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Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss
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Octava Parte. Tupi-Kawaib
32. En la selva
Desde mi infancia, el mar me inspira sentimientos confusos. El litoral y esa franja periódicamente abandonada por el reflujo que la prolonga disputando al hombre su imperio, me atraen por el desafío que lanzan a nuestras empresas, el universo imprevisto que se oculta, la promesa que hacen de observaciones y de hallazgos templados por la imaginación. Como a Benvenuto Cellini —hacia quien experimento mayor inclinación de la que tengo por los otros maestros del Quattrocento—, me gusta vagar por la arena abandonada por la marea y seguir por los contornos de una costa abrupta el itinerario que ella impone, recogiendo guijarros agujereados, conchillas con su forma alterada por el desgaste o raíces de caña que forman quimeras, y hacerme un museo con todos esos despojos: por un instante, en nada tiene que envidiar a aquellos donde se han amontonado obras maestras; además, estas últimas provienen de un trabajo que, aun teniendo su sede en el espíritu y no fuera, quizá no es fundamentalmente distinto de aