Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss

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Segunda Parte. Hojas de ruta.

6. Como se llega a ser etnógrafo

Tristes Trópicos. Claude Lévi-StraussPreparaba mi agrégation 1 en filosofía. Hacia ello me impulsaban tanto una verdadera vocación como la repugnancia que había experimentado frente a los estudios que había intentado hasta el momento. Cuando llegué al curso de filosofía, estaba vagamente imbuido de un monismo racionalista que me disponía a justificar y a fortalecer; así, pues, había hecho lo imposible por entrar en la división del profesor considerado como más «avanzado». Es cierto que Gustave Rodrigues era militante del partido S. F. I. O., pero, en el orden filosófico, su doctrina presentaba una mezcla de bergsonismo y neokantismo que decepcionaba duramente mis esperanzas. Al servicio de una aridez dogmática, ponía un fervor que a lo largo de su curso se traducía en una gesticulación apasionada. Nunca conocí tanta convicción candida asociada a reflexión tan endeble. Se suicidó en 1940, cuando los alemanes entraron en París.

Allí comencé a enterarme de que todo problema, grave o fútil, se puede resolver aplicando un método siempre idéntico, que consiste en oponer dos opiniones tradicionales de la cuestión planteada: introducir en la primera las razones del sentido común, que luego se destruyen por medio de la segunda; por último, se las rechaza juntas gracias a una tercera que revela el carácter igualmente parcial de las dos anteriores, reducidas por artificios de vocabulario a los aspectos complementarios de una misma realidad: forma y fondo, continente y contenido, ser y parecer, continuo y discontinuo, esencia y existencia, etcétera. Estos ejercicios se transforman rápidamente en verbales, fundados en un arte del juego de palabras que reemplaza a la reflexión, siendo las asonancias entre los términos, las homofonías y las ambigüedades quienes van proporcionando la materia de esos teatra-lazos especulativos en cuya ingenuidad se reconocen los buenos trabajos filosóficos.

Cinco años de la Sorbona se reducían al aprendizaje de esa gimnasia cuyos peligros, no obstante, son manifiestos. En primer lugar, porque el resorte de esas recomposiciones es tan simple que no existe problema que no pueda ser abordado de esa manera. Para preparar tanto la oposición como esa suprema prueba, la lección, que consiste en tratar un problema al azar, después de unas horas de preparación, mis compañeros y yo nos proponíamos los temas más extravagantes. Yo me comprometía a preparar en diez minutos una conferencia de una hora, de sólido esqueleto dialéctico, sobre la respectiva superioridad de los autobuses y los tranvías. El método no sólo proporciona una llave maestra sino que lleva a que en la riqueza de los temas de reflexión sólo se advierta una forma única, siempre semejante, a condición de agregar algunas enmiendas elementales; un poco como una música que pudiera reducirse a una sola melodía, una vez entendido que se lee ora en clave de sol, ora en clave de fa. Desde este punto de vista, la enseñanza filosófica adiestraba la inteligencia al mismo tiempo que resecaba el espíritu.

Percibo un peligro aún mayor en el hecho de confundir el progreso del conocimiento con la complejidad creciente de las construcciones de la mente. Se nos invitaba a practicar una síntesis dinámica tomando como punto de partida las teorías menos, adecuadas para elevarnos hasta las más sutiles; pero al mismo tiempo (y en razón de la preocupación histórica que obsesionaba a todos nuestros maestros) había que explicar cómo éstas habían nacido gradualmente de aquéllas. En el fondo, no se trataba tanto de descubrir lo verdadero y lo falso como de comprender de qué modo los hombres habían ido superando contradicciones. La filosofía no eraancilla scientiarum, la servidora y auxiliar de la exploración científica, sino una especie de contemplación estética de la conciencia por sí misma. A través de los siglos se la veía elaborar construcciones cada vez más sutiles y audaces, resolver problemas de equilibrio o de alcance, inventar refinamientos lógicos; todo esto considerado tanto o más valioso cuanto mayores eran la perfección técnica o la coherencia interna. La enseñanza filosófica era comparable a la de una historia del arte que proclamara al gótico necesariamente superior al románico y, dentro del primero, el flamígero más perfecto que el primitivo, pero donde nadie se cuestionara sobre lo bello y sobre lo que no lo es. El significante no se refería a ningún significado, ya que no había referente. La inclinación a la verdad era reemplazada por elsavoir-faire. Luego de años consagrados a estos ejercicios me encuentro frente a ciertas convicciones primitivas que no difieren mucho de las que tenía a los quince años. Posiblemente advierto mejor la insuficiencia de esas herramientas. Por lo menos tienen un valor instrumental que las hace aptas para el servicio que les pido, pero no estoy en peligro de quedar burlado por su complicación interna, ni de olvidar su destino práctico para perderme en la contemplación de su maravillosa disposición.

Empero, adivino causas más personales de la rápida repugnancia que me alejó de la filosofía y me hizo aferrarme a la etnología como a una tabla de salvación. Después de haber pasado un año propicio en el Liceo de Mont-de-Marsan, elaborando mi curso al tiempo que enseñaba, descubrí con horror, desde mi reingreso en Laon, donde había sido nombrado, que todo el resto de mi vida consistiría en repetir aquello. Ahora bien: tengo la particularidad —sin duda un defecto— de que me resulta difícil fijar mi mente dos veces en el mismo objeto. Por lo general, el concurso deagrégation se considera como una prueba inhumana, al término de la cual, por poco que se quiera, se gana definitivamente el reposo. Para mí era lo contrario. Me recibí en el primer concurso sin cansarme; era el más joven de mi promoción; había cursado esa carrera a través de las doctrinas, las teorías y las hipótesis. Pero mi suplicio iba a comenzar después; resultaría imposible articular físicamente las lecciones si no me afanaba, cada año, por realizar un nuevo curso. Esta incapacidad se me hacía más enojosa aún en el papel de examinador, pues tomando al azar las preguntas del programa, ya ni siquiera sabía qué respuestas me debían dar los examinados. El más incapaz parecía decirlo todo. Era como si los temas se disolvieran ante mí por el solo hecho de haberles aplicado mi reflexión alguna vez.

Hoy me pregunto a veces si la etnografía no me habrá llamado sin advertirlo, en razón de una afinidad de estructura entre las civilizaciones que estudia y la de mi propio pensamiento. Me faltan aptitudes para cultivar sabiamente un terreno y recoger año tras año las cosechas: tengo la inteligencia neolítica. Como los incendios de los matorrales indígenas, ella abrasa suelos a veces inexplorados; los fecunda quizá, para sacar precozmente algunas cosechas, y deja tras ella un territorio devastado. Pero entonces yo no podía tomar conciencia de esas motivaciones profundas. De la etnología, lo ignoraba todo; nunca había seguido un curso; cuando sir James Frazer visitó por última vez la Sorbona y pronunció una conferencia memorable —creo que fue en 1928—, aunque estaba al corriente del acontecimiento, ni se me ocurrió asistir.

Indudablemente, desde pequeño me dediqué a coleccionar curiosidades exóticas; pero sólo se trataba de una ocupación de anticuario dirigida hacia terrenos donde no todo era inaccesible a mi bolsillo. En la adolescencia mi orientación continuaba aún tan indecisa, que el primero que se ocupó de formular un diagnóstico, mi profesor de filosofía de primer año —André Cresson—, me indicó los estudios jurídicos como lo que más se adaptaba a mi temperamento; lo recuerdo con gratitud a causa de la verdad a medias que este error ocultaba. Por lo tanto renuncié a la Escuela Normal y me inscribí en derecho al mismo tiempo que preparaba la licenciatura en filosofía, simplemente porque era muy fácil. Una curiosa fatalidad pesa sobre la enseñanza del derecho. Preso entre la teología, a la que en esa época lo unía su espíritu, y el periodismo, hacia quien lo va inclinando la reciente reforma, parecería que le resulta imposible situarse en un plano a la vez sólido y objetivo: pierde una de sus virtudes cuando trata de conquistar o retener la otra. El jurista, objeto de estudio para el sabio, me hacía pensar en un animal que pretendiera mostrar la linterna mágica al zoólogo. En esa época, felizmente, los exámenes de derecho se preparaban en quince días gracias a compendios que se aprendían de memoria. La clientela del derecho me disgustaba más aún que su esterilidad. Quizá la distinción no siga siendo válida, pero hacia 1928 los estudiantes de primer año de las diversas carreras se dividían en dos especies, o, podría decirse, en dos razas distintas: por un lado, derecho y medicina; por otro, ciencias y letras.

Por poco seductores que sean los términos «extravertido» e «introvertido», sin duda son los más adecuados para traducir la oposición. De un lado una «juventud» (en el sentido en que el folklore tradicional entiende este término para designar una clase de edad) ruidosa, agresiva, preocupada por afirmarse aun al precio de la peor vulgaridad, políticamente orientada hacia la extrema derecha (de la época); del otro, adolescentes prematuramente envejecidos, discretos, retirados, habitualmente «a la izquierda», y preparándose ya para hacerse admitir entre esos adultos que ellos empeñosamente trataban de llegar a ser.

La explicación de esta diferencia es bastante simple. Los primeros, que se preparan para el ejercicio de una profesión, festejan con su conducta la emancipación de la escuela y una posición ya tomada en el sistema de las funciones sociales. Ubicados en una situación intermedia entre el estado indiferenciado de alumno de liceo y la actividad especializada a la que se destinan, se sienten marginales y reivindican los privilegios contradictorios propios a una y a otra condición.

Por el contrario, en letras y ciencias, las salidas habituales: profesorado, investigación y ciertas carreras imprecisas, son de otra naturaleza. El estudiante que las elige no dice adiós al universo infantil, más bien queda apegado a él. El profesorado ¿no es acaso el único medio que se ofrece a los adultos para permanecer en la escuela? El estudiante en ciencias o en letras se caracteriza por una suerte de rechazo que opone a las exigencias del grupo. Una reacción casi conventual lo lleva a replegarse temporaria o duraderamente en el estudio, preservación y transmisión de un patrimonio independiente del tiempo. En cuanto a los futuros sabios, su objeto es conmensurable solamente a la duración del universo. Por lo tanto nada hay más vano que persuadirlos para que se comprometan; aun cuando creen hacerlo, su compromiso no consiste en aceptar un hecho, en identificarse con una de sus funciones, en asumir sus probabilidades y riesgos personales, sino en juzgarlo desde afuera y como si ellos no formaran parte; su compromiso es una manera más de permanecer desligados. Desde este punto de vista, la enseñanza y la investigación no se confunden con el aprendizaje de un oficio. Su grandeza y su miseria consisten en ser o bien un refugio o bien una misión.

En esta antinomia que opone por una parte el oficio y por la otra una empresa ambigua que oscila entre la misión y el refugio, siempre partícipe de ambos, aunque siendo siempre más bien la una o más bien el otro, la etnografía ocupa ciertamente un lugar de privilegio. Es la forma más extrema concebible del segundo término. El etnógrafo, a la vez que admitiéndose humano, trata de conocer y juzgar al hombre desde un punto de vista suficientemente elevado y distante para abstraerlo de las contingencias particulares de tal o cual sociedad o civilización. Sus condiciones de vida y de trabajo lo excluyen físicamente de su grupo durante largos períodos; por la violencia de los cambios a los que se expone, adquiere una especie de desarraigo crónico: nunca más, en ninguna parte, volverá a sentirse en su casa; quedará psicológicamente mutilado. Como la matemática o la música, la etnografía constituye una de esas raras vocaciones auténticas. Uno puede descubrirla en sí mismo, aunque no se la hayan enseñado.

A las particularidades individuales y a las actitudes sociales hay que agregar motivaciones de naturaleza propiamente intelectual. El período 1920-1930 fue el de la difusión de las teorías psicoanalíti-cas en Francia. Por ellas me enteraba de que las antinomias estáticas alrededor de las cuales nos aconsejaban construir nuestras disertaciones filosóficas y, más tarde, nuestras lecciones —racional e irracional, intelectual y afectivo, lógico y prelógico—, se reducían a un juego gratuito. En primer lugar, más allá de lo racional existía una categoría más importante y más válida: la del significante, que es la forma de ser más alta de lo racional; pero nuestros maestros (sin duda más ocupados en meditar en el Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia que en el Curso de lingüística general de F. de Saussure) ni lo mencionaban siquiera. Luego, la obra de Freud me reveló que esas oposiciones no eran en verdad tales, ya que precisamente las conductas en apariencia más afectivas, las operaciones menos racionales, las manifestaciones declaradas como prelógicas, eran al mismo tiempo las más significantes. Me convencí de que, frente a los actos de fe o a las peticiones de principio del bergsonis-mo, que reducen seres y cosas al estado de papilla para hacer resaltar mejor su naturaleza inefable, éstos pueden conservar sus valores propios sin perder la claridad de los contornos que los delimitan unos con relación a otros y dan a cada uno una estructura inteligible. El conocimiento no se apoya sobre una renuncia o sobre un trueque, sino que consiste en una selección de los aspectosverdaderos, es decir, los que coinciden con las propiedades de mi pensamiento. No porque, como lo querían los neokantianos, éste ejerza una verdadera compulsión sobre las cosas, sino más bien porque él mismo es un objeto. Siendo «de este mundo», participa de su misma naturaleza.

