aferrado, en provecho de un objeto de otra naturaleza; reclama de nuestra parte un nuevo esfuerzo, que anula en provecho de un tercero, y así sucesivamente hasta que alcanzamos la única presencia duradera, que es aquella donde se desvanece la distinción entre el sentido y la ausencia de sentido: la misma de la cual partimos. He aquí que hace 2.500 años los hombres han descubierto y formulado esas verdades. Desde entonces no hemos encontrado nada sino —tanteando una después de otra todas las salidas— otras tantas demostraciones suplementarias de la conclusión a la cual hubiéramos querido escapar.
Sin duda, también me doy cuenta de los peligros de una resignación demasiado temprana. Esta gran religión del no-saber no se funda sobre nuestra incapacidad de comprender. Atestigua nuestra aptitud, nos educa hasta el punto en que descubrimos la verdad bajo la forma de una exclusión mutua del ser y del conocer. Por una audacia suplementaria, ha reducido —sólo ella y el marxismo— el problema metafísico al de la conducta humana. Su cisma se declaró en el plano sociológico: la diferencia fundamental entre el Grande y el Pequeño Vehículo es la de saber si la salvación de uno sólo depende o no de la salvación de toda la humanidad.
Sin embargo, las soluciones históricas de la moral budista nos enfrentan a una fría alternativa: quien ha respondido por la afirmativa a la pregunta precedente se encierra en un monasterio, el otro se satisface a poca costa por la práctica de una egoísta virtud.
Pero la injusticia, la miseria y el sufrimiento existen; proporcionan un término mediador a esa elección. No estamos solos y no depende de nosotros permanecer ciegos y sordos a los hombres o confesar la humanidad exclusivamente en nosotros mismos. El budismo puede mantener su coherencia aceptando responder a los llamados de afuera. Quizá también, en una vasta región del mundo, haya encontrado el eslabón de la cadena que faltaba. Pues, si el último momento de la dialéctica que lleva a la iluminación es válido, entonces todos los otros que le preceden y se le asemejan también lo son. El rechazo total del sentido es el término de una serie de etapas de las cuales cada una conduce de un menor sentido a uno mayor. El último paso, que necesita de los otros para cumplirse, los convalida a todos. A su modo, y en su plano, cada uno corresponde a una verdad. Entre la crítica marxista que libera al hombre de sus primeras cadenas —enseñándole que el sentido aparente de su condición se desvanece desde que acepta ampliar el objeto que considera— y la crítica budista que es coronada por la Liberación, no hay oposición ni contradicción. Ambas hacen la misma cosa a niveles diferentes. El paso entre los dos extremos está garantizado por todos los procesos del conocimiento que la humanidad ha podido cumplir en el espacio de dos milenios gracias a un movimiento de pensamiento indisoluble que va de Oriente a Occidente y se desplazó del uno hacia el otro (quizá tan sólo para confirmar su origen). Como las creencias y las supersticiones se disuelven cuando se encaran las relaciones reales entre los hombres, la moral cede a la historia, las formas fluidas dan lugar a las estructuras, y la creación a la nada. Basta con replegar el decurso inicial sobre sí mismo para descubrir su simetría; sus partes pueden superponerse: las etapas franqueadas no destruyen el valor de las que las preparan, sino que, por el contrario, lo comprueban.
Desplazándose en su marco, el hombre transporta consigo todas las posiciones que ya ha ocupado, todas las que ocupará. Está simultáneamente en todas partes, es una muchedumbre que avanza de frente, recapitulando a cada instante una totalidad de etapas. Pues vivimos en varios mundos, cada uno más verdadero que el que al contiene, y él mismo falso en relación al que lo engloba. Los unos se conocen por la acción, los otros se viven pensándolos, pero la contradicción aparente que concierne a su coexistencia se resuelve en la coacción, que sufrimos, de otorgar un sentido a los más próximos y rehusárselo a los más lejanos; mientras que la verdad está en una dilatación progresiva del sentido, pero en orden inverso y llevada hasta la explosión.
Como etnógrafo, dejo entonces de ser el único que sufre una contradicción que es la de la humanidad entera y que lleva su razón en sí. La contradicción permanece solamente cuando aislo los extremos: ¿para qué sirve actuar, si el pensamiento que guía la acción conduce al descubrimiento de la ausencia de sentido? Pero este descubrimiento no es inmediatamente accesible: tengo que pensarlo y no puedo pensarlo de golpe. Ya sean doce las etapas, como en la Boddhi, ya sean más o sean menos, existen todas juntas, y para llegar hasta el fin estoy perpetuamente llamado a vivir situaciones que exigen todas algo de mí: me debo a los hombres como me debo al conocimiento. La historia, la política, el universo económico y social, el mundo físico y el cielo mismo, me rodean de círculos concéntricos de los cuales no puedo evadirme por el pensamiento sin conceder a cada uno de ellos una parte de mi persona. Así como el guijarro, que golpea una onda y llena su superficie de círculos al atravesarla para alcanzar el fondo debo antes lanzarme al agua.
El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él. Las instituciones, las costumbres y los usos, que yo habré inventariado en el transcurso de mi vida, son la eflorescencia pasajera de una creación en relación con la cual quizá no posean otro sentido que el de permitir a la humanidad cumplir allí su papel. Lejos de que ese papel le marque un lugar independiente, y de que el esfuerzo del hombre —aun condenado— consista en oponerse vanamente a una decadencia universal, aparece él mismo como una máquina, quizá más perfeccionada que las otras, que trabaja por la disgregación de un orden original y precipita una materia poderosamente organizada hacia una inercia siempre mayor, que un día será definitiva. Desde que comenzó a respirar y a alimentarse hasta la invención de los instrumentos termonucleares y atómicos, pasando por el descubrimiento del fuego —y salvo cuando se reproduce a sí mismo— el hombre no ha hecho nada más que disociar alegremente millares de estructuras para reducirlas a un estado donde ya no son susceptibles de integración. Sin duda, ha construido ciudades y ha cultivado campos; pero, cuando se piensa en ello, esas realizaciones son máquinas destinadas a producir inercia a un ritmo y en una proporción infinitamente más elevados que la cantidad de organización que implican. En cuanto a las creaciones del espíritu humano, su sentido sólo existe en relación con éste y se confundirán en el desorden cuando haya desaparecido. Así, la civilización, tomada en su conjunto, puede ser descrita como un mecanismo prodigiosamente complejo donde nos gustaría ver la oportunidad que nuestro universo tendría de sobrevivir si su función no fuera la de fabricar lo que los físicos llaman entropía, es decir, inercia. Cada palabra intercambiada, cada línea impresa, establece una comunicación entre dos interlocutores equilibrando un nivel que se caracterizaba antes por una diferencia en la información, y por lo tanto una organización mayor. Antes que «antropología» habría que escribir «entropología» como nombre de una disciplina dedicada a estudiar ese proceso de desintegración en sus manifestaciones más elevadas.
Sin embargo, existo. No ciertamente como individuo; pues ¿qué soy desde ese punto de vista, sino la postura, a cada instante cuestionada, de la lucha entre otra sociedad, formada por algunos millares de células nerviosas que se cobijan bajo el hormiguero del cráneo, y mi cuerpo, que les sirve de robot? Ni la psicología, ni la metafísica, ni el arte, pueden servirme de refugio, mitos pasibles ahora también en su interior de un nuevo tipo de sociología que nacerá algún día y que no será con ellos más benevolente que la otra. El yo no es digno sólo de odio: no hay distancia entre un nosotros y un nada. Y si opto finalmente por ese nosotros, aunque se reduzca a una apariencia, es que, a menos que me destruya —acto que suprimiría las condiciones de la opción—, no tenga más que una elección posible entre esa apariencia y nada. Ahora bien, basta con que elija para que, por esta misma elección, yo asuma sin reservas mi condición de hombre: liberándome por ello de un orgullo intelectual cuya vanidad mido por la de su objeto, acepto también subordinar sus pre-tensiones a las exigencias objetivas de la liberación de una multitud a quien se niegan siempre los medios para tal opción.
Si el individuo ya no está solo en el grupo y cada sociedad ya no está sola entre las cosas, el hombre no está solo en el universo. Cuando el arco iris de las culturas humanas termine de abismarse en el vacío perforado por nuestro furor, en tanto que estemos allí y que exista un mundo, ese arco tenue que nos une a lo inaccesible permanecerá, mostrando el camino inverso al de nuestra esclavitud, cuya contemplación —a falta de recorrerlo— procura al hombre el único favor que sabe merecer: suspender la marcha, retener el impulso que lo constriñe a obturar una tras otra las fisuras abiertas en el muro de la necesidad y acabar su obra al mismo tiempo que cierra su prisión; ese favor que toda sociedad codicia cualesquiera sean sus creencias, su régimen político y su nivel de civilización, donde ella ubica su descanso, su placer, su reposo y su libertad, oportunidad esencial para la vida, de desprenderse y que consiste —¡adiós salvajes! ¡adiós viajes!— durante los breves intervalos en que nuestra especie soporta suspender su trabajo de colmena, en aprehender la esencia de lo que fue y continúa siendo más acá del pensamiento y más allá de la sociedad: en la contemplación de un mineral más bello que todas nuestras obras, en el perfume, más sabio que nuestros libros, respirado en el hueco de un lirio, o en el guiño cargado de paciencia, de serenidad y de perdón recíproco que un acuerdo involuntario permite a veces intercambiar con un gato.
12 de octubre de 1954 - 5 de marzo de 1955.
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