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Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss
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Séptima Parte. Nambiquara
26. Sobre la línea
Quien vive sobre la línea de Rondón cree vivir en la Luna. Imaginad un territorio grande como Francia e inexplorado en sus tres cuartas partes; recorrido tan sólo por pequeñas bandas de indígenas nómadas que se cuentan entre los más primitivos del mundo, y atravesado de lado a lado por una línea telegráfica. El camino sumariamente desmontado que la acompaña —la picada— proporciona el único punto de referencia durante 700 kilómetros, pues, si se exceptúan algunos reconocimientos efectuados por la Comisión Rondón en el norte o en el sur, lo desconocido comienza a ambos bordes de la picada, en el caso de que su trazado mismo no sea indiscernible del matorral. Es cierto que existe el hilo; pero éste se volvió inútil inmediatamente después de instalado y se halla tendido entre postes que ni siquiera se reemplazan cuando se pudren, víctimas de las termitas o de los indios —que toman la vibración característica de una línea telegráfica por el de un panal de abejas salvajes en actividad—. En algunos lugares la línea se arrastra por tierra; en otros fue negligentemente colgada de los arbustos vecinos. Por sorprendente que pueda parecer, ella contribuye a la desolación del ambiente en lugar de atenuarla.
Los paisajes completamente vírgenes presentan una monotonía que priva a su salvajismo de carácter significativo. Se sustraen al hombre, se diluyen bajo una mirada en vez de lanzarle un desafío. Pero en este matorral indefinidamente recomenzado las zanjas de la picada, las siluetas contorsionadas de los postes, los arcos invertidos del hilo que los une, parecen otros tantos objetos incongruentes flotando en la soledad, como se ven en los cuadros de Yves Tanguy. Atestiguando el paso del hombre y la vanidad de su esfuerzo, marcan, con más claridad que si no se hubieran hallado ahí, el límite extremo que él intentó franquear. El carácter veleidoso de la empresa, el fracaso que la sancionó, dan un carácter probatorio a los desiertos circundantes. La población de la línea comprende unas cien personas; por una parte, los indios paressí, antaño reclutados en el mismo lugar por la comisión telegráfica y adiestrados por el ejército en la conservación del hilo y en el manejo de los aparatos (y sin embargo, no por ello dejaban de cazar con arco y flechas); por el otro, brasileños antiguamente atraídos a esas regiones nuevas por la esperanza de encontrar allí, ya un Eldorado, ya un nuevo Far West. Esperanza frustrada: a medida que uno se interna en la meseta, las «formas» del diamante se van haciendo cada vez más escasas.
Se llama «formas» a pequeñas piedras de color o estructura singular que anuncian la presencia del diamante a la manera de las huellas de un animal: «Cuando se las encuentra es porque el diamante ha pasado por allí». Son las emburradas, 'guijarros ásperos'; pretinhas, 'negritas'; amarelinhas, 'amarillitas'; figados de galinha,'hígados de gallina'; sangues de boi, 'sangres de buey'; feijóes-reluzentes, 'porotos brillantes'; denles de cao, 'dientes de perro'; ferragens, 'herrajes'; y las carbonates, lacres, friscas de ouro, faceiras, chiconas, etcétera.
A falta de diamante, en esas tierras arenosas, arrasadas por las lluvias durante una mitad del año y privadas de toda precipitación durante la otra, sólo crecen arbustos espinosos y torturados, y la caza falta. Hoy en día, ese puñado de aventureros, de inquietos o de miserables, se ve abandonado por una de esas olas de poblamiento tan frecuentes en la historia del Brasil central que los lanza hacia el interior en un gran movimiento de entusiasmo y los olvida inmediatamente, incomunicados con todo centro civilizado. Esos desgraciados, en virtud de otras tantas alienaciones particulares, se adaptan a su aislamiento en pequeños puestos constituidos por unas pocas chozas de paja, a una distancia de 80 o 100 kilómetros uno de otro (distancia que sólo pueden recorrer a pie).
Cada mañana, el telégrafo conoce una vida efímera; se hace el intercambio de noticias: tal puesto ha divisado las fogatas de una banda de indios hostiles, que se preparan para exterminarlo; en tal otro, dos paressí desaparecieron hace varios días, víctimas, también ellos, de los nambiquara, cuya reputación está sólidamente establecida en la línea, y que sin duda los enviaron na invernada do ceu, 'a los invernaderos celestes'... Con macabro humor se recuerda a los misioneros asesinados en 1933, o a aquel telegrafista a quien se encontró a medio enterrar, con el pecho acribillado de flechas y el manipulador sobre la cabeza. Pues los indios ejercen una especie de fascinación mórbida sobre las gentes de la línea: representan un peligro cotidiano, exagerado por la imaginación local; al mismo tiempo, las visitas de sus pequeñas bandas nómadas constituyen la única distracción, más aún, la única oportunidad de relación humana. Cuando se producen, una o dos veces por año, continúan las chanzas entre matadores potenciales y candidatos a la matanza, en la inverosímil jerga de la línea, que se compone en total de cuarenta palabras medio nambiquara, medio portuguesas.
Fuera de esos goces —que estremecen un poco—, cada jefe de puesto desarrolla un estilo propio. Está el exaltado, cuya mujer e hijos se mueren de hambre porque, cada vez que se desviste para tomar un baño en el río, no puede resistir la tentación de tirar cinco balazos de Winchester destinados a intimidar a los indígenas emboscados que adivina en las dos orillas, preparados para estrangularlo. De esta manera desperdicia municiones irreemplazables; esto se llama quebrar bala: 'romper la bala'; después está el andariego, que abandona Rio, donde estudiaba farmacia, y, con el pensamiento, sigue silbando por el Largo do Ouvidor; pero como ya no hay nada más que decir, su conversación se reduce a mímica, chasquidos de la lengua y de los dedos, miradas plenas de sobreentendidos: aun en el cine mudo, se lo tomaría por carioca. Y por último, el juicioso: éste ha conseguido mantener a su familia en equilibrio biológico con una manada de ciervos que frecuenta una fuente vecina: cada semana mata un ciervo: no más; la caza subsiste, el puesto también, pero desde hace ocho años (fecha a partir de la cual el abastecimiento anual de los puestos por caravanas de bueyes se fue interrumpiendo progresivamente) no comen más que ciervo.
Los padres jesuítas que se nos habían adelantado algunas semanas y que acababan de instalarse cerca del puesto de Juruena, a unos cincuenta kilómetros de Uriarití, añadían una nota pintoresca de otro género. Eran tres: un holandés, que oraba a Dios; un brasileño, que se disponía a civilizar a los indios; y un húngaro —antiguo gentilhombre y gran cazador—, cuya función era la de aprovisionar de caza a la misión. Poco después de su llegada recibieron la visita del provincial —un viejo francés de acento gutural que parecía escapado del reino de Luis XIV—; por la seriedad con que hablaba de los «salvajes» (nunca designaba a los indios de otra manera) parecía haber desembarcado en Canadá, por ejemplo, junto a Cartier o a Champlain.
A su arribo, el húngaro (según parece había llegado al apostolado por el arrepentimiento que siguió a los extravíos de una juventud tormentosa) fue presa de una crisis como la que nuestros coloniales llaman coup de bambou. A través de las paredes de la misión se lo oía insultar a su superior, quien, más que nunca fiel a su personaje, lo exorcizaba con gran despliegue de señales de la cruz y de: ¡Vade retro, Satanás! El húngaro, al fin libre del demonio, fue puesto por quince días a pan y agua, por lo menos simbólicamente, pues en Juruena no había pan.
Los caduveo y los bororo constituyen de diversas maneras eso que, sin juego de palabras, uno quisiera llamar «sociedades sabias». Los nambiquara llevan al observador a lo que él tomaría de buen grado, pero equivocadamente, por una infancia de la humanidad. Nosotros nos habíamos instalado en el límite de la aldea, en un galpón de paja en parte desmantelado, que había servido para guardar material en la época de la construcción de la línea. De esa manera nos encontramos a algunos metros del campamento indígena, que reunía unas veinte personas repartidas en seis familias. La pequeña banda había llegado pocos días antes que nosotros, en el curso de una de sus excursiones del período nómade.
El año nambiquara se divide en dos períodos. Durante la estación lluviosa, de octubre a marzo, cada grupo vive en una pequeña eminencia que domina el curso de un arroyo; los indígenas construyen allí chozas groseras con ramajes o palmas. Queman pedazos de terreno en la selva-galería que ocupa el fondo húmedo de los valles, y plantan y cultivan huertos donde se encuentra sobre todo mandioca (dulce o amarga), diversas especies de maíz y de tabaco, a veces porotos, algodón, maníes y calabazas. Las mujeres rallan la mandioca sobre planchas incrustadas de espinas de ciertas palmeras, y, si se trata de variedades venenosas, exprimen el jugo apretando la pulpa fresca en un jirón de corteza retorcido. La huerta proporciona recursos alimentarios suficientes durante una parte de la vida sedentaria. Los nambiquara conservan las hogazas de mandioca hundiéndolas en el suelo; de allí las retiran medio podridas, después de algunas semanas o de algunos meses.
A comienzos de la estación seca la aldea es abandonada, y cada grupo se desintegra en varias bandas nómades. Durante siete meses, esas bandas vagan a través de la sabana, en búsqueda de caza —sobre todo pequeños animales tales como larvas, arañas, langostas, roedores, serpientes y lagartos—; y de frutos, granos, racimos o miel salvaje, en suma, de todo aquello que les impedirá morir de hambre. Sus campamentos, instalados por uno o varios días, a veces por algunas semanas, consisten en la misma cantidad de abrigos sumarios que de familias, hechos con palmas o ramajes plantados en semicírculo en la arena y atados por la punta. A medida que el día avanza, las palmas son retiradas de un lado y plantadas del otro, para que la pantalla protectora se encuentre siempre ubicada del lado del sol o, si no lo hay, del lado del viento o de la lluvia. Es la época en que el problema alimentario absorbe todos los cuidados. Las mujeres se valen de la azada, con la que extraen raíces y aplastan pequeños animales; los hombres cazan con grandes arcos de madera de palmera y flechas de varios tipos: las de cazar pájaros, con la punta arromada para que no se claven en las ramas; las flechas de pesca, más largas, sin penacho y terminadas por tres o cinco puntas divergentes; las flechas envenenadas, con su extremo empapado de curare y protegido por un estuche de bambú; éstas se reservan para la caza mediana, en tanto que las de caza mayor (jaguares o tapires) tienen una punta lanceolada, hecha con una gruesa astilla de bambú para provocar la hemorragia, pues la dosis de veneno que lleva una flecha resultaría insuficiente.
Después de ver el esplendor de las mansiones bororo, apenas puede creerse la indigencia en que viven las nambiquara. Ninguno de los dos sexos lleva vestido; su tipo físico y la pobreza de su cultura los distinguen de las tribus vecinas. La estatura de los nambiquara es pequeña: alrededor de 1,60 m los hombres y 1,50 m las mujeres; éstas, aunque como tantas otras indias sudamericanas no tienen un talle muy marcado, son de miembros más gráciles, extremidades más menudas y articulaciones más delgadas de lo que podría parecer. Su piel es más oscura; muchos sujetos están atacados de enfermedades epidérmicas que cubren su cuerpo de aureolas violáceas, pero en los individuos sanos, la arena —donde les gusta revolcarse— empolva la piel y le da un tono beige aterciopelado que, sobre todo entre las mujeres jóvenes, es extremadamente seductor. La cabeza es alargada, los rasgos suelen ser finos y bien dibujados, la mirada viva, el sistema piloso más desarrollado que entre la mayor parte de las poblaciones de origen mongólico, el cabello, ligeramente ondulado, rara vez es decididamente negro. Este tipo físico impresionó a los primeros visitantes hasta el punto de sugerirles la hipótesis de un cruce con negros evadidos de las plantaciones, que se refugiaban en los quilombos (colonias de esclavos rebeldes). Pero si los nambiquara hubieran recibido sangre negra en una época reciente, sería incomprensible que, según lo hemos comprobado, pertenecieran todos al grupo sanguíneo O, lo cual implica, si no un origen puramente indígena, por lo menos un aislamiento demográfico prolongado durante siglos. Actualmente, el tipo físico de los nambiquara nos resulta menos problemático; recuerda el de una antigua raza de la cual conocemos los esqueletos, que fueron encontrados en Brasil en las grutas de Lagoa Santa, paraje del Estado de Minas Gerais. Vi entre ellos, con estupor, los rostros casi caucásicos de ciertas estatuas y bajorrelieves de la región de Veracruz, y que se atribuyen ahora a las más antiguas civilizaciones de México.
