Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss

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Séptima Parte. Nambiquara

27. En familia

Tristes Trópicos. Claude Lévi-StraussLos nambiquara despiertan con el día, avivan el fuego, se calientan un poco después del frío de la noche, y se alimentan ligeramente con las sobras de la víspera. Un poco más tarde, los hombres parten, en grupo o separadamente, en expediciones de caza. Las mujeres quedan en el campamento para ocuparse de los quehaceres domésticos. El primer baño se toma cuando el sol empieza a subir. Las mujeres y los niños se bañan juntos a menudo, por jugar; a veces se prende una fogata; al salir del agua se agachan frente a ella para reconfortarse, y se complacen en tiritar exageradamente. Durante el día tendrán lugar otros baños. Las ocupaciones cotidianas no son muy variadas. La preparación de la comida es lo que más cuidados y tiempo lleva: hay que rallar y pisar la mandioca, poner a secar la pulpa y cocinarla, o también descascarar y hervir las nueces de cumaru, que agregan un perfume de almendras amargas a la mayor parte de las preparaciones. Cuando hay necesidad, las mujeres y los niños parten a recoger productos silvestres. Si las provisiones son suficientes, las mujeres hilan agachadas en el suelo o de rodillas, con las nalgas sobre los talones; o bien tallan, pulen o enhebran cuentas de cascaras de nuez o de conchillas, aros y otros adornos; y si el trabajo las aburre, se despiojan una a la otra, vagan o duermen.

Durante las horas más calurosas, el campamento enmudece; los habitantes, silenciosos o adormecidos, gozan de la sombra precaria de los cobertizos. En el tiempo restante, las ocupaciones se desarrollan en medio de las conversaciones. Casi siempre alegres y risueños, los indígenas bromean y también, a veces, lanzan expresiones obscenas o escatológicas, que se saludan con grandes carcajadas. El trabajo se ve a menudo interrumpido por visitas o preguntas; si dos perros o pájaros familiares copulan, todo el mundo se detiene y contempla la operación con una atención fascinada; luego se recomienza después de un intercambio de comentarios sobre acontecimiento tan importante.

Los niños haraganean durante una gran parte de la jornada; las niñitas, por momentos, se entregan a las mismas tareas que sus mayores; los niños deambulan o pescan al borde de los cursos de agua. Los hombres que se quedan en el campamento se dedican a trabajos de cestería, fabrican flechas e instrumentos de música, y a veces prestan pequeños servicios domésticos. En general reina armonía entre las parejas. Hacia las tres o cuatro de la tarde, los otros hombres vuelven de la caza, el campamento se anima, los dichos se hacen más vivos, se forman otros grupos, distintos de las aglomeraciones familiares. Se alimentan de galletas de mandioca y de todo lo que se ha encontrado durante el día. Cuando cae la noche, algunas mujeres, que se designan diariamente, se dirigen a juntar o cortar leña para la noche al matorral vecino. Se adivina su llegada en el crepúsculo, vacilando bajo el peso que estira la «banda de transportes» sobre su frente. Para descargarse, se agachan inclinándose un poco hacia atrás y dejan su cuévano de bambú en el suelo con el fin de desembarazar la frente de la banda.

En un rincón del campamento se amontonan las ramas y cada uno se provee de acuerdo con sus necesidades. Los grupos familiares se reconstituyen alrededor de sus fogatas respectivas, que ya comienzan a brillar. La velada transcurre entre conversaciones, o en medio de cantos y danzas. A veces esas distracciones se prolongan hasta muy avanzada la noche, pero en general, después de algunas caricias y luchas amistosas, las parejas se unen más estrechamente, las madres abrazan contra sí a su niño dormido, todo se hace silencioso y la fría noche apenas se ve animada por el crujido de una rama, el paso ligero de un proveedor, los ladridos de los perros o los llantos de algún niño.

Los nambiquara tienen pocos niños: como observaría más tarde, no son raras las parejas sin hijos; uno o dos niños parecen una cifra normal y es excepcional encontrar más de tres por pareja. Las relaciones sexuales entre los padres están prohibidas hasta que el último hijo no se destete, es decir, a menudo hasta los tres años. La madre tiene a su niño a horcajadas sobre el muslo, sostenido por una larga bandolera de corteza o de algodón; le resultaría imposible llevar otro niño además de su cuévano. Las exigencias de la vida nómade, la pobreza del medio, imponen a los indígenas una gran prudencia; cuando es necesario, las mujeres no titubean en recurrir a medios mecánicos o a plantas medicinales para provocar el aborto.

Sin embargo, los indígenas experimentan y manifiestan por sus niños un afecto muy vivo, que es retribuido por ellos. Esos sentimientos son a veces ocultados por la nerviosidad y la inestabilidad que evidencian. Un niñito sufre una indigestión, tiene dolor de cabeza, vomita, pasa la mitad del tiempo quejándose y la otra mitad durmiendo: nadie le presta la menor atención y hasta se lo deja solo un día entero. Cuando llega la noche, su madre se aproxima, lo despioja dulcemente mientras duerme, pide a los otros que no se aproximen y le hace una especie de cunita con sus propios brazos.

O bien se trata de una joven madre que juega con su niño dándole palmaditas en la espalda; el niño se pone a reír, y ella se entusiasma de tal manera con el juego que lo golpea cada vez más fuerte hasta hacerlo llorar. Entonces se detiene y lo consuela.

He visto a la pequeña huérfana de la que ya hablé, literalmente pisoteada durante una danza; en la excitación general se había caído sin que nadie le prestara atención.

Cuando son contrariados, los niños pegan frecuentemente a sus madres y éstas no se oponen. Los niños no son castigados y jamás he visto pegar a ninguno de ellos, ni siquiera insinuar el gesto, a no ser en broma. A veces, un niño llora porque se hizo daño, porque se peleó, porque tiene hambre o porque no quiere dejarse despiojar. Pero esto último es raro: el despiojamiento parece encantar al paciente tanto como divierte al ejecutor; se lo considera también como una señal de interés o de afecto. El niño, o el marido, cuando quiere ser despiojado, pone la cabeza sobre las rodillas de la mujer, presentando sucesivamente los dos costados de la cabeza. La operadora procede dividiendo la cabellera en listas o mirando las mechas a trasluz. El piojo, en cuanto es atrapado, se revienta entre los dientes. El niño que llora es consolado por un miembro de su familia o por un niño mayor.

Además, el espectáculo de una madre con su niño es algo lleno de alegría y frescura. La madre tiende un objeto al niño a través de la paja del cobertizo y lo retira en el momento en que él cree atraparlo: «¡Toma por delante! ¡Toma por detrás!» O bien toma al niño y, con grandes carcajadas, finge precipitarlo a tierra: ¡amdam nom tebu!, '¡voy a tirarte!'; nihui, responde el niño con voz sobreaguda: '¡no quiero!'

Recíprocamente los niños rodean a su madre de una ternura inquieta y exigente; cuidan que ella reciba su parte de los productos de la caza. El niño, en su primera edad, ha vivido cerca de su madre. Cuando viajan, ella lo carga hasta que él pueda caminar; más tarde, va a su lado. Permanece con ella en el campamento o en la aldea mientras el padre va de caza. Al cabo de algunos años, sin embargo, hay que diferenciar los sexos. Un padre manifiesta más interés por su hijo que por su hija, pues debe enseñarle las técnicas masculinas; lo mismo puede decirse de las relaciones entre una madre y su hija. Pero las relaciones del padre con sus hijos evidencian la misma ternura y la misma solicitud que ya he señalado. El padre pasea a su hijo en hombros; confecciona armas a la medida de su bracito, etc.

Igualmente, es el padre quien cuenta a sus hijos los mitos tradicionales, traduciéndolos a un estilo más comprensible para los pequeños: «¡Todo el mundo había muerto! ¡Ya no quedaba nadie! ¡Ningún hombre, nada!» Así comienza la versión infantil de la leyenda sudamericana del diluvio, al que se remonta la destrucción de la primera humanidad.

En caso de matrimonio polígamo, existen relaciones particulares entre los hijos del primer casamiento y sus jóvenes madrastras. Estas viven con ellos en una camaradería que incluye también a todas las rapazuelas del grupo. Por más restringido que sea éste, igualmente se puede distinguir en él una sociedad de jovencitas y jóvenes mujeres que toman baños de río colectivos, van a los zarzales a satisfacer sus necesidades naturales, fuman juntas, bromean y se entregan a juegos de un gusto dudoso, tales como escupirse por turno grandes chorros de saliva en la cara. Estas relaciones son estrechas, apreciadas, pero carecen de cortesía, como las que pueden tener los muchachos en nuestra sociedad. Raramente incluyen servicios o atenciones; pero tienen una consecuencia bastante curiosa, y es que las niñas se hacen independientes más rápidamente que los varones. Siguen a las mujeres jóvenes, participan en su actividad, en tanto que los varones, abandonados a sí mismos, tratan tímidamente de formar bandas del mismo tipo; no tienen gran éxito, y por lo menos durante la primera infancia permanecen con más gusto junto a su madre.

Los pequeños nambiquara ignoran los juegos. A veces confeccionan objetos de paja enrollada o trenzada, pero no conocen otra distracción que las luchas o las volteretas que se hacen dar mutuamente, y llevan una existencia calcada sobre la de los adultos. Las niñitas aprenden a hilar, deambulan, ríen y duermen; los niñitos comienzan más tarde a tirar con pequeños arcos y a iniciarse en los trabajos masculinos (a los ocho o diez años). Pero unos y otros toman rápidamente conciencia del problema fundamental, y a veces trágico, de la vida nambiquara: el del alimento, y del papel activo que se espera de ellos. Colaboran en las expediciones de recolección de frutos y animalitos silvestres con mucho entusiasmo. En épocas de escasez, no es raro verlos buscar su comida alrededor del campamento, desenterrando raíces o caminando en la hierba en puntas de pie, con una gran rama deshojada en la mano, para aplastar langostas. Las niñitas saben cuál es la parte que corresponde a las mujeres en la vida económica de la tribu y están impacientes por hacerse cargo de ella.

Así, encuentro a una niñita que pasea tiernamente un cachorro de caza en la banda que su madre utiliza para transportar a su hermanita, y le pregunto: «¿Acaricias a tu cachorrito?» Ella me responde gravemente: «Cuando sea grande, aplastaré a los cerdos salvajes, a los monos: ¡los aplastaré a todos cuando él ladre!»

Por otra parte, cometió un error gramatical que el padre subrayó riendo: tendría que haber empleado el femenino tilondage ('cuando sea adulta'), en vez del masculino ihondage. El error es interesante porque ilustra un deseo femenino de elevar las actividades económicas propias del sexo al nivel de aquellas que son privilegio de los hombres. Como el sentido exacto del término empleado por la niña es «matar aplastando con un palo o con una maza» (aquí, el palo para cavar), parece que inconscientemente trata de identificar la recolección de frutos y animalitos propia de la mujer (limitada a la captura de pequeños animales) con la caza masculina, por medio del arco y las flechas.

Hay que hacer una mención especial del trato que se dan entre sí esos niños que se encuentran en la relación de primazgo que prescribe un tratamiento mutuo de «esposo» y «esposa». A veces se conducen como verdaderos cónyuges: por la noche dejan el hogar familiar y llevan unos tizones a un rincón del campamento, donde prenden su fuego. Después de lo cual se instalan y se entregan, en la medida de sus posibilidades, a los mismos esparcimientos que sus mayores. Los adultos contemplan la escena divertidos.

No puedo dejar a los niños sin decir una palabra sobre los animales domésticos, que viven en relación muy íntima con ellos, y además son tratados como niños: participan de las comidas, reciben los mismos testimonios de ternura o de interés —despiojamiento, juegos, conversaciones, caricias— que los humanos. Los nambiquara tienen numerosos animales domésticos: en primer lugar perros, "gallos y gallinas, que descienden de los que fueron introducidos en su territorio por la Comisión Rondón; y monos, loros, pájaros de diversas especies y, en ocasiones, cerdos y gatos salvajes o coatíes. Sólo el perro parece haber adquirido un papel utilitario entre las mujeres, para la caza con palo; los hombres no se sirven jamás de ellos para la caza con arco. Los otros animales son criados con un fin de diversión. No se los come, los huevos de gallina no se consumen (por otra parte, los ponen en el matorral), pero no titubean en comerse un pajarito si muere después de una tentativa de aclimatación.

En los viajes, todos los animales, salvo los capaces de caminar, son embarcados con el resto del equipaje. Los monos, agarrados a la cabellera de las mujeres, las cubren de un gracioso casco viviente, prolongado por la cola enrollada alrededor del cuello de la portadora. Los loros y las gallinas se cuelgan de la parte superior de los cuévanos, y otros animales son llevados en brazos. Ninguno recibe una .comida abundante; pero tienen su parte hasta en los días de escasez. A cambio, constituyen un motivo de distracción y esparcimiento para el grupo.

Ahora consideremos a los adultos. La actividad nambiquara hacia las cosas del amor puede reducirse a su fórmula: tamindige, mon-dage: 'hacer el amor es bueno'. He hecho notar la atmósfera erótica que impregna la vida cotidiana. Los asuntos amorosos retienen en grado máximo el interés y la curiosidad indígenas; están ávidos de conversaciones sobre el tema, y las observaciones intercambiadas en el campamento están llenas de alusiones y de sobreentendidos. Las relaciones sexuales habitualmente tienen lugar durante la noche, a veces cerca de las fogatas del campamento; más a menudo, la pareja se interna unos cien metros en el matorral circundante. La desaparición es notada inmediatamente y todos se llenan de júbilo; se intercambian comentarios, se dicen bromas, y hasta los niños comparten una excitación de la que conocen muy bien la causa. A veces un grupito de hombres, mujeres jóvenes y niños, se lanzan en seguimiento de la pareja y, a través del ramaje, acechan detalles de la acción, cuchicheando entre ellos y ahogando sus risas. Los protagonistas no aprecian para nada este manejo, pero más les valdrá resignarse como también soportar las bromas y burlas que saludarán su retorno al campamento. Ocurre que una segunda pareja sigue el ejemplo de la anterior y va a buscar el aislamiento del matorral.

Sin embargo, esas ocasiones son poco frecuentes, y las prohibiciones que las limitan sólo explican parcialmente este hecho. El verdadero responsable parece ser más bien el temperamento indígena. En el curso de los juegos amorosos a los que se libran las parejas, tan de buen grado y tan públicamente, y que son a menudo audaces, nunca he notado un comienzo de erección. El placer buscado parece menos de orden físico que lúdico y sentimental. Quizá por esta razón los nambiquara han abandonado el estuche peniano, cuyo uso es casi universal entre los pueblos del Brasil central. En efecto, es probable que este accesorio tenga por función, si no la de prevenir la erección, por lo menos la de poner en evidencia las disposiciones apacibles del portador. Pueblos que viven completamente desnudos no ignoran lo que nosotros llamamos pudor: trasladan el límite. Entre los indios del Brasil así como en ciertas regiones de la Melanesia, éste parece estar ubicado no entre dos grados de exposición del cuerpo, sino más bien entre la tranquilidad y la agitación.

Empero, estos matices podían acarrear malentendidos entre los indios y nosotros, de los que ni unos ni otros hubiéramos sido responsables. Así, resultaba difícil vivir indiferente frente al espectáculo que ofrecían una o dos lindas muchachas que se revolcaban en la arena, desnudas como gusanos, y se enroscaban a mis pies riendo. Cuando iba a bañarme al río, a menudo era sorprendido por el asalto de media docena de personas, jóvenes o viejas, únicamente preocupadas por arrancarme el jabón, que las volvía locas. Esas libertades se extendían a todas las circunstancias de la vida cotidiana; no era raro que me tuviera que acomodar en una hamaca enrojecida por una indígena que había hecho la siesta después de haberse pintado de urucú; y a veces cuando trabajaba sentado en el suelo, en medio de un círculo de informantes, sentía una mano que tiraba un faldón de mi camisa: era una mujer que encontraba más sencillo sonarse con ella en lugar de ir a buscar una ramita plegada en dos, a manera de pinza, que sirve normalmente para ese uso.

Para comprender bien la actitud de los dos sexos, uno frente al otro, es indispensable tener presente el carácter fundamental de la pareja entre los nambiquara; es la unidad económica y psicológica por excelencia. Entre esas bandas nómades que se hacen y deshacen sin cesar, la pareja aparece como la realidad estable (al menos teóricamente); además es ella sola la que permite asegurar la subsistencia de sus miembros. Los nambiquara viven según una economía doble: de cazadores y jardineros por una parte, de colectores y arre-bañadores por otra. La primera se encuentra asegurada por el hombre, la segunda por la mujer. Mientras que el grupo masculino parte para una jornada de caza armado de arcos y flechas, o trabaja en las huertas durante la estación de las lluvias, las mujeres, provistas del palo de cavar, yerran con los niños a través de la sabana y recogen, arrancan, aplastan, capturan, toman todo lo que en su camino puede servir de alimento: granos, frutos, bayas, raíces, tubérculos, huevos, animalitos de todas clases. Al finalizar el día, la pareja se reconstituye alrededor del fuego. Durante todo el tiempo en que la mandioca está madura, el hombre trae un fardo de raíces que la mujer ralla y pisa para hacer galletas, y si la caza ha sido fructífera, se cuecen rápidamente los trozos de los animales cazados enterrándolos en la ceniza ardiente de la fogata familiar. Pero durante siete meses del año la mandioca falta. En cuanto a la caza, depende del azar, en esas arenas estériles donde las presas endebles casi no abandonan la sombra y las pasturas de las fuentes, separadas por distancias considerables de matorral semidesértico. Así, la familia deberá subsistir en virtud de la recolección femenina.

