Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss

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Sexta Parte. Bororo

22. Buenos salvajes

Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss¿En qué orden describir impresiones profundas y confusas del que llega a una aldea indígena cuya civilización ha permanecido relativamente intacta? Tanto entre los kaingang como entre los caduveo, cuyas aldeas semejantes a las de los campesinos cercanos llaman la atención sobre todo por la excesiva miseria, la reacción inicial es de lasitud y desaliento. Frente a una sociedad aún viviente y fiel a su tradición, el choque es tan fuerte que desconcierta: en esa madeja de mil colores, ¿cuál es el hilo que hay que seguir y desenredar? Al recordar mi primera experiencia de ese tipo, los bororo, reencuentro los sentimientos que me invadieron cuando inicié la más reciente, en la cima de una alta colina en una aldea kuki de la frontera birmana, adonde llegué después de andar horas sobre pies y manos, trepándome a lo largo de las pendientes transformadas en resbaloso barro por las lluvias del monzón que caían sin cesar: agotamiento físico, hambre, sed y confusión mental, ciertamente; pero ese vértigo de origen orgánico es completamente iluminado por percepciones de formas y colores: viviendas cuyo tamaño las hace aparecer majestuosas a pesar de su fragilidad; construidas con materiales y técnicas que nosotros hemos visto en pequeño, pues esas moradas, más que edificadas son anudadas, trenzadas, tejidas, bordeadas y patinadas por el uso; en lugar de aplastar al habitante bajo la masa indiferente de las piedras, éstas reaccionan con liviandad a su presencia y a sus movimientos; a la inversa de lo que ocurre entre nosotros, permanecen siempre sometidas al hombre. La aldea se levanta alrededor de sus habitantes como una ligera y elástica armadura; más semejante a los sombreros de nuestras mujeres que a nuestras ciudades: adorno monumental, que conserva algo de la vida de los arcos y de los follajes, cuya natural galanura y exigente trazado fueron armonizados por la habilidad de los constructores.

La desnudez de los habitantes parece protegida por el terciopelo herboso de las paredes y los flecos de las palmas: se deslizan fuera de sus moradas como si se quitaran gigantescos peinadores de avestruz. Joyas de esos estuches plumosos, los cuerpos poseen modelados finos y tonalidades realzadas por el resplandor de los afeites y de las pinturas; se diría soportes para valorar ornamentos más espléndidos: tocados grasos y brillantes de dientes y caninos de animales salvajes, junto a las plumas y a las flores. Como si toda una civilización conspirara en una misma ternura apasionada por las formas, las sustancias y los colores de la vida y, para retener alrededor del cuerpo humano su más rica esencia, acudiera a las más durables o bien a las más fugitivas de entre todas sus producciones, que a la vez, por curiosa coincidencia, son su patrimonio más apreciado.

Mientras nos instalábamos en el ángulo de una vasta choza, me dejaba impregnar de esas imágenes mucho más de lo que las aprehendía. Algunos detalles se iban destacando. Si bien las viviendas conservaban la disposición y dimensiones tradicionales, su arquitectura ya había sufrido la influencia neobrasileña: su plano era rectangular y no oval, y aunque los materiales de la techumbre y de las paredes fueran idénticos —ramajes que soportaban una capa de palmas—, éstas eran distintas; el techo mismo era de dos aguas en lugar de redondeado y en pendiente casi hasta el suelo. Sin embargo, la aldea de Kejara, adonde acabábamos de llegar, junto con las otras dos que componen el grupo del río Vermelho —Pobori y Jarudori—, era una de las pocas donde la acción de los salesianos no se había ejercido demasiado. Pues estos misioneros que, junto con el Servicio de Protección, habían llegado a poner término a los conflictos entre los indios y los colonos, llevaron simultáneamente excelentes encuestas etnográficas (nuestras mejores fuentes sobre los bororo, después de los estudios más antiguos de Karl von den Steinen) y una tarea de exterminación metódica de la cultura indígena. Dos hechos señalaban bien a Kejara como uno de los últimos bastiones de la independencia: en primer lugar, era la residencia del jefe de todas las aldeas del río Vermelho, personaje altanero y enigmático, que ignoraba o hacía ostentación de ignorar el portugués, atento a nuestros deseos mientras especulaba con nuestra presencia; pero por razones tanto de prestigio como lingüísticas evitaba comunicarse conmigo, a no ser que lo hiciera por intermedio de miembros de su Consejo, en cuya compañía tomaba todas las decisiones.

En segundo lugar, en Kejara habitaba un indígena que sería mi intérprete y mi principal informador. Este hombre, de unos 35 años, hablaba bastante bien el portugués. Según él, había sabido leerlo y escribirlo (aunque ahora fuera incapaz de ello), como fruto de una educación en la misión. Orgullosos de su éxito, los Padres lo habían mandado a Roma, donde había sido recibido por el Santo Padre. A su vuelta, parece que quisieron casarlo cristianamente y sin tomar en cuenta las reglas tradicionales. Esa tentativa determinó en él una crisis espiritual de la que salió fortalecido en el viejo ideal bororo: fue a instalarse en Kejara, donde llevaba una vida ejemplar de salvaje desde hacía diez o quince años. Todo desnudo, pintado de rojo, con la nariz y el labio inferior traspasados con barritas y emplumado, el indio del Papa se reveló como maravilloso profesor de sociología bororo.

Tristes Trópicos. Figura 27

Figura 27. Estuche peniano.

Mientras tanto nos encontrábamos rodeados por algunas decenas de indígenas que discutían con abundancia de carcajadas y empujones. Los bororo son los más altos y mejor conformados de todos los indios del Brasil. Su cabeza redonda, su rostro alargado, de rasgos regulares y vigorosos, su torso de atletas, recuerdan ciertos tipos patagónicos a los cuales quizás habría que vincularlos desde el punto de vista racial. Este tipo armonioso rara vez se encuentra entre las mujeres, en general más pequeñas, enclenques y de rasgos irregulares. Desde el principio la jovialidad masculina formaba singular contraste con la actitud áspera del otro sexo. A pesar de las epidemias que devastaban la región, la población tenía un asombroso aspecto de salud. Sin embargo, había un leproso en la aldea.

Los hombres iban completamente desnudos, salvo, en la extremidad del pene, el pequeño cucurucho de paja sostenido por el prepucio estirado a lo ancho de la abertura y formando un burlete hacia afuera. La mayor parte se pintaba de bermellón de la cabeza a los pies con granos de urucú molidos en grasa. Hasta el cabello, que pendía sobre los hombros o iba cortado en redondo a la altura de las orejas, estaba cubierto de esta pasta de tal manera que presentaba el aspecto de un casco. Esa base se adornaba con otras pinturas: una herradura de resina negra brillante que cubría la frente y terminaba sobre ambas mejillas a la altura de la boca, barritas con plumitas blancas pegadas sobre hombros y brazos, hombros y espalda empolvados con nácar molido. Las mujeres llevaban un taparrabo de algodón impregnado de urucú unido a un cinturón rígido de corteza, sostén de una banda de corteza blanca batida, más liviana, que pasaba entre los muslos. Su pecho iba cruzado por una doble madeja de bandoleras de algodón finamente trenzado. Este atavío se completaba con cintas de algodón alrededor de los tobillos, los bíceps y las muñecas.

Tristes Trópicos. Figura 28

Figura 28. Barrita para atravesar el labio superior y aros hechos de nácar y plumas.

Poco a poco toda esa gente se fue; compartimos la choza, que medía más o menos doce metros por cinco, con la hostil y silenciosa pareja de un brujo y su mujer, y una vieja viuda alimentada por la caridad de algunos parientes que habitaban chozas vecinas; como a menudo era descuidada, cantaba durante horas el duelo de sus cinco maridos sucesivos y del feliz tiempo en que no carecía ni de mandioca ni de maíz ni de carne ni de pescado.

Afuera ya se modulaban cantos en una lengua baja, sonora y gutural, con articulaciones bien marcadas. Sólo los hombres cantan; y su unísono, las melodías simples y cien veces repetidas, la oposición entre solos y tutti, el estilo fuerte y trágico, semejan los coros guerreros de algún Mannerbund germánico. ¿Por qué esos cantos? A causa del hará, me explicaron. Habíamos cazado y antes de poder consumir nuestra presa había que cumplir sobre ella un complicado ritual de apaciguamiento de su espíritu y de consagración de la caza. Demasiado agotado para ser un buen etnógrafo, me dormí desde la caída del día con un sueño agitado por la fatiga y los cánticos que duraron hasta el alba. Por otra parte, hasta el final de nuestra estada ocurriría lo mismo: las noches se dedicaban a la vida religiosa; los indígenas dormían desde la salida del sol hasta la mitad de la jornada.

Fuera de algunos instrumentos de viento que hicieron su aparición en momentos prescritos por el ritual, el único acompañamiento de las voces se reducía a los sonajeros de calabaza llenos de arena gruesa, agitados por los corifeos. Era maravilloso escuchar a estos virtuosos: ya desencadenaban o hacían detener las voces con un golpe seco, ya llenaban los silencios con el crepitar de sus instrumentos, modulado en crescendos y decrescendos prolongados, ya, finalmente, dirigían a los bailarines con alternancias de silencios y de ruidos cuya duración, intensidad y calidad eran tan variadas que ningún director de nuestras grandes orquestas hubiera podido indicar mejor su voluntad. No nos extraña que en otra época y en otras tribus, los indígenas y hasta los mismos misioneros hayan creído oír hablar a los demonios por intermedio de los sonajeros. Por otra parte, se sabe que si bien se han disipado antiguas ilusiones con respecto a esos presuntos «lenguajes tamborineados», parece probable que, entre ciertos pueblos por lo menos, están fundados en una verdadera codificación de la lengua, reducida a algunos contornos significativos simbólicamente expresados.

Con el día, me levanto para hacer una visita a la aldea; en la puerta tropiezo con más aves lamentables: son los araras domésticos que los indios invitan a vivir en la aldea para desplumarlos vivos y procurarse de esa manera la materia prima de sus peinados. Desnudas e incapaces de volar, las aves semejan pollos listos para el asador y disfrazados con un pico tanto más grande cuanto que el volumen de su cuerpo se ha reducido a la mitad. Sobre los techos, otros araras que ya han recuperado su atavío están gravemente posados, emblemas heráldicos ornados con gules y azur.

Me encuentro en medio de un claro bordeado, de un lado, por el río, y de todos los demás, por lenguas de selva que disimulan los jardines y dejan entrever a través de los árboles un fondo de colinas con faldas escarpadas de greda roja. El contorno está ocupado por chozas —veintiséis exactamente—, semejantes a la mía y dispuestas circularmente en una sola fila. En el centro, una choza de aproximadamente 20 metros de largo y ocho de ancho, por lo tanto mucho más grande que las otras. Es el baitemannageo, casa de los hombres, donde duermen los solteros y donde la población masculina pasa el día cuando no está ocupada en la caza o en la pesca, o también en alguna ceremonia pública en el terreno de la danza —lugar oval delimitado por estacas en el flanco oeste de la casa de los hombres—. El acceso está rigurosamente prohibido a las mujeres; éstas poseen las casas periféricas, y sus maridos hacen varias veces al día el camino de ida y vuelta entre su club y su domicilio conyugal, siguiendo el sendero que une éstos a través de la maleza del claro. Visto desde lo alto de un árbol o desde un techo, la aldea bororo parece una rueda de carro cuyo aro, trocha y rayos, estarían representados por las casas familiares, y el cubo por la casa de los hombres, en el centro.

Este curioso plano era antaño el de todas las aldeas, salvo que su población excediera en mucho la media actual (Kejara tiene más o menos 150 personas); entonces se construían las casas familiares en muchos círculos concéntricos en vez de uno. Los bororo, por otra parte, no son los únicos que poseen aldeas circulares; con diferencias de detalle, éstas parecen típicas de todas las tribus del grupo lingüístico ge que ocupan la meseta brasileña central, entre los ríos Araguaia y Sao Francisco, y de los cuales los bororo son probablemente los representantes más meridionales. Pero sabemos que, hacia el norte, sus vecinos más próximos, los cayapó, que viven a la margen derecha del Rio das Mortes, y a los que se llegó hace sólo unos quince años, construyen sus aldeas de manera similar, como también los apinayé, los sherenté y los canela.

La distribución circular de las chozas alrededor de la casa de los hombres tiene una importancia tan grande en lo que concierne a la vida social y a la práctica del culto, que los misioneros salesianos de la región del Rio das Cargas comprendieron rápidamente que el medio más seguro para convertir a los bororo es el de hacerles abandonar su aldea y llevarlos a otra donde las casas estén dispuestas en filas paralelas. Desorientados con relación a los puntos cardinales, privados del plano que les proporciona un argumento, los indígenas pierden rápidamente el sentido de las tradiciones, como si sus sistemas social y religioso (veremos que son indisociables) fueran demasiado complicados para prescindir del esquema que se les hace patente en el plano de la aldea y cuyos contornos son perpetuamente renovados por sus gestos cotidianos.

En descargo de los salesianos, digamos que pusieron extremo empeño en comprender esta estructura difícil y en preservar su recuerdo. Antes de ir al encuentro de los bororo hay que empaparse de sus trabajos, si bien al mismo tiempo es imprescindible confrontar sus conclusiones con otras obtenidas en regiones adonde aún ellos no hayan penetrado y donde el sistema conserve todavía su vitalidad. Guiado por los documentos ya publicados, me empeñé, por lo tanto, en obtener de mis informantes un análisis de la estructura de su aldea. Pasábamos nuestras jornadas circulando de casa en casa para empadronar a sus habitantes, establecer su estado civil y trazar con varitas, en el suelo del claro, las líneas ideales que delimitaban los sectores vinculados con complicadas redes de privilegios, tradiciones, grados jerárquicos, derechos y obligaciones. Para simplificar mi exposición rectificaré —por así decirlo— las orientaciones, pues las direcciones del espacio tal como los indígenas las piensan nunca corresponden exactamente a las lecturas en la brújula.

Tristes Trópicos. Figura 29

Figura 29. Plano de la aldea de Kejara.

La aldea circular de Kejara es tan tangente a la orilla izquierda del río Vermelho, que corre en una dirección aproximada este-oeste.

Un diámetro de la aldea teóricamente paralelo al río divide la población en dos grupos: al norte, los cera (pronuncíese chera; transcribo todos los términos en singular), al sur, los tugaré. Parece —pero no es absolutamente seguro— que el primer término significa «débil» y el segundo «fuerte». Sea como fuere, la división es esencial por dos razones: en primer lugar, un individuo pertenece siempre a la misma mitad que su madre; después, no puede casarse más que con un miembro de la otra mitad. Si mi madre es cera, yo también lo soy y mi mujer será tugaré.

Las mujeres viven y heredan las casas donde nacieron. En el momento de su casamiento, un indígena masculino atraviesa entonces el claro, franquea el diámetro ideal que separa las mitades y se va a vivir del otro lado. La casa de los hombres atempera este desarraigo puesto que su posición central está por encima del territorio de las mitades. Pero las reglas de residencia explican que la puerta que da sobre el territorio cera se llama «puerta tugaré» y la que da sobre territorio tugaré, «puerta cera». En efecto, su uso está reservado a los hombres y todos aquellos que residen en un sector son originarios del otro, y a la inversa.

Tristes Trópicos. Figura 30




 

Figura 30. Maza de madera para rematar el pescado.

Por lo tanto, en las casas de familia, un hombre casado jamás se siente en su hogar: su casa, donde él nació y donde se arraigan sus impresiones infantiles, está situada del otro lado: es la casa de su madre y de sus hermanas, ahora habitada por los maridos de éstas. Sin embargo, vuelve a ella cuando quiere, seguro de ser siempre bien recibido. Y cuando la atmósfera de su domicilio conyugal se le hace demasiado pesada —por ejemplo cuando sus cuñados están de visita— puede ir a dormir a la casa de los hombres, donde reencuentra sus recuerdos de adolescente, la camaradería masculina y un ambiente religioso que de ninguna manera se opone a las intrigas con jóvenes no casadas.

Las mitades no sólo regulan los casamientos sino también otros aspectos de la vida social. Cada vez que un miembro de una mitad se descubre sujeto de derecho o de deber, es en provecho o con ayuda, respectivamente, de la otra mitad. Así, los funerales de un cera están a cargo de los tugaré y a la inversa. Las dos mitades de la aldea son por lo tanto colaboradoras y en todo acto social o religioso implica la asistencia del que está enfrente, que desempeña el papel complementario del que corresponde al primero. Esta colaboración no excluye la rivalidad: hay un orgullo de mitad y celos recíprocos. Así, pues, imaginemos una vida social a semejanza de dos equipos de fútbol que en vez de intentar contrariar sus estrategias respectivas, se empeñaran en favorecérselas recíprocamente y midieran la ventaja por el grado de perfección y de generosidad que cada uno lograra alcanzar.