Esta relación era más perturbadora aún a causa de la indigencia de la cultura material, que de ninguna manera emparentaba a los nambiquara con las más altas culturas de la América Central o Septentrional, sino que más bien llevaba a considerarlos como sobrevivientes de la Edad de Piedra. El vestido de las mujeres se reducía a una delgada hilera de cuentas de conchillas, anudada alrededor del talle, y algunas otras a guisa de collares o de bandoleras; aros de nácar o de plumas, brazaletes tallados en un caparazón de gran tatú y, a veces, estrechas banditas de algodón (tejido por los hombres) o de paja, ajustadas alrededor de los bíceps y de los tobillos. El vestido masculino era aún más breve, salvo un pompón de paja que a veces se adosaba a la cintura por encima de las partes sexuales.
Además del arco y de las flechas, el armamento comprende una especie de jabalina achatada cuyo uso parece tanto mágico como guerrero: sólo vi que la utilizaban para manipulaciones destinadas a poner en fuga al huracán o a matar, proyectándola en la dirección adecuada, a los atasu, espíritus malévolos del matorral. Los indígenas llaman con el mismo nombre a las estrellas y a los bueyes, a quienes temen mucho (mientras que matan o comen de buen grado a las muías, a las que, sin embargo, conocieron en la misma época). Mi reloj de pulsera también era un atasu.
Todos los bienes de los nambiquara son fácilmente reunidos en el cuévano que llevan las mujeres durante la vida nómade. Esos cuévanos están hechos de bambú hendido, trenzado en claraboya con seis tallitos (dos pares perpendiculares entre sí y un par oblicuo) que forman una red de anchas láminas estrelladas, las cuales, ligeramente ensanchadas en el orificio superior, terminan en dedo de guante en la parte inferior. Su tamaño puede alcanzar a 1,50 m, es decir que a veces son tan altos como la que los lleva. En el fondo se colocan algunas hogazas de mandioca cubiertas de hojas; por encima el mobiliario y las herramientas: recipientes de calabaza, cuchillos de astilla de bambú, de piedras groseramente talladas o de pedazos de hierro (obtenidos por intercambio), fijados con cera y cuerditas, entre dos listones de madera que forman un mango; taladros compuestos por un perforador de piedra o de hierro montado en la extremidad de un tallo que se hace dar vueltas entre las palmas. Los indígenas poseen hachas y machetes de metal que les proporcionó la Comisión Rondón; sus hachas de piedra sólo sirven como yunques para trabajar los objetos de concha o de hueso; utilizan siempre muelas y pulidores de piedra. La alfarería es desconocida en los grupos orientales (entre los cuales yo comencé mi investigación); en los demás lugares es grosera. Los nambiquara no tienen piraguas y atraviesan los cursos de agua a nado, ayudándose a veces con haces que funcionan como salvavidas.