A menudo he compartido esas diabólicas merienditas de muñeca que durante la mitad del año constituyen para los nambiquara la única esperanza de no morir de hambre.

Cuando el hombre, silencioso y cansado, vuelve al campamento y tira a un lado un arco y flechas que no se han utilizado, del cuévano de la mujer se extrae un enternecedor conjunto: algunas frutas anaranjadas del palmero buruti, dos gordas mígalas venenosas, algunos lagartos y sus minúsculos huevos, un murciélago, pequeñas nueces de palmera bacaiuva o uaguassú, y un puñado de langostas. Las frutas con pulpa se revientan con las manos en una calabaza llena de agua, las nueces se rompen a golpes de piedra, y los animales y larvas se hunden todos juntos en la ceniza; y se devora alegremente esta comida que no bastaría para calmar el hambre de un blanco, pero aquí alimenta a una familia.

Los nambiquara sólo tienen una palabra para decir lindo y joven, y otra para decir feo y viejo. Sus juicios estéticos, por lo tanto, están fundados sobre valores humanos y, sobre todo, sexuales. Pero el interés que se manifiesta entre los sexos es de naturaleza compleja. Los hombres juzgan a las mujeres, globalmente, un poco diferentes de sí mismos; según los casos, las tratan con codicia, admiración o ternura; la confusión de términos señalada más arriba constituye en sí misma un homenaje. Sin embargo, y aunque la división sexual del trabajo atribuya a las mujeres un papel capital (ya que la subsistencia de la familia reposa en amplia medida sobre la recolección de frutos y de pequeños animales que realizan las mujeres), éste representa un tipo inferior de actividad. La vida ideal está concebida sobre el modelo de la producción agrícola o de la caza: tener mucha mandioca o cazar grandes presas es un sueño constantemente acariciado, aunque rara vez realizado. Al mismo tiempo, la provisión azarosamente recogida es considerada —y realmente lo es— como la miseria cotidiana. En el folklore nambiquara, la expresión «comer langosta», cosecha infantil y femenina, equivale a «estar en la miseria». Paralelamente, la mujer es mirada como un bien tierno y precioso, pero de segundo orden. Entre hombres, es conveniente hablar de las mujeres con una benevolencia piadosa, dirigirse a ella con una indulgencia un poco zumbona. Ciertos dichos están a menudo en boca de los hombres: «Los niños no saben, yo sé, las mujeres no saben», y se evoca al grupo de las dosu —mujeres—, sus bromas, sus conversaciones, con un tono de ternura y leve burla. Pero ésta no es más que una actitud social. Cuando el hombre se encuentra solo con su mujer, junto al hogar del campamento, escuchará sus quejas, hará caso de sus pedidos y reclamará su ayuda para cien tareas. La charlatanería masculina desaparece ante la colaboración de dos compañeros conscientes del valor esencial que tienen el uno para el otro. Esta ambigüedad de la actitud masculina con respecto a las mujeres tiene su exacta correspondencia en el comportamiento, también ambivalente, del grupo femenino.

Las mujeres se piensan como colectividad y lo manifiestan de muchas maneras; se ha visto que no hablan de la misma manera que los hombres. Esto es cierto sobre todo con respecto a las jóvenes que no tienen aún hijos y a las concubinas. Las madres y las mujeres de edad subrayan mucho menos esas diferencias, aunque en ocasiones también se las encuentra en ellas. Además, las jóvenes gustan de la compañía de los niños y de los adolescentes, juegan y bromean con ellos; y son las mujeres las que cuidan a los animales con ese trato humano, propio de ciertos indios sudamericanos. Todo ello contribuye a crear alrededor de las mujeres, en el interior del grupo, una atmósfera especial, a la vez pueril, alegre, amanerada y provocativa, a la cual los hombres se asocian cuando llegan de la caza o de las huertas. Pero una actitud completamente distinta se manifiesta en las mujeres cuando tienen que vérselas frente a alguna de las tareas que se les han asignado especialmente. Cumplen sus trabajos artesanales con habilidad y paciencia, en el campamento silencioso, alineadas en círculo y dándose la espalda; durante los viajes, llevan valientemente el pesado cuévano que contiene las provisiones y las riquezas de toda la familia y el haz de flechas, mientras que el esposo va al frente con el arco y una o dos flechas, la jabalina de madera o el palo de cavar, acechando la huida de algún animal o el descubrimiento de algún árbol frutal. Se ve entonces a esas mujeres, con la frente ceñida por la banda de transporte, la espalda recubierta por el estrecho cuévano en forma de campana invertida caminar durante kilómetros, con un paso característico: los muslos apretados, las rodillas juntas, los tobillos separados, los pies hacia adentro, apoyándose sobre su borde externo, zarandeando las caderas; valerosas, enérgicas y alegres.

Este contraste entre las actitudes psicológicas y las funciones económicas se traspone al plano filosófico y religioso. Para los nambiquara las relaciones entre hombres y mujeres llevan a los dos polos alrededor de los cuales se organiza su existencia: por una parte la vida sedentaria, agrícola, fundada sobre la doble actividad masculina de la construcción de las chozas y la horticultura, por el otro, el período nómade, durante el cual la subsistencia está principalmente asegurada por la recolección y la caza de animales pequeños que realizan las mujeres; una representa la seguridad y la euforia alimentaria, la otra la aventura y la necesidad. Los nambiquara reaccionan de maneras muy diferentes ante estas dos formas de existencia, la una invernal, la otra estival. Hablan de la primera con la melancolía que va unida a la aceptación consciente y resignada de la condición humana, a la triste repetición de actos idénticos, mientras que describen la otra con excitación, y con el tono exaltado del descubrimiento.

Sin embargo, sus concepciones metafísicas invierten estas relaciones. Después de la muerte, las almas de los hombres se encarnan en los jaguares; pero las de las mujeres y las de los niños son llevadas a la atmósfera, donde se disipan para siempre. Esta distinción explica que las mujeres sean excluidas de las ceremonias más sagradas, que consisten, a principios del período agrícola, en la confección de octavines de bambú «alimentados» con ofrendas y tocados por los hombres, lo suficientemente lejos de los cobertizos para que las mujeres no los oigan.

Aunque la estación no se prestara, yo deseaba ardientemente escuchar las flautas y adquirir algunos ejemplares. Cediendo a mi insistencia, un grupo de hombres partió en expedición (los gruesos bambúes crecen solamente en la selva lejana). Tres o cuatro días más tarde fui despertado en plena noche; los viajeros habían esperado a que las mujeres estuvieran dormidas. Me arrastraron hasta una distancia de cien metros donde, disimulados por las zarzas, se pusieron a fabricar octavines y a tocarlos. Cuatro ejecutantes tocaban al unísono; pero, como los instrumentos no suenan exactamente igual, se tenía la impresión de una armonía perturbada. La melodía era diferente de la de los cantos nambiquara a los que yo estaba habituado y que, por su frescura e intervalos, evocaban nuestras canciones campesinas; también eran diferentes de las estridentes llamadas que se hacen dar a las ocarinas nasales de tres agujeros, hechas de dos pedazos de calabaza unidos con cera. Los aires que se tocan en los octavines, en cambio, limitados a unas pocas notas, se destacaban por un cromatismo y variaciones de ritmo que me parecían de un parentesco asombroso con ciertos pasajes de la Consagración de la primavera, sobre todo las modulaciones de las maderas en la parte titulada «Acción ritual de los antepasados». Ninguna mujer podía aventurarse entre nosotros. La indiscreta o imprudente hubiera sido destruida. Como entre los bororo, sobre el elemento femenino planea una verdadera maldición metafísica; pero, a la inversa de los primeros, las mujeres nambiquara no gozan de un status jurídico privilegiado (aunque parece que también entre los nambiquara la filiación se transmite por línea materna). En una sociedad tan poco organizada esas tendencias permanecen sobreentendidas y la síntesis se opera más bien a partir de conductas matizadas y difusas.

Con tanta ternura como si estuvieran acariciando a sus esposas, los hombres evocan el tipo de vida definido por el cobertizo temporario y el canasto permanente, cuando los medios de subsistencia más incongruentes son ávidamente extraídos, recogidos, capturados cada día, cuando viven expuestos al viento, al frío y a la lluvia, que no deja más huella que las almas, dispersadas por el viento y los huracanes, de las mujeres sobre cuya actividad reposa esencialmente. Y conciben bajo un aspecto muy diferente la vida sedentaria (cuyo carácter específico y antiguo se ve, sin embargo, atestiguado por las especies originales que cultivan) pero a la cual el inmutable encadenamiento de las operaciones agrícolas confiere la misma perpetuidad que a las almas masculinas reencarnadas, la durable casa de invierno y el terreno de cultivo que nuevamente volverá a vivir y a producir «cuando la muerte de su precedente explotador se haya olvidado».