Empero, esta evolución intelectual que sufrí juntamente con otros hombres de mi generación se coloreaba de un matiz particular, en razón de la intensa curiosidad que desde la infancia me impulsó hacia la geología; entre mis recuerdos más queridos no cuento tanto tal o cual aventura en una zona desconocida del Brasil central, cuanto el seguimiento de la línea de contacto entre dos capas geológicas, en el flanco de una meseta languedociana. Se trata de algo muy diferente de un paseo o de una simple exploración del espacio: esta búsqueda, incoherente para un observador desprevenido, es a mis ojos la imagen misma del conocimiento, de las dificultades que opone, de las alegrías que de él pueden esperarse.

En un primer momento, todo paisaje se presenta como un inmenso desorden que permite elegir libremente el sentido que prefiera dársele. Pero más allá de las especulaciones agrícolas, de los accidentes geográficos, de los avatares de la historia y de la prehistoria, el sentido augusto entre todos ¿no es el que precede, rige y, en amplia medida, explica los otros? Esa línea pálida y enredada, esa diferencia a menudo imperceptible en la forma y la consistencia de los residuos geológicos atestiguan que allí donde veo hoy un terruño árido, antaño se sucedieron dos océanos. Siguiendo en las huellas las pruebas de su estagnación milenaria y franqueando todos los obstáculos —paredes abruptas, desmoronamientos, malezas, cultivos— indiferentes tanto a los senderos como a las barreras, uno parece actuar a contrapelo. Ahora bien, esta insubordinación tiene como único objetivo el de recuperar un sentido fundamental, sin duda oscuro, pero del que todos los otros son trasposición parcial o deformada.

Si el milagro se produce, como ocurre a veces; si de ambos lados de la secreta rajadura surgen una junto a otra dos verdes plantas de especies diferentes, de las cuales cada una ha elegido el suelo más propicio, y si en el mismo momento se adivinan en la roca dos amonitas con involuciones desigualmente complicadas que señalan a su modo una distancia de algunas decenas de milenios, entonces, de repente, el espacio y el tiempo se confunden; la diversidad viviente del instante yuxtapone y perpetúa las edades. El pensamiento y la sensibilidad acceden a una dimensión nueva donde cada gota de sudor, cada flexión muscular, cada jadeo, se vuelven otros tantos símbolos de una historia cuyo movimiento propio mi cuerpo reproduce, al mismo tiempo que su significación es abrazada por mi pensamiento. Me siento bañado por una inteligibilidad más densa, en cuyo seno los siglos y los lugares se responden y hablan lenguajes finalmente reconciliados.

Cuando conocí las teorías de Freud, se me presentaron con toda naturalidad como la aplicación al hombre individual de un método cuyo canon estaba representado por la geología. En ambos casos, el investigador se encuentra de pronto frente a fenómenos aparentemente impenetrables; en ambos casos, para inventariar y medir los elementos de una situación compleja debe ejercer cualidades de finura: sensibilidad, olfato y gusto. Y sin embargo, el orden que se introduce en un conjunto incoherente al principio, no es ni contingente ni arbitrario. A diferencia de la historia de los historiadores, la del geólogo tanto como la del psicoanalista intenta proyectar en el tiempo, un poco a la manera de un cuadro vivo, ciertas propiedades fundamentales del universo físico o psíquico. Acabo de hablar de cuadro vivo. En efecto, el juego de los «proverbios en acción» proporciona la imagen ingenua de una empresa que consiste en interpretar cada gesto como el desarrollo, en la duración, de ciertas verdades intemporales a las que los proverbios intentan restituir su aspecto concreto en el plano moral, pero que en otros dominios se llaman exactamente «leyes». En todos esos casos, un requerimiento de la curiosidad estética permite el acceso inmediato al conocimiento.

Hacia los diecisiete años fui iniciado en el marxismo por un joven socialista belga que conocí durante las vacaciones y que actualmente es embajador de su país en el extranjero. La lectura de Marx me arrebató tanto más cuanto que a través de ese gran pensamiento tomaba contacto por primeravez con la corriente filosófica que va de Kant a Hegel; todo un mundo se me revelaba. Desde entonces, este fervor nunca se vio contrariado y rara vez me pongo a desentrañar un problema de sociología o de etnología sin vivificar mi reflexión previamente con algunas páginas del 18 Brumario de Luis Bonaparte o de la Crítica de la economía política. Por otra parte, no se trata de saber si Marx previo con exactitud tal o cual acontecimiento de la historia. Después de Rousseau, y de una manera que me parece decisiva, Marx enseñó que la ciencia social ya no se construye en el plano de los acontecimientos, así como tampoco la física se edifica sobre los datos de la sensibilidad: la finalidad es construir un modelo, estudiar sus propiedades y las diferentes maneras como reacciona en el laboratorio, para aplicar seguidamente esas observaciones a la interpretación de lo que ocurre empíricamente, y que puede hallarse muy alejado de las previsiones.

En un nivel diferente de la realidad, el marxismo me parecía proceder como la geología y el psicoanálisis, entendido en el sentido que su fundador le había dado: los tres demuestran que comprender consiste en reducir un tipo de realidad a otro; que la realidad verdadera no es nunca la más manifiesta, y que la naturaleza de lo verdadero ya se trasluce en el cuidado que pone en sustraerse. En todos los casos se plantea el mismo problema: el de la relación entre lo sensible y lo racional, y el fin que se persigue es el mismo: una especie desuper-racionalismo dirigido a integrar lo primero en lo segundo sin sacrificar sus propiedades.

Por lo tanto, yo me rebelaba contra las nuevas tendencias de la reflexión metafísica tal como comenzaban a perfilarse. La fenomenología me chocaba en la medida en que postula una continuidad entre lo vivido y lo real. Estaba de acuerdo en reconocer que esto envuelve y explica aquello, pero había aprendido de mis tres maestros que el paso entre los dos órdenes es discontinuo; que para alcanzar lo real es necesario primeramente repudiar lo vivido, aunque para reintegrarlo después en una síntesis objetiva despojada de todo sentimentalismo. En cuanto a la corriente de pensamiento que iba a expandirse con el existencialismo, me parecía lo contrario de una reflexión válida por la complacencia que manifiesta para las ilusiones de la subjetividad. Esta promoción de las preocupaciones personales a la dignidad de problemas filosóficos corre demasiado riesgo de llegar a una suerte de metafísica para modistillas, aceptable como procedimiento didáctico, pero muy peligrosa si interfiere con esa misión que se asigna a la filosofía hasta que la ciencia sea lo suficientemente fuerte para reemplazarla, que consiste en comprender al ser no en relación a mí, sino en relación a sí mismo. En lugar de terminar con la metafísica, la fenomenología y el existencialismo introducían dos métodos para proporcionarle coartadas.

Entre el marxismo y el psicoanálisis, ciencias humanas, con perspectiva social en un caso e individual en el otro, y la geología, ciencia física aunque también madre y nodriza de la historia, tanto por su método como por su objeto, la etnografía se ubica espontáneamente como en su propio reino. Pues esta humanidad, que no nos parece tener otras limitaciones que las del espacio, marca con un nuevo sentido las transformaciones del globo terrestre transmitidas por la historia geológica: indisoluble trabajo que se continúa en el curso de milenios, en la obra de sociedades anónimas, como las fuerzas telúricas y el pensamiento de individuos que ofrecen otros tantos casos particulares a la atención del psicólogo. La etnografía me procura una satisfacción intelectual: en tanto historia que une por sus extremos la historia del mundo y la mía propia, revela al mismo tiempo la razón común de ambas. Proponiéndome el estudio del hombre me libera de la duda, pues considera en él esas diferencias y esos cambios que tienen un sentido para todos los hombres, excepto aquellos privativos de una sola civilización, quese desintegraría si se optara por permanecer fuera de ella. Por último, tranquiliza ese apetito inquieto y destructor del que he hablado, asegurando a mi reflexión una materia prácticamente inagotable, proporcionada por la diversidad de las costumbres, de los hábitos y de las instituciones. Ella reconcilia mi carácter y mi vida.

Después de esto, parece extraño que durante tanto tiempo haya permanecido sordo a un mensaje que, sin embargo, desde el curso de filosofía, me transmitía la obra de los maestros de la escuela sociológica francesa. De hecho tuve la revelación sólo hacia 1933 o 1934, al leer un libro, ya antiguo, que encontré por casualidad: Primitive sociology, de Robert H. Lowie. Ocurrió que, en vez de nociones tomadas de los libros e inmediatamente metamorfoseadas en conceptos filosóficos, me enfrenté con una experiencia vivida de las sociedades indigenas, cuya significación fue preservada por el compromiso del observador. Mi pensamiento salía de esta sudación cerrada a la que se veía reducido por la práctica de la reflexión filosófica. Llevado al aire libre, sentía que un hálito nuevo lo refrescaba. Como un habitante de la ciudad lanzado a las montañas, me embriagaba de espacio mientras mi mirada deslumbrada medía la riqueza y variedad de los objetos. Así comenzó esa larga intimidad con la etnología angloamericana, trabada a distancia por la lectura y mantenida luego por contactos personales, que debía dar ocasión a malas interpretaciones tan serias. En primer lugar en el Brasil, donde los profesores de la Universidad esperaban que yo contribuyera a la enseñanza de una sociología durkheimiana, a la que los había llevado la tradición positivista —tan viva en América del Sur— y la preocupación por dar una base filosófica al liberalismo moderado, que constituye el arma ideológica habitual de las oligarquías contra el poder personal. Llegué en estado de abierta insurrección contra Durkheim y contra toda tentativa de utilizar la sociología con fines metafísicos. Por cierto, yo no podía ayudar a alzar las viejas murallas justamente cuando, con todas mis fuerzas, intentaba ampliar mi horizonte. Desde entonces se me reprochó muchas veces no sé qué dependencia del pensamiento anglosajón. ¡Qué tontería! Además de ser probablemente más fiel que nadie hoy a la tradición durkheimiana —en el extranjero uno no se equivoca—, los autores frente a quienes quiero proclamar mi deuda —Lowie, Kroeber, Boas— me parecen completamente distantes de esa filosofía norteamericana a la manera de James o de Dewey (y ahora del pretendido positivismo lógico), que ha caducado hace tiempo. Europeos por su nacimiento, formados en Europa o por maestros europeos, representan algo muy diferente: una síntesis que refleja, en el plano del conocimiento, aquella cuya ocasión objetiva proporcionara Colón cuatro siglos antes; esta vez, síntesis entre un método científico vigoroso y el terreno experimental único ofrecido por el Nuevo Mundo en un momento en que, ya gozando de las mejores bibliotecas, se podía dejar la universidad y dirigirse al medio indígena con tanta facilidad como nosotros vamos a las provincias vascas o a la Costa Azul. No rindo homenaje a una tradición intelectual sino a una situación histórica. Piénsese tan sólo en el privilegio de tener acceso a poblaciones vírgenes de toda investigación seria, y lo suficientemente preservadas por el corto tiempo transcurrido desde que fuera emprendida su destrucción. Una anécdota lo hará comprender bien; es la de un indio que milagrosamente escapó, él solo, al exterminio de las tribus cali-fornianas aún salvajes. Durante años vivió ignorado por todos en las inmediaciones de las grandes ciudades, tallando las puntas de piedra de sus flechas, que le permitían cazar. Poco a poco, empero, la caza se acabó. Descubrieron un día al indio desnudo y casi muerto de hambre a la entrada de un arrabal. Terminó apaciblemente su existencia como portero de la Universidad de California.

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Notas:

1. Examen de un grado superior a la licenciatura. (N. de la T.)