Pasemos ahora a un nuevo aspecto: un segundo diámetro, perpendicular al precedente, corta a su vez las mitades según un eje norte-sur. Toda la población nacida al este de dicho eje se llama «del bajo», y la nacida al oeste «del alto». En lugar de dos mitades tenemos, por lo tanto, cuatro secciones, y los cera y los tugaré pertenecen en parte a un lado y en parte a otro. Desgraciadamente, ningún observador ha llegado a comprender el papel exacto de esta segunda división.

Tristes Trópicos. Figura 31

Figura 31. Arcos adornados con anillos de corteza dispuestos de manera característica de acuerdo con el clan del propietario.

Además, la población está distribuida en clanes. Se trata de grupos de familias que se consideran parientes por parte de las mujeres desde un antepasado común, de naturaleza mitológica, y a veces hasta olvidado. Digamos, por lo tanto, que los miembros del clan se reconocen por el mismo nombre. Es probable que en el pasado los clanes fueran ocho: cuatro cera y cuatro tugaré. Pero con el transcurso del tiempo algunos se extinguieron, otros se subdividieron. La situación empírica, por lo tanto, es bastante confusa. Comoquiera que sea, es verdad que los miembros de un clan —a excepción de los hombres casados— viven todos en la misma choza o en chozas adyacentes. Cada clan, entonces, tiene su posición en el círculo de las casas: es cera o tugaré, del bajo o del alto, o también está repartido en dos subgrupos por esta última división que, tanto de un lado como del otro, pasa a través de las viviendas de un clan determinado.

Como si las cosas no fueran ya suficientemente complicadas, cada clan comprende subgrupos hereditarios, también en línea femenina. Así, en cada clan hay familias «rojas» o «negras». Además parece que antes cada clan estaba dividido en tres grados: los superiores, los medios y los inferiores; quizás haya allí un reflejo o una trasposición de las castas jerarquizadas de los mbayá-caduveo; volveré sobre esto. Esta hipótesis se vuelve probable por el hecho de que dichos grados parecen haber sido endogámicos, pues un superior no puede casarse sino con un superior de la otra mitad, un medio con un medio, y un inferior con un inferior. No tenemos más remedio que hacer suposiciones debido al derrumbamiento demográfico de las aldeas bororo. Ahora que cuentan con sólo 100 o 200 habitantes en lugar de un millar o más, ya no quedan familias suficientes para llenar todas las categorías. Lo único que se respeta estrictamente es la regla de las mitades (aunque ciertos clanes señoriales estén quizás exceptuados); para lo demás, los indígenas improvisan soluciones a medias, de acuerdo con las posibilidades.

Tristes Trópicos. Figura 32Figura 32. Plumas de flechas blasonadas.

La distribución de la población en clanes constituye sin duda la más importante de esas «manos»1 en las cuales la sociedad bororo parece complacerse. En el cuadro del sistema general de los casamientos entre las mitades, los clanes estaban antaño unidos por afinidades especiales: un clan cera se unía preferentemente con uno, dos o tres clanes tugaré y a la inversa. Además, los clanes no gozan todos del mismo status. El jefe de la aldea es obligatoriamente elegido en un clan determinado de la mitad cera, con transmisión hereditaria del título en línea femenina, del tío materno al hijo de su hermana. Hay clanes «ricos» y clanes «pobres». ¿En qué consisten esas diferencias de riqueza? Detengámonos un instante en este punto.

Nuestra concepción de la riqueza es sobre todo económica; por modesto que sea el nivel de vida de los bororo, entre ellos, tanto como entre nosotros, no es idéntico para todos. Algunos son mejores pescadores que otros, o tienen más suerte y son más trabajadores. En Kejara se observan índices de especialización profesional. Un indígena era experto en la confección de pulidores de piedra; los intercambiaba con productos alimenticios y, según parece, vivía confortablemente. Sin embargo, estas diferencias son individuales, y por lo tanto pasajeras. La única excepción es el jefe, que recibe prestaciones de todos los clanes en forma de alimentos y de objetos manufacturados. Pero, como al recibir se obliga, siempre está en la situación de un banquero: muchas riquezas pasan por sus manos pero él nos las posee jamás. Mis colecciones de objetos religiosos fueron hechas como contraparte de regalos que inmediatamente eran redistribuidos por el jefe entre los clanes, y que le sirvieron para sanear su balanza comercial.

Tristes Trópicos. Figura 33Figura 33. Estuches penianos blasonados.

