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Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss
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Quinta Parte. Caduveo
19. Naliké
Naliké, capital del territorio caduveo, se encuentra a 150 kilómetros de Guaycurús, es decir, a tres días de caballo. Los bueyes de carga se mandan antes a causa de su marcha más lenta. En la primera etapa nos proponíamos subir la pendiente de la Serra Bodo-quena y pasar la noche en la meseta, en el último puesto de la fazenda. Rápidamente nos internamos en valles estrechos, llenos de pastos altos donde los caballos tienen dificultad para abrirse camino. La marcha se hace más pesada aún a causa del barro del pantano. El caballo pierde pie, lucha, vuelve a tierra firme como y donde puede, y uno vuelve a encontrarse cercado por la vegetación; ¡cuidado, pues! que una hoja en apariencia inocente no vaya a volcar el huevo hormigueante que cobija un enjambre de garrapatas: los mil bichos anaranjados se insinúan bajo los vestidos, cubren el cuerpo como de una capa fluida y se incrustan; para la víctima, el único remedio es ganarles de mano: saltar del caballo y despojarse de toda la ropa sacudiéndola vigorosamente mientras un compañero revisa su piel. Los gordos parásitos solitarios de color gris son menos catastróficos y se fijan sin dolor en la epidermis; se los descubre al tacto algunas horas o algunos días más tarde, en forma de hinchazones integradas al cuerpo que hay que cortar con el cuchillo.
Finalmente la maleza se aclara dejando lugar a un camino pedregoso que por una débil pendiente conduce a una selva seca donde se mezclan los árboles y los cactos. La tormenta que se preparaba desde la mañana estalla mientras rodeamos un picacho erizado de cactos candelabros. Echamos pie a tierra y nos cobijamos en una grieta que parece húmeda aunque protectora. Apenas penetramos, se llena del zumbido de los morcegos (murciélagos), que tapizan las paredes, cuyo sueño hemos turbado.
En cuanto deja de llover retomamos la marcha por una selva cerrada y sombría, llena de olores frescos y de frutos salvajes: geni-papo, de pesada carne y áspero sabor; guavira de los claros, que tiene fama de aliviar la sed del viajero con su pulpa eternamente fría, o cajú, que revelan antiguas plantaciones indígenas.
La meseta nos devuelve el aspecto característico del Mato Grosso: pastos altos salpicados de árboles. Alcanzamos el fin de la etapa a través de una zona pantanosa, barro resquebrajado por la brisa, por donde corren pequeñas zancudas; un corral, una choza; es el puesto del Largón, donde encontrarnos una familia absorbida en su tarea de carnear un bezerro —toro joven— que están repartiendo. Dos o tres niños desnudos se revuelcan y se balancean con gritos de placer en la osamenta ensangrentada, que utilizan a manera de barquilla. Sobre el fuego que brilla a pleno viento en el crepúsculo, el churrasco se asa y chorrea mientras los urubus —aves de rapiña—, que descienden por cientos sobre el lugar de la carneada, se disputan con los perros la sangre y las sobras.
Después del Largón seguiremos la «ruta de los indios»; la serrase muestra muy escarpada para el descenso; hay que ir a pie guiando a los caballos, nerviosos por las dificultades del relieve. El sendero domina un torrente cuyas aguas, sin ser vistas, se oyen golpear sobre la roca y escurrirse en cascadas; nos deslizamos por las piedras húmedas o sobre los aguazales barrosos que dejó la última lluvia. Finalmente, al extremo de la serra, alcanzamos un circo despejado, el campo dos indios, donde descansamos un momento con nuestras cabalgaduras antes de volver a partir a través del pantano.
Desde las cuatro de la tarde hay que empezar a preparar el alto: elegimos algunos árboles para tender hamacas y mosquiteros; los guías prenden el fuego y preparan la comida: arroz y carne desecada. Tenemos tanta sed que engullimos sin repugnancia litros de esa mezcla de tierra, agua y permang'anato que hace las veces de bebida. El día cae. Detrás de la tela sucia de los mosquiteros contemplamos un momento el cielo inflamado. Apenas comenzamos el sueño y ya volvemos a partir; es medianoche, los guías, que ya han ensillado los caballos, nos despiertan. En esta estación cálida hay que cuidar los animales y aprovechar el fresco nocturno. Bajo el claro de luna retomamos el camino, semidormidos, embotados y tiritantes; los caballos trastabillan, y todo el tiempo lo pasamos acechando la llegada del alba. Hacia las cuatro de la mañana llegamos a Pitoko, donde el Servicio de Protección de los Indios tuvo antiguamente un puesto importante. Sólo hay tres casas en ruinas; entre ellas encontramos el lugar preciso para suspender las hamacas. El río Pitoko corre silencioso; salió del pantanal y se pierde algunos kilómetros más allá. Este curso del aguazal, sin fuente ni desembocadura, abriga una población de pirañas, que son una amenaza para el imprudente pero que no impiden bañarse y extraer agua al indio cuidadoso (aún hay algunas familias indias diseminadas en el pantano).
Desde ahora estamos en pleno pantanal: cubetas inundadas entre crestas boscosas, o bien vastas extensiones barrosas sin un solo árbol. El buey de silla resultaría mejor que el caballo, pues el pesado animal, que se maneja por medio de una cuerda pasada por un anillo nasal, si bien progresa lentamente, soporta mejor las marchas extenuantes a través del pantano, a menudo con el agua hasta el pecho.
Nos encontrábamos en una llanura que probablemente seguía hasta el río Paraguay, tan plana que el agua no llegaba a evacuarse, cuando estalló la tormenta más violenta que jamás he tenido que afrontar. Ningún abrigo posible, ningún árbol se veía en el horizonte: no teníamos más remedio que avanzar, tan chorreantes y empapados como nuestras cabalgaduras, mientras el rayo caía a diestra y siniestra como los proyectiles de un tiro de estacada. Después de dos horas de prueba la lluvia paró; se comenzaron a ver los remolinos que circulaban lentamente por el horizonte, como en alta mar. Pero en la extremidad de la llanura ya se perfilaba una terraza arcillosa, de algunos metros de alto, sobre la cual unas diez chozas se recortaban contra el cielo. Estábamos en Engenho, cerca de Naliké, donde habíamos decidido vivir, ya que en 1935 la vieja capital sólo poseía cinco chozas.
Para el ojo inexperto, esas cabanas apenas diferían de las de los campesinos brasileños más próximos con los cuales los indígenas se identificaban por el vestido y a menudo por el tipo físico —la proporción de mestizos era muy alta—. En cuanto a la lengua, el problema era diferente: la fonética guaycurú procura al oído una sensación placentera: una manera de hablar precipitada, con palabras largas, vocales claras, alternadas con dentales, guturales y una abundancia de palatalizadas o de líquidas, hacen pensar en un arroyuelo que corre saltando sobre los guijarros. El término actual «caduveo» (que, por otra parte, se pronuncia «cadiveu») es una corrupción del nombre con que los indígenas se designaban a sí mismos: cadiguegodí. Pero no era cuestión de aprender la lengua en una estada tan corta, aunque el portugués de nuestros nuevos huéspedes fuera tan rudimentario.
El esqueleto de las habitaciones era de troncos descortezados, plantados en el suelo, que soportaban las vigas sobre el nacimiento de la primera horqueta, reservada especialmente por el leñador. Una cubierta de palmas secas formaba el techo de dos aguas; pero, a diferencia de las cabanas brasileñas, no había paredes; las construcciones constituían, de esa manera, una especie de transición entre las viviendas de los blancos (de las que había sido copiada la forma del techo) y los antiguos cobertizos indígenas de techumbre plana cubierta de esteras.
Las dimensiones de esas moradas rudimentarias eran más significativas: pocas chozas abrigaban a una sola familia; algunas, iguales a galpones alargados, alojaban hasta a seis; cada una disponía de un sector delimitado por los postes de construcción y provisto de una separación de tablas, donde los ocupantes pasaban el tiempo sentados, acurrucados o estirados entre los cueros de gamo, algodones, calabazas, redes, recipientes de paja, amontonados, colgados, diseminados por todas partes. En los rincones se advertían las grandes vasijas decoradas para agua, que descansaban sobre un soporte constituido por una horqueta de tres ramas plantada por su extremidad inferior, y a veces esculpida.
![]() Figura 5. Vasija para agua, decorada en rojo y claro y barnizada con resina negra. |
Antaño esas moradas habían sido «casas largas» al estilo iroqués; por su aspecto algunas aún merecían ese nombre pero, por el agregado de varias familias en una sola comunidad de trabajo, habían llegado a ser contingentes; ya no se trataba, como antes, de una residencia matrilocal donde los yernos se agrupaban con sus mujeres alrededor del hogar de sus suegros.
Por otra parte, uno se sentía lejos del pasado en esa miserable cabana de donde parecía haberse esfumado hasta el recuerdo de la prosperidad de cuarenta años atrás, de la que diera testimonio el pintor y explorador Guido Boggiani —que vivió allí en 1892 y en 1897— en importantes documentos etnográficos: una colección que se encuentra en Roma y un encantador diario de viaje. La población de los tres centros casi no pasaba de 200 personas; vivían de la caza, de la recolección de frutos salvajes, de la cría de algunos bueyes y animales de corral y del cultivo de algunas parcelas de mandioca que se divisaban del otro lado de una única fuente, que manaba al pie del terraplén; allí íbamos una y otra vez a lavarnos la cara en medio de los mosquitos y a sacar un agua opalescente, ligeramente azucarada.
Aparte del trenzado de la paja, el tejido de los cinturones de algodón que llevaban los hombres y el batido de las monedas —más a menudo de níquel que de plata— para hacer con ellas discos y tubos que se enhebraban en los collares, la cerámica constituía la actividad principal. Las mujeres mezclaban la arcilla del río Pitoko en tiestos machacados y arrollaban la pasta en cordones montados en espiral que golpeteaban para unirlos hasta que la pieza estuviera formada; aún fresca, era decorada con impresiones en hueco por medio de cuerdecillas y pintada con un óxido de hierro propio de la serra. Luego era cocida al aire libre; después de esto sólo quedaba continuar la decoración al calor con ayuda de dos barnices de resina blanda: negro de pau santo, amarillo traslúcido del angico; una vez que la pieza se enfriaba, se procedía a una aplicación de polvo blanco —tiza o ceniza— para hacer resaltar las impresiones.
![]() Figura 6. Tres ejemplares de cerámica caduveo. |
Las mujeres confeccionaban para los niños figurillas que representaban personas o animales, con todo aquello que les caía a la mano: arcilla, cera o vainas secas cuya forma se limitaban a corregir mediante un modelado superpuesto.
![]() Figura 7. Dos estatuillas de madera: el Viejecito (a la izquierda), la Madre de los Gemelos (a la derecha). |
En manos de los niños también se encontraban estatuillas de madera esculpida, generalmente vestidas de oropel, que hacían las veces de muñecos, mientras que otras, semejantes sin embargo a las primeras, eran preciosamente conservadas por algunas viejas en el fondo de sus canastas. ¿Eran juguetes, estatuas de divinidades, o imágenes de antepasados? Imposible decirlo frente a esos usos contradictorios, y menos aún por cuanto la misma estatuilla pasaba a veces de uno a otro empleo. En algunas —hoy están en el Musée de l'Homme— la significación religiosa es indudable: en una de ellas puede reconocerse a la Madre de los Gemelos, en otra al Viejecito —dios que descendió sobre la Tierra y fue maltratado por los hombres, a quienes castigó, pero salvó a la única familia en el seno de la cual encontró protección—. Por otra parte, sería demasiado fácil considerar esta actitud de abandonar los santos a los niños como un síntoma del decaimiento de un culto, pues ella, a nuestros ojos tan inestable, fue descripta exactamente en los mismos términos cuarenta años antes por Boggiani y diez años después de él por Fritch; además, observaciones diez años posteriores a las mías dan el mismo testimonio. Una condición que se prolonga sin cambiar durante cincuenta años debe ser, en cierto sentido, normal; habría que buscar la interpretación, no tanto en una descomposición —por otra parte cierta— de los valores religiosos, sino de tratar las relaciones entre lo sagrado y lo profano, más bien en una manera más común de lo que tenemos tendencia a creer. La oposición entre esos términos no es ni tan absoluta ni tan continua como muchas veces nos complacemos en afirmar.