¿Hay que interpretar de la misma manera la extraordinaria inestabilidad manifestada por los nambiquara, que pasan rápidamente de la cordialidad a la hostilidad? Los pocos observadores que se han aproximado quedaron desconcertados. La banda de Utiarití era la misma que hacía cinco años había asesinado a los misioneros. Mis informantes masculinos describían este ataque con complacencia y se disputaban la gloria de haber dado los mejores golpes. En verdad, yo no podía condenarlos. He conocido muchos misioneros y he apreciado el valor humano y científico de muchos de ellos. Pero las misiones protestantes norteamericanas que intentaban penetrar en el Mato Grosso central alrededor de 1930 pertenecían a una especie particular: sus miembros provenían de familias campesinas de Nebraska y de Dakota, donde los adolescentes eran educados en una creencia literal en el Infierno y los calderos de aceite hirviendo. Algunos se hacían misioneros de la misma manera como se contrata un seguro. Así tranquilizados por su salvación, pensaban que ya no tenían que hacer nada más para merecerla; en el ej ercicio de su profesión daban muestras de una dureza o de una falta de humanidad escandalosas.

¿Cómo se habrá producido el incidente causa de la matanza? Yo mismo me di cuenta en ocasión de una torpeza que casi me cuesta cara. Los nambiquara tienen conocimientos de toxicología. Fabrican curare para sus flechas por medio de una infusión de la película roja que reviste la raíz de ciertos strychnos, que hacen evaporar al fuego hasta que la mezcla adquiere una consistencia pastosa. Emplean también otros venenos vegetales que transportan consigo en forma de polvos encerrados en tubos de pluma o de bambú, rodeados de hilos de algodón o de corteza. Estos venenos sirven para las venganzas, comerciales o amorosas; más adelante hablaré de ello.

Además de esos venenos de carácter científico, que los indígenas preparan abiertamente, sin ninguna de esas precauciones y complicaciones mágicas que acompañan, más al norte, a la fabricación del curare, los nambiquara tienen otros cuya naturaleza es misteriosa. En tubos idénticos a los que contienen los venenos verdaderos, recogen partículas de resina exudada por un árbol del género bombax, que tiene el tronco hinchado en su parte media; creen que proyectando una partícula sobre un adversario provocarán condiciones físicas semejantes a las del árbol: la víctima se hinchará y morirá. Ya se trate de venenos verdaderos o de sustancias mágicas, los nambiquara los designan todos con el mismo término: nandé. Así pues, esta palabra excede la significación limitada que atribuimos a «veneno». Connota toda clase de acciones amenazadoras, como también los productos u objetos susceptibles de servir a tales acciones.

Estas explicaciones eran necesarias para comprender lo que sigue. En mis maletas había llevado algunos de esos grandes globos de papel de seda multicolor que se llenan de aire caliente suspendiendo en su base una pequeña antorcha, y que en Brasil se lanzan por cientos en ocasión de la fiesta de San Juan; una tarde tuve la mala idea de ofrecer el espectáculo a los indígenas. Un primer globo se incendió en el suelo y suscitó una viva hilaridad, como si el público hubiera sabido lo que tendría que haberse producido. Por el contrario, con el segundo tuve éxito: se elevó rápidamente, subió tan alto que su llama se confundió con las estrellas, erró largo tiempo por encima de nosotros y desapareció. Pero la alegría del principio dio lugar a otros sentimientos; los hombres miraban con atención y hostilidad, y las mujeres, con la cabeza hundida entre los brazos y apretadas una contra la otra, estaban aterrorizadas. La palabra nandé volvía con insistencia. Al día siguiente por la mañana, una delegación de hombres me visitó, exigiéndome los dejara inspeccionar la provisión de globos para ver «si no había allí nandé». El examen se hizo de manera minuciosa; por otra parte, gracias al espíritu notablemente positivo (a pesar de lo dicho) de los nambiquara, fue aceptada —no sé si comprendida— una demostración del poder ascensional del aire caliente con ayuda de pequeños fragmentos de papel abandonados encima de una fogata. Como de costumbre, cuando se trata de excusar un incidente, se cargó todo sobre los hombros de las mujeres, «que no entienden nada», «que tuvieron miedo», y temían mil calamidades.

No me hacía ilusiones: las cosas hubieran podido terminar muy mal. Sin embargo, este incidente y otros más que contaré después, en nada disminuyeron la amistad que sólo podía inspirar una intimidad prolongada con los nambiquara. Así pues, me sentí sorprendido cuando leí recientemente en una publicación de un colega extranjero el relato de su encuentro con la misma banda indígena que me hospedó, en Utiarití, diez años antes de su visita. Cuando él estuvo, en 1949, había allí dos misiones instaladas: los jesuítas de que hablé y unos misioneros protestantes norteamericanos. La banda indígena sólo contaba con 18 miembros, respecto de los cuales nuestro autor se expresa como sigue:

"De todos los indios que he visto en el Mato Grosso, los de esta banda parecían los más miserables. De los ocho hombres, uno era sifilítico, otro tenía un costado infectado, otro una herida en un pie, otro estaba cubierto de arriba abajo de una enfermedad escamosa de la piel, y también había un sordomudo. Sin embargo, las mujeres y los niños parecían gozar de buena salud. Como no usan hamacas y duermen en el suelo, están siempre cubiertos de tierra. Cuando las noches son frías, dispersan el fuego y duermen sobre las cenizas calientes... Llevan vestido sólo cuando los misioneros se los dan y les exigen su uso. Su rechazo por el baño no sólo hace que se les forme una capa de polvo y de ceniza sobre la piel y cabellera, sino también que estén cubiertos de pedazos podridos de carne y de pescado, que agregan su olor al del sudor agrio, haciendo insoportable su cercanía. Parece que estuvieran infectados por parásitos intestinales, pues tienen el estómago distendido y no cesan de tener gases. Muchas veces, trabajando con indígenas amontonados en una pieza estrecha, tenía que interrumpirme para ventilarla.

"Los nambiquara son ariscos y mal educados hasta la grosería. Cuando yo visitaba a Julio en su campamento, a veces lo encontraba acostado cerca del fuego, pero cuando él veía que me acercaba me volvía la espalda diciendo que no deseaba hablarme. Los misioneros me contaron que un nambiquara pedirá seguramente varias veces un objeto, pero, si se le niega, tratará de apropiárselo. Para impedir la entrada a los indígenas se bajaba a veces la mampara de ramas que se usaba como puerta, pero si un nambiquara quería entrar, la tiraba abajo para abrirse paso...

"No se necesita vivir mucho tiempo entre los nambiquara para tomar conciencia de sus sentimientos profundos de odio, desconfianza y desesperación, que suscitan en el observador un estado de depresión del que la simpatía no está completamente excluida."1

Yo, que los conocí en una época en que las enfermedades introducidas por el hombre blanco ya los habían diezmado, pero en que —desde las tentativas siempre humanas de Rondón— nadie había intentado aún someterlos, quisiera olvidar esta descripción dolorosa y no conservar en mi memoria más que este cuadro tomado de mi carnet de notas, donde lo garabateé una noche a la luz de mi linterna:

«En la sabana oscura las fogatas brillan. Alrededor del hogar, única protección contra el frío que desciende, detrás de la débil mampara de palmas y de ramas apresuradamente plantada en el suelo para evitar el viento o la lluvia, cerca de los cuévanos llenos de los pobres objetos que constituyen toda una riqueza terrestre, acostados en la tierra que se extiende alrededor asediada por otras bandas igualmente hostiles y asustadizas, los esposos, estrechamente abrazados, se perciben uno al otro como su apoyo, su consuelo, único recurso contra las dificultades cotidianas y la melancolía soñadora que de tanto en tanto invade el alma nambiquara. El visitante que acampa por primera vez en el matorral con los indios es presa de angustia y de piedad frente a esta humanidad tan íntegramente desprovista; aplastada contra el suelo de una tierra hostil por algún implacable cataclismo; desnuda, temblorosa, junto a las fogatas vacilantes. Circula a ciegas entre la maleza, evitando chocar contra una mano, un brazo, un torso, cuyos cálidos reflejos se adivinan al resplandor de los fuegos. Pero esta miseria está animada de cuchicheos y de risas. Las parejas se estrechan como en la nostalgia de una unidad perdida; las caricias no se interrumpen al paso del extranjero. En todos se adivina una inmensa gentileza, una profunda apatía, una ingenua y encantadora satisfacción animal y, uniendo esos sentimientos diversos, algo así como la expresión más conmovedora y más verídica de la ternura humana.»

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Notas:

1. K. oberg. Iridian Tribes of Northern Mato Grosso, Brazil, Washington, Smithsonian Institution, Institute of Social Anthropology, Publ. n.° 15, 1953, pp. 84-85.