La riqueza estatutaria de los clanes es de otra naturaleza. Cada uno de ellos posee un capital en mitos, tradiciones, danzas, funciones sociales y religiosas. A su vez, los mitos fundan privilegios técnicos que son uno de los rasgos más curiosos de la cultura bororo. Casi todos los objetos están blasonados, de tal manera que permiten distinguir el clan y el subclan del propietario. Estos privilegios consisten en la utilización de ciertas plumas o colores de plumas, en la manera de tajarlas o de sesgarlas, en la disposición de plumas de especies o de colores diferentes, en la ejecución de ciertos trabajos decorativos —trenzado de fibras o mosaicos de plumas—, en el empleo de temas especiales, etc. Así, los arcos ceremoniales están adornados de plumas o de anillos de corteza según los cánones prescritos para cada clan; la caña de las flechas lleva en la base, entre las plumas del penacho, una ornamentación específica; los elementos en nácar de las barritas articuladas que atraviesan el labio superior están recortados, según el clan, en forma oval, pisciforme o rectangular; el color de los flecos varía; las diademas de plumas que se llevan en las danzas están provistas de una insignia que indica el clan del propietario (generalmente una plaqueta de madera cubierta de un mosaico de fragmentos de plumas pegados); en los días de fiesta, hasta los estuches penianos se recubren de una banda de paja rígida, decorada o cincelada con los colores y la forma del clan: ¡extraña manera de llevar un estandarte!

Todos estos privilegios (que por otra parte son negociables) son objeto de una vigilancia celosa y provocadora de disputas. Es inconcebible, se dice, que un clan se apodere de las prerrogativas de .otro: ¡tendría lugar una lucha fratricida! Ahora bien, desde este punto de vista, las diferencias entre los clanes son enormes: algunos despliegan lujos, otros andrajos; basta con hacer el inventario del mobiliario de las chozas para darse cuenta. Los distinguiremos en rústicos y refinados, más que en ricos y pobres.

Tristes Trópicos. Figura 34

Figura 34. Tazón de cerámica negra.

El equipo material de los bororo se caracteriza por su simplicidad, unida a una rara perfección en la ejecución. Las herramientas siguen siendo arcaicas a pesar de las hachas y de los cuchillos que antaño distribuyera el Servicio de Protección. Si bien para los trabajos grandes se valen de instrumentos de metal, siguen fabricando mazas para rematar el pescado, arcos y flechas de madera dura y delicadamente espinosa, con una herramienta que parece azuela y buril a la vez y que utilizan en toda ocasión como nosotros haríamos con un cuchillo de bolsillo; consiste en un incisivo encorvado de capivara —roedor de los ribazos fluviales— fijado lateralmente por una ligadura a la extremidad de un mango. Aparte de las esteras y recipientes de cestería, las armas y las herramientas —de hueso o de madera— de los hombres y la pala de las mujeres (que se encargan de los trabajos agrícolas), el equipo de una choza se reduce a muy pocas cosas: algunos recipientes de calabaza, otros de cerámica negra en forma de cuencas hemisféricas y escudillas con un mango lateral a manera de cucharón. Esos objetos presentan formas muy puras, subrayadas por la austeridad de la materia. Cosa curiosa: antaño, la alfarería bororo parece haber sido decorada, pero quizás una prohibición religiosa relativamente reciente eliminó esta técnica. Probablemente haya que explicar de la misma manera que los indios ya no ejecuten pinturas rupestres como las que aún se encuentran en los abrigos bajo las rocas de la chapada y en los que, sin embargo, se reconocen numerosos temas de su cultura. Para asegurarme más, una vez pedí que se me decorara una gran hoja de papel. Un indígena se puso a hacerlo con pasta de urucú y resina; y aunque los bororo hayan olvidado la época en que pintaban las paredes rocosas, a pesar de que ya casi no frecuentan las escarpaduras donde éstas se encuentran, el cuadro que se me dio parecía una pintura rupestre reducida.

Tristes Trópicos. Figura 35

Figura 35. Dos ejemplos de "cuchillos de bolsillo" bororo: uno simple, otro doble.

Tristes Trópicos. Figura 36

Figura 36. Colgante en forma de media luna decorado con dientes de jaguar.