En la choza vecina a la mía había un brujo curandero cuyos elementos de trabajo eran: un banquillo redondo, una corona de paja, un sonajero de calabaza recubierto de un hilo perlado y un plumero de avestruz utilizado para capturar a los «animales» (bichos: entiéndase espíritus maléficos) causa de las enfermedades, cuya curación probaba su expulsión gracias al poder antagónico del bichodel brujo, su espíritu guardián; éste, además, era conservador: es él quien prohibe a su protegido cederme esos preciosos utensilios «a los cuales él estaba —me hizo contestar— habituado».
![]() Figura 8. Alhajas caduveo hechas con monedas batidas y dedales. |
Durante nuestra estada tuvo lugar una fiesta en celebración de la pubertad de una niña que habitaba otra choza; empezaron por vestirla a la moda antigua: su ropa de algodón fue reemplazada por una pieza de tejido cuadrada que envolvía el cuerpo por debajo de las axilas. Le pintaron los hombros, los brazos y la cara con ricos dibujos, y todos los collares disponibles fueron enroscados en su cuello. Por otra parte, todo esto quizá no era tanto un sacrificio de acuerdo con las costumbres como una tentativa para «llenarnos los ojos». A los jóvenes etnógrafos se les enseña que los indígenas temen dejar captar su imagen por la fotografía y que conviene calmar su miedo e indemnizar lo que consideran un riesgo haciéndoles un regalo, ya un objeto, ya dinero. Los caduveo habían perfeccionado el sistema: no sólo me exigían que les pagase por dejarse fotografiar, sino que me obligaban a fotografiarlos para que les pagara; no pasaba un solo día sin que alguna mujer se me presentara con un atavío extraordinario y me impusiera, de buen o mal grado, la obligación de rendirle el homenaje de un «clic» seguido de algunos muréis. Cuidadoso de mis películas, muchas veces me limitaba a un simulacro y pagaba.
Sin embargo, resistir a ese ejercicio o considerarlo como una prueba de decadencia o de mercantilismo hubiera sido hacer muy mala etnografía, pues, en forma traspuesta, aparecían de esa manera rasgos específicos de la sociedad indígena: independencia y autoridad de las mujeres de clase alta; ostentación ante el extranjero y reivindicación del homenaje de todos los otros. El vestido podía ser fantasioso e improvisado: la conducta que lo inspiraba conservaba toda su significación; era mi tarea restituirla al contexto de las instituciones tradicionales.
![]() Figura 9. Dos estatuillas que representan personajes mitológicos; la de la izquierda de piedra, la otra, de madera. |
Lo mismo ocurrió con las manifestaciones que siguieron a la imposición de un taparrabos a la señorita: desde la siesta se pusieron a beber pinga, es decir alcohol de caña; los hombres, sentados en círculo, adjudicándose, a grandes voces, grados tomados de la jerarquía militar subalterna (la única que conocían): cabo, ayudante, lugarteniente o capitán. Se trataba ciertamente de una de esas «solemnes libaciones» que ya describieron los autores del siglo xviii, donde los jefes se sentaban de acuerdo con su jerarquía, servidos por los escuderos, mientras que los heraldos enumeraban los títulos del bebedor y recitaban sus hazañas. Los caduveos reaccionan a la bebida de una manera curiosa: después de un período de excitación caen en un melancólico silencio y luego se ponen a sollozar. Dos hombres menos borrachos toman entonces los brazos del desesperado y lo pasean de un lado a otro murmurándole palabras de consuelo y de afecto hasta que se decide a vomitar. En seguida, los tres vuelven a su sitio, donde continúa la libación.
Durante todo este tiempo las mujeres cantaban una breve melopea sobre tres notas que se repetía indefinidamente, y algunas viejas que bebían por su lado a veces se lanzaban gesticulando sobre el terraplén, y discurrían de manera al parecer poco coherente, en medio de risas y bufonadas. Aun aquí hubiera sido una equivocación considerar su conducta como una simple manifestación de inercia o abandono de viejas borrachas, pues los antiguos autores atestiguan que las fiestas, principalmente las que celebraban los más importantes momentos del crecimiento de un niño noble, se caracterizaban por exhibiciones femeninas en papeles donde simulaban cambiar su sexo: desfiles guerreros, danzas y torneos. Esos campesinos andrajosos, perdidos en el fondo de su pantano, ofrecían un espectáculo miserable, pero su misma decadencia no hacía sino volver más conmovedora la tenacidad con que habían preservado ciertos rasgos del pasado.
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