Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss

Textos y Documentos
Portada Pueblos Originarios Secciones Pueblos Originarios Facebook Pueblos Originarios Twitter Pueblos Originarios

Octava Parte. Tupi-Kawaib

34. La farsa del japim

Tristes Trópicos. Claude Lévi-StraussHe aquí cómo se componía mi nueva familia: Taperahi, el jefe de la aldea, y sus cuatro mujeres: Maruabai, la mayor, y Kunhatsin, hija suya, de un matrimonio anterior; Takwame y Ianopamoko, la joven paralítica. Este hogar poligámico criaba cinco niños: Kamini y Pwereza, muchachos que parecían tener 17 y 15 años respectivamente, y tres niñitas pequeñas: Paerai, Topekea y Kupekahi.

El lugarteniente del jefe, Potien, tenía alrededor de 20 años y era hijo de un matrimonio precedente de Maruabai. Había también una vieja, Wirakaru, sus dos hijos adolescentes, Takwari y Karamua, el primero soltero, el segundo casado con su sobrina apenas nubil, Penhana; finalmente, su primo Walera, un joven paralítico.

A la inversa de los nambiquara, los tupí-kawaíb no ocultan sus nombres, que, como lo habían notado los viajeros del siglo xvi, tienen un sentido entre los tupí: «Igual que nosotros con los perros y otros animales —decía Léry— ellos les dan indiferentemente nombres de cosas que les son conocidas, como Sarigoi, que es un animal de cuatro patas; Ariñán, una gallina; Arabutén, el árbol del Brasil; Pindó, una hierba grande, y otros semejantes.»

Lo mismo ocurría en todos los casos en que los indígenas me proporcionaron una explicación de sus nombres. Taperahi parecía ser una avecita con plumaje blanco y negro; Kunhatsin quería decir 'mujer blanca' o 'de piel clara'; Takwame y Takwari parecían deri-car de takwara, una especie de bambú; Potien, un camarón de agua dulce; Wirakuru, un pequeño parásito del hombre (en portugués: bicho de pé); Karamua, una planta; Walera, también una especie de bambú.

Staden —otro viajero del siglo xvi— dice que las mujeres «toman ordinariamente nombres de pájaros, de peces y frutos», y agrega que cada vez que el marido mata a un prisionero, él y su mujer adoptan un nuevo nombre. Mis compañeros practicaban ese uso; así, Karamua se llama igualmente Janaku, porque, según se me explica, «ya ha matado a un hombre».

Los indígenas también adquieren nombres cuando pasan de la infancia a la adolescencia y después a la edad adulta. Así, cada uno posee dos, tres o cuatro, que me comunica de buen grado. Esos nombres presentan un interés considerable, porque cada linaje utiliza preferentemente ciertos grupos formados a partir de las mismas raíces y que se refieren al clan. La aldea que estudiaba era en su mayoría del clan mialat ('del jabalí'); pero se había formado por intermatrimonios con otros clanes: Paranawat ('del río'), Takwatip('del bambú') y algunos otros. Ahora bien, todos los miembros del último clan citado se llamaban con nombres derivados del epónimo: Takwame, Takwarumé, Takwari, Walera (que es un gran bambú), Topehi (fruto de la misma familia) y Karamua (también una planta, pero no identificada).

El rasgo más asombroso de la organización social de nuestros indios era el casi monopolio que el jefe ejercía sobre las mujeres del grupo. Sobre seis mujeres que habían pasado la pubertad, cuatro eran sus esposas. Si se considera que de las dos restantes, una de ellas —Penhana— es una hermana, por lo tanto prohibida, y la otra —Wirakaru— una vieja que ya no interesa más a nadie, es evidente que Taperahi posee tantas mujeres como le es materialmente posible. En su familia, el papel principal le corresponde a Kunhatsin, que, a excepción de Ianopamoko, inválida, es también la más joven y —según el juicio indígena, que confirma el del etnógrafo— de una gran belleza. Desde el punto de vista jerárquico, Maruabai es una esposa secundaria y su hija tiene precedencia sobre ella.