En contraste con la austeridad de los objetos utilitarios, los bororo ubican todo su lujo y su imaginación en el vestido, o bien —ya que éste es muy breve— en sus accesorios. Las mujeres poseen verdaderos alhajeros que se transmiten de madres a hijas. Son adornos de dientes de mono o de colmillos de jaguar montados sobre madera y asegurados con finas ligaduras. Ellas recogen de esa manera los despojos de la caza; a su vez, se prestan a la depilación de sus propias sienes por los hombres, quienes confeccionan, con el cabello de sus esposas, largos cordones trenzados que enroscan alrededor de su cabeza a manera de turbante. En los días de fiesta los hombres llevan dijes en forma de media luna hechos con un par de uñas del gran tatú —ese animal cavador de más de un metro de altura, que apenas se ha transformado desde la era terciaria— y adornados con incrustaciones de nácar, flecos de plumas o de algodón. Los picos de tucanes fijados sobre tallos emplumados, los penachos de pluma, las largas plumas de cola de arara que surgen de husos de bambú agujereados y cubiertos de blancas plumitas pegadas, erizan sus rodetes naturales o artificiales a manera de hebillas que equilibran por detrás las diademas de plumas que rodean la frente. A veces, esos ornamentos son agregados a un peinado compuesto que exige muchas horas para ser realizado en la cabeza del bailarín. Yo adquirí uno para el Musée de l'Homme a cambio de un fusil y mediante negociaciones que se prolongaron durante ocho días: era indispensable para el ritual y los indígenas no podían deshacerse de él hasta que consiguieran, en la caza, el surtido de plumas prescritas para confeccionar otro. Se compone de una diadema en forma de abanico, de una visera de plumas que cubre la parte superior de la cara, de una alta corona cilindrica que rodea la cabeza, constituida por varillas coronadas de plumas de águila harpía, y de un disco de cestería que sirve para pinchar una mata de tallos con plumas gruesas y finas pegadas. El conjunto alcanza casi dos metros de altura.

Tristes Trópicos. Figura 37

Figura 37. Coronas usadas como adorno realizadas con paja seca y pintada.

Aunque no estén con vestimenta de ceremonia, el gusto por el ornamento es tan vivo que los hombres se improvisan constantemente adornos. Muchos llevan coronas —vendas de pieles adornadas de plumas, anillos de cestería también emplumados, turbantes de uñas de jaguar montados en un círculo de madera—. Además, cualquier cosa los maravilla: una banda de paja desecada recogida de la tierra, rápidamente alisada y pintada, contribuye a un peinado frágil con el que el portador se pavoneará hasta que se le ocurra alguna nueva fantasía inspirada en otro hallazgo; a veces, un árbol será despojado de sus flores con el mismo fin; un trozo de corteza y algunas plumas proporcionan a los incansables sombrereros pretexto para una sensacional creación de aros. Hay que penetrar en la casa de los hombres para medir la actividad que esos robustos mocetones emplean en hermosearse: en cada rincón se recorta, se amasa, se cincela, se encola; las conchillas del río se dividen en pedazos y se pulen vigorosamente con muelas, para hacer collares y barritas para el labio superior; se preparan fantásticas construcciones de bambú y de plumas. Con empeño de modistas, hombres con espaldas de estibador se transforman mutuamente en pollitos por medio de plumitas pegadas a flor de piel.

La casa de los hombres es un taller, pero también es algo más. Los adolescentes duermen allí; en horas ociosas, los hombres casados hacen la siesta, charlan y fuman sus gruesos cigarrillos enroscados en una hoja seca de maíz. Toman también allí ciertas comidas, pues un minucioso sistema de prestaciones obliga a los clanes, por turno, al servicio del baitemannageo. Cada dos horas más o menos un hombre va a buscar a su choza familiar un recipiente lleno de la papilla de maíz llamada mingau, preparada por las mujeres. Se lo recibe con fuertes y gozosos gritos —¡au, aul— que rompen el silencio de la jornada. Según un ceremonial fijo el prestatario invita a seis u ocho hombres y los conduce ante la comida, donde sumergen una escudilla de alfarería o de conchillas. Ya he dicho que el acceso a la casa está prohibido a las mujeres. Esto es cierto para las mujeres casadas, pues las adolescentes solteras evitan espontáneamente aproximarse, ya que saben bien cuál sería su suerte. Si por inadvertencia o por provocación andan demasiado cerca, puede ocurrir que se las capture para abusar de ellas. Por otra parte, deberán penetrar allí voluntariamente una vez en su vida, para presentar su pedido al futuro marido.

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Notas:

1. En el sentido en que se usa este término aplicado a la secuencia de un juego. (N. de la T.)