Estos utensilios son toscos y apenas merecen el nombre de objetos manufacturados. El cuévano nambiquara contiene sobre todo materias primas para fabricar los objetos a medida que se necesitan: maderas varias (especialmente las que sirven para hacer fuego por fricción), bloques de cera o de resina, madejas de fibras vegetales, huesos, dientes y uñas de animales, jirones de piel, plumas, púas de erizo, cascaras de nuez y conchillas de río, piedras, algodón y granos. Todo eso presenta un aspecto tan informe que el coleccionista se siente apabullado frente a una exhibición que parece ser no tanto el resultado de la industria humana como el de la actividad —vista a través de una lupa— de alguna raza gigante de hormigas. En verdad, los nambiquara hacen pensar en una colonia de hormigas cuando marchan en fila a través de las hierbas altas, las mujeres coronadas por sus cuévanos altos de cestería clara, como las hormigas con sus huevos.
Entre los indios de América tropical, a quienes se debe la invención de la hamaca, la pobreza está simbolizada por la carencia de ese utensilio y de cualquier otro que sirva para dormir o descansar. Los nambiquara duermen en el suelo y desnudos. Como las noches de la estación seca son frías, se calientan apretándose unos contra otros, o se aproximan a las fogatas que se van apagando, de tal manera que se despiertan al alba, revolcados por el suelo entre las cenizas aún tibias del hogar. Por esta razón, los paressí los llaman uaikoa-koré, 'los que duermen en el suelo'.
Como dije, la banda entre la que yo viví en Utiarití, y después en Juruena, se componía de seis familias: la del jefe, que comprendía sus tres mujeres y su hija adolescente, y otras cinco constituidas cada una por una pareja casada y uno o dos niños. Todos eran parientes entre sí: los nambiquara se casan preferiblemente con una sobrina hija de una hermana, o con una prima de la especie que los etnólogos llaman cruzada, hija de la hermana del padre o del hermano de la madre. Los primos que responden a esta definición se llaman, desde su nacimiento, con una palabra que significa 'cónyuge', en tanto que los otros primos (respectivamente nacidos de dos hermanos o de dos hermanas, y que los etnólogos llaman por esta razón paralelos se tratan mutuamente de 'hermano' y de 'hermana' y no pueden casarse entre sí. Todos los indígenas parecían estar en términos muy cordiales; sin embargo aun un grupo tan pequeño (eran veintitrés personas, contando los niños) no dejaba de tener sus dificultades. Por ejemplo, un joven viudo acababa de casarse con una joven bastante casquivana, que rehusaba interesarse por los niños nacidos del primer matrimonio: dos niñitas, una de seis años aproximadamente, y otra de dos o tres. A pesar de la bondad de la mayor, que servía de madre a su hermanita, la pequeña estaba muy descuidada. La pasaban de familia en familia, no sin irritación. Los adultos hubieran querido que yo la adoptara, pero los niños favorecían otra solución que les parecía prodigiosamente cómica: me traían a la niñita, que apenas comenzaba a caminar, y por gestos nada equívocos me invitaban a tomarla por esposa.
Otra familia se componía de padres ya ancianos con quienes había venido a reunirse su hija encinta, después que su marido (ausente en ese momento) la abandonara. En fin, una joven pareja, cuya mujer estaba amamantando, se encontraba bajo el efecto inmediato de las prohibiciones que alcanzan a los padres noveles: muy sucios, porque los baños de río no les estaban permitidos; flacos, en razón de que se les negaba la mayor parte de los alimentos; y reducidos al ocio, ya que los padres de un niño no destetado no pueden participar de la vida colectiva. El hombre iba a veces a cazar solo o a recoger productos salvajes; la mujer recibía alimento de su marido o de sus padres.
Por más «fáciles» que fueran los nambiquara —indiferentes a la presencia del etnógrafo, a su libreta de notas o a su máquina fotográfica—, el trabajo se veía complicado por razones lingüísticas. Primeramente, el empleo de los nombres propios está prohibido entre ellos; para identificar a las personas había que seguir la costumbre de la gente de la línea, es decir, convenir con los indígenas nombres supuestos. Indistintamente ponían sus nombres portugueses —Julio, José María, Luiza— o sobrenombres —Lebre ('liebre'), Adúcar—. Hasta conocí a uno a quien Rondón, o alguno de sus compañeros, había bautizado «Cavaignac» a causa de su barba, poco frecuente entre los indios, lampiños por lo general.
Un día en que yo jugaba con un grupo de niños, una de las mujercitas fue golpeada por un camarada; vino a refugiarse a mi lado y se puso a murmurarme algo al oído en gran secreto; yo no le entendía y me vi obligado a hacerle repetir varias veces, de tal modo que los adversarios descubrieron la maniobra; manifiestamente furiosos, vinieron, a su vez, a descubrir lo que parecía ser un secreto solemne: después de algunos titubeos y preguntas, la interpretación del incidente no dejó lugar a dudas. La primera niñita vino, por venganza, a darme el nombre de su enemigo; cuando éste se dio cuenta, ella comunicó el nombre del otro, como represalia. A partir de ese momento fue muy fácil, aunque poco escrupuloso, incitar a los niños unos contra otros y obtener todos sus nombres. Después de haber creado esa pequeña complicidad, me dieron sin dificultad los nombres de los adultos. Cuando éstos comprendieron nuestros conciliábulos, los niños fueron reprendidos y la fuente de mis informaciones, agotada. En segundo lugar, el nambiquara agrupa varios dialectos, todos desconocidos. Se distinguen por la desinencia de los sustantivos y por ciertas formas verbales. En la línea se sirven de una especie de lengua mixta, que sólo era útil al comienzo. Ayudado por la buena voluntad y la vivacidad de los indígenas, aprendí un nambiquara rudimentario. Felizmente, la lengua incluye palabras mágicas —kititu en el dialecto oriental, dige, dage o chore en los otros— que basta con agregar a los sustantivos para transformarlos en verbos, complementándolos, llegado el caso, con una partícula negativa. Mediante este método se llega a decir cualquier cosa, aunque este nambiquara «básico» no permita expresar los pensamientos más sutiles. Los indígenas lo manejan bien, pues recurren a este procedimiento cuando tratan de hablar portugués; de esa manera «oreja» y «ojo» significan respectivamente «oír» o «comprender» y «ver», y traducen las nociones contrarias diciendo: orelha acabo u olho acabo, 'oreja termino' u 'ojo termino'.
La consonancia del nambiquara es un poco sorda, como si se aspirara o cuchicheara. Las mujeres se complacen en señalar este carácter y deforman ciertas palabras (por ejemplo kititu, en su boca se transforma en kediutsú); articulando con la punta de los labios, adoptan una especie de farfulla que recuerda la pronunciación infantil. Su emisión testimonia así un amaneramiento y un preciosismo que es perfectamente consciente: cuando no las entiendo y les ruego que me repitan, exageran maliciosamente su estilo propio. Desalentado, renuncio; estallan las risas y chisporrotean las bromas: han triunfado.
Pronto comprendería que, además del sufijo verbal, el nambiqua-ra utiliza unos diez más que dividen los seres y las cosas en categorías; cabello, pelos y plumas; objetos puntiagudos y orificios; cuerpos alargados, ya sean rígidos o dúctiles; frutos, granos, objetos redondeados; cosas que cuelgan o tiemblan; cuerpos inflados o llenos de líquido; cortezas, cueros y otros revestimientos, etc. Esta observación me sugirió una comparación con una familia lingüística de América Central y del noroeste de América del Sur: el chibcha, que fue la lengua de una gran civilización de la actual Colombia, intermediaria entre las de México y Perú y de la cual el nambiquara podría ser un brote meridional.1 Razón de más para desconfiar de las apariencias. A pesar de su indigencia, indígenas que recuerdan a los más antiguos mexicanos por el tipo físico y al reino chibcha por la estructura de su lengua, tienen pocas probabilidades de ser verdaderos primitivos. Un pasado del cual nada sabemos aún y la aspereza de su medio geográfico actual quizás explicarán algún día ese destino de niños prodigios a quienes la historia ha rehusado mimar.
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Notas:
1. Pero, a decir verdad, esta clase de desmembramiento de los seres y de las cosas existe en muchas otras lenguas americanas, y el acercamiento al chibcha no me parece más convincente que en el pasado.