La mujer principal parece asistir a su marido más directamente que las otras. Estas se ocupan de los quehaceres domésticos: la cocina y los niños, que son educados en común, pasando indiferentemente de un seno a otro, de tal manera que no me fue posible determinar con exactitud cuáles eran sus madres respectivas. Por el contrario, la mujer principal acompaña a su marido en sus marchas, lo ayuda a recibir a los extranjeros, guarda los regalos, gobierna a toda la familia. La situación es inversa de la que había observado entre los nambiquara, donde es la mujer principal quien desempeña el papel de guardiana del hogar, en tanto que las jóvenes concubinas están estrechamente asociadas a las tareas masculinas.

El privilegio del jefe sobre las mujeres del grupo parece descansar primeramente sobre la idea de que el jefe tiene una naturaleza fuera de lo común. Se le reconoce un temperamento excesivo; está sujeto a trances en el curso de los cuales a veces es necesario dominarlo para impedir que "se entregue a actos homicidas (más adelante daré un ejemplo); posee don profético y otros talentos; en fin, su apetito sexual es mayor que el ordinario y para satisfacerse necesita un gran número de esposas. En el curso de dos semanas, durante las cuales compartí el campamento indígena, me sentí a menudo asombrado por la conducta anormal —en relación con la de sus compañeros— del jefe Taperahi. Parece atacado de manía ambulatoria; por lo menos tres veces por día desplaza su hamaca y el cobertizo de palmas que lo protege de la lluvia, seguido siempre por sus mujeres, su lugarteniente Potien y sus niños. Todas las mañanas desaparece en la selva con mujeres y niños; los indígenas dicen que es para copular. Se los ve regresar media hora o una hora más tarde, y preparar una nueva mudanza.

En segundo lugar, el privilegio poligámico del jefe está compensado en cierta medida por el préstamo de mujeres a sus compañeros y a los extranjeros. Potien no es sólo un ayuda de campo; participa de la existencia de la familia del jefe, recibe de ella su subsistencia, en ocasiones sirve de nodriza seca a los infantes y goza de otros favores. En cuanto a los extranjeros, todos los autores del siglo xvi se explayaron sobre la liberalidad que los jefes tupinamba demostraban para con ellos. Ese deber de hospitalidad iba a manifestarse, desde mi llegada a la aldea, en beneficio de Abaitara, que obtuvo en préstamo a Ianopamoko, la cual, estando, por otra parte, encinta, compartió su hamaca hasta mi partida, y recibió de él su alimento.

Según las confidencias de Abaitara, esta generosidad no era desinteresada. Taperahi proponía a Abaitara cederle a lanopamoko con carácter definitivo a cambio de su hijita Topehi, de ocho años aproximadamente —karijiraen taleko ahi nipoka, «el jefe quiere desposar a mi hija»—. Abaitara no se mostraba muy entusiasta, pues lanopamoko, inválida, casi no podía desempeñarse como compañera: «Ni siquiera es capaz de ir a buscar agua al río», decía él. Además, el intercambio entre una adulta físicamente disminuida y una niñita sana y plena de promesas parecía demasiado desparejo. Abaitara tenía otras pretensiones: contra Topehi, esperaba recibir a la pequeña Kupekahi, de dos años de edad, haciendo notar que era hija de Takwame —como él, miembro del clan Takwatip—, y sobre la cual él podía ejercer su privilegio de tío uterino. Según esos planes, Takwame misma debía ser cedida a otro indígena del puesto de Pimienta Bueno. El equilibrio matrimonial se habría restablecido entonces parcialmente, pues Takwari era, por su lado, «prometido» de la pequeña Kupekahi y una vez acabadas todas estas transacciones Taperahi, de cuatro mujeres, habría perdido dos, pero, con Topehi habría ganado una tercera.

Ignoro cuál fue el resultado de estas discusiones. Pero durante los quince días de vida común suscitaron tensiones entre los protagonistas, y la situación se volvía a veces inquietante. Abaitara, a pesar de sus 30 o 35 años, estaba perdidamente prendado de su novia de dos años, quien le parecía una esposa de acuerdo con sus sentimientos. Le hacía pequeños presentes y cuando ella corría a lo largo de la orilla no se cansaba de admirar y de hacerme admirar sus robustas formitas. ¡Qué hermosa muchacha sería dentro de diez o doce años! A pesar de sus años de viudez, esta larga espera no lo asustaba (claro está, contaba con Ianopamoko para asegurarse el intervalo). En las tiernas emociones que le despertaba la niñita, se mezclaban inocentemente fantasías eróticas proyectadas hacia el porvenir, un sentimiento muy paternal de su responsabilidad hacia la pequeña y la camaradería afectuosa de un hermano mayor a quien le hubiera llegado una hermanita en el ocaso de su vida.

Otro correctivo para la desigualdad en la repartición de las mujeres es el que proporciona el levirato —herencia de la mujer por el hermano del marido difunto—. De este modo había sido casado Abaitara, contra su voluntad, con la mujer de su hermano mayor muerto; tuvo que ceder a las órdenes de su padre y a la insistencia de la mujer que «lo rondaba continuamente». ¡Al mismo tiempo que el levirato, los tupí-kawaíb practican la poliandria fraternal!; la pequeña Penhana, flacucha y apenas púber, se prodigaba entre su marido Karamua y sus cuñados Takwari y Walera, este último tan sólo hermano clasificatorio de los otros dos: «Presta (su mujer) a su hermano», pues «el hermano no es celoso de su hermano». Por lo común, los cuñados y las cuñadas, si bien no se evitan, observan una conducta reservada. El día en que la mujer ha sido prestada, en sus relaciones con su cuñado reina cierta familiaridad. Charlan, ríen juntos y el cuñado le da de comer. Un día en que Takwari había tomado a Penhana, aquél almorzaba a mi lado. Cuando comenzó su comida pidió a su hermano Karamua que «fuera a buscar a Penhana para que ella comiera»; Penhana no tenía hambre porque ya había almorzado con su marido; sin embargo vino, aceptó un bocado y partió en seguida. Igualmente, Abaitara dejaba mi fogata y llevaba su comida junto a lanopamoko para comerla con ella.

Así pues, entre los tupí-kawaíb, lo que resuelve el problema planteado por las prerrogativas del jefe en materia conyugal es una combinación de poliginia y poliandria. Pocas semanas después de haberme despedido de los nambiquara, era asombroso comprobar hasta qué punto grupos geográficamente muy vecinos pueden dar soluciones diferentes a problemas idénticos. Pues entre los nambiquara también —lo hemos visto— el jefe tiene un privilegio poligá-mico, de donde resulta el mismo desequilibrio entre el número de hombres jóvenes y el de las esposas disponibles. Pero en vez de acudir a la poliandria como los tupí-kawaíb, los nambiquara permiten la práctica de la homosexualidad a los adolescentes. Los tupí-kawaíb aluden con injurias a tales usos. Por lo tanto, los condenan. Pero, como lo hacía notar maliciosamente Léry, refiriéndose a los antepasados de éstos: «Porque a veces, atufándose uno contra otro, se llaman tyvire (los tupí-kawaíb dicen de modo casi análogo: teukuruwa), es decir, 'bardaje'; de aquí se puede conjeturar (pues nada afirmo) que este abominable pecado se comete entre ellos».

Entre los tupí-kawaíb, la jefatura era objeto de una organización compleja a la cual nuestra aldea permanecía simbólicamente apegada, un poco como esas pequeñas cortes en decadencia donde un fiel se obliga a desempeñar el papel de chambelán para salvar el prestigio de la dignidad real. Eso parecía Potien al lado de Taperahi; por su asiduidad en servir a su señor, el respeto que le manifestaba y la deferencia que, a cambio de ello, le prestaban los otros miembros del grupo, se hubiera dicho que Taperahi mandaba aún, como antaño Abaitara, a algunos miles de subditos o vasallos. En ese tiempo la corte incluía por lo menos cuatro grados: el jefe, los guardias de corps, los oficiales menores y los compañeros. El jefe tenía derecho de vida y de muerte. Como en el siglo xvi, el procedimiento normal de ejecución era la inmersión; de ella se encargaban los oficiales menores. Pero el jefe también se encarga de su pueblo; y atiende las negociaciones con los extranjeros, no sin presencia de ánimo, como lo comprobé más adelante.

Yo tenía una gran marmita de aluminio que servía para cocer el arroz. Una mañana, Taperahi, acompañado por Abaitara como intérprete, vino a pedírmela; a cambio, él se comprometía a tenerla a nuestra disposición llena de «cauin» durante todo el tiempo que pasáramos juntos. Yo intenté explicar que ese utensilio de cocina nos resultaba indispensable, pero mientras Abaitara traducía yo observaba con sorpresa el rostro de Taperahi, del cual no se desprendía una sonrisa despejada, como si mis palabras respondieran a todos sus deseos. Y, en efecto, cuando Abaitara hubo terminado la exposición de las razones de mi negativa, Taperahi, siempre contento, empuñó la marmita y la agregó sin más a su material. No me quedaba más que someterme. Por otra parte, fiel a su promesa, Taperahi me proveyó durante una semana entera de un «cauin» de lujo, compuesto de una mezcla de maíz y de tocan; yo hice un consumo prodigioso, limitado tan sólo por la preocupación de salvaguardar las glándulas salivales de las tres criaturas. El incidente recordaba un pasaje de Yves d'Evreux: «Si alguno de ellos desea poseer algo que pertenece a su semejante, le dice francamente su voluntad; y es necesario que la cosa sea bien cara al que la posee, si no la da incontinenti, a cuenta empero de que si el solicitante tiene cualquier otra cosa que el donante aprecie, aquél se la dará todas y cuantas veces se la pida.»

Los tupí-kawaíb tienen una concepción del papel del jefe bastante diferente de la de los nambiquara. Cuando se les piden explicaciones sobre este punto dicen: «El jefe está siempre gozoso.» El extraordinario dinamismo que manifestaba Taperahi en todas las ocasiones es la mejor prueba de esa fórmula; empero, no se explica tan sólo por actitudes individuales, ya que, a la inversa de lo que ocurre entre los nambiquara, la jefatura tupí-kawaíb es hereditaria en línea masculina: Pwereza sería el sucesor de su padre; ahora bien, Pwereza parecía más joven que su hermano Kamini, y he recogido otros indicios de una posible preeminencia del menor sobre el mayor.

Antiguamente, una de las funciones que incumbían al jefe era la de ofrecer fiestas, donde era llamado «señor» o «dueño». Hombres y mujeres se cubrían el cuerpo de pinturas (sobre todo con el jugo violeta de una hoja no identificada, que también servía para pintar la alfarería), y había sesiones de danza con canto y música; el acompañamiento se hacía con cuatro o cinco grandes clarinetes, fabricados con troncos de bambú de 1,20 m, en la punta de los cuales había un pequeño tubo, también de bambú, que llevaba una lengüeta simple recortada en el costado y estaba mantenido en el interior por medio de un tapón de fibras. El «maestro de ceremonias» ordenaba que los hombres se ejercitasen en llevar un flautista sobre los hombros, juego competitivo que recuerda el levantamiento del mariddoentre los bororo y las carreras de los ge con un tronco de árbol.

Las invitaciones eran hechas con anticipación para que los participantes tuvieran tiempo de amontonar y ahumar pequeños animales tales como ratas, monos, ardillas, que llevaban enhebrados alrededor del cuello. El juego de la rueda dividía la aldea en dos bandos: los menores y los mayores. Los equipos se reunían en el extremo oeste de un terreno circular, mientras dos lanzadores, pertenecientes a cada campo, tomaban respectivamente posición al norte y al sur. Se tiraban, haciéndolo rodar, una especie de aro macizo, hecho con una sección de tronco. Cuando este blanco pasaba por delante de los tiradores, cada uno trataba de alcanzarlo con una flecha. Por cada tiro al blanco, el ganador se apoderaba de una flecha del adversario. Este juego posee asombrosos análogos en América del Norte.

Finalmente se tiraba al blanco sobre un muñeco, y no sin riesgo, pues aquel cuya flecha se clavara en el poste que servía de soporte estaría tocado por un destino fatal de origen mágico; lo mismo les ocurriría a los que tuvieran la audacia de esculpir un muñeco de madera con forma humana en vez de una muñeca de paja, o uno que representara un mono.

Así transcurrían los días recogiendo los restos de una cultura que había fascinado a Europa y que quizá desapareciera sobre la margen derecha del Alto Machado en el momento mismo de mi partida: yo subía a la embarcación que volvía de Urupá, el 7 de noviembre de 1938, y los indígenas tomaban la dirección de Pimenta Bueno para reunirse con los compañeros de Abaitara y su familia.

Sin embargo, hacia el fin de esta liquidación melancólica del activo de una cultura moribunda me estaba reservada una sorpresa. Fue al comenzar la noche, cuando todos aprovechan los últimos resplandores de la fogata para entregarse al sueño. El jefe Taperahi ya estaba acostado en su hamaca; comenzó a cantar con una voz lejana y titubeante, que apenas parecía pertenecerle. Inmediatamente, dos hombres (Walera y Kamini) vinieron a agacharse a sus pies; un escalofrío de excitación atravesó al pequeño grupo. Walera lanzó algunos llamados; el canto del jefe se precisó, su voz se afirmó. Y, de pronto, comprendí lo que estaba viendo: Taperahi estaba actuando una pieza de teatro, o más exactamente una opereta, con mezcla de canto y de texto. El solo encarnaba una docena de personajes. Pero cada uno de ellos se distinguía por un tono especial de voz —aguda, en falsete, gutural, en bordón—; y por un tema musical que constituía un verdadero leitmotiv. Las melodías parecían extrañamente próximas al canto gregoriano. Después de la Consagración evocada por las flautas nambiquara, me parecía oír una versión exótica de Bodas.

Con la ayuda de Abaitara —tan interesado en la representación que era difícil arrancarle comentarios —pude hacerme una vaga idea del tema. Se trataba de una farsa cuyo héroe era el pájaro japim (una oropéndola de plumaje negro y amarillo, cuyo canto modulado parece una voz humana) y sus compañeros, animales —tortuga, jaguar, halcón, hormiguero, tapiz, lagarto, etc.—; cosas: palo, maza, arco; y, finalmente, espíritus, como el fantasma Maira. Cada uno se expresaba en un estilo tan conforme a su naturaleza que muy rápidamente llegué a identificarlos por mi cuenta. La intriga se desarrollaba en torno de las aventuras del japim, quien, amenazado al principio por los otros animales, los engañaba de diversas maneras y finalmente los vencía. La representación, que fue repetida (¿o continuada?) durante dos noches consecutivas, duró unas cuatro horas cada vez. Por momentos Taperahi parecía invadido por la inspiración; hablaba y cantaba abundantemente; las carcajadas surgían de todos lados. Otras veces parecía agotarse: su voz se hacía débil, trataba diferentes temas sin detenerse en ninguno. Entonces, uno de los recitadores, o ambos a la vez, venía a socorrerlo, ya sea renovando sus llamados, que daban al actor principal un respiro, ya proponiéndole un tema musical, ya, en fin, asegurando temporariamente uno de los papeles, de tal manera que por un momento se asistía a un verdadero diálogo. Una vez repuesto, Taperahi comenzaba un nuevo desarrollo.

A medida que la noche avanzaba se percibía que esta creación poética se acompañaba de una pérdida de conciencia y que el actor era superado por sus personajes. Sus diferentes voces se le hacían extrañas; cada una de ellas adquiría una naturaleza tan marcada que era difícil creer que pertenecían todas al mismo individuo. Al final de la segunda sesión, Taperahi, siempre cantando, se levantó bruscamente de su hamaca y se puso a circular de manera incoherente reclamando «cauin»; había sido «aprehendido por el espíritu»; de golpe, empuñó un cuchillo y se precipitó sobre Kunhatsin, su mujer principal, que a duras penas consiguió escapar hacia la selva, mientras los otros hombres lo reducían y lo obligaban a ir hacia su hamaca, donde en seguida se durmió. Al día siguiente todo era normal.

Capítulo anterior Siguiente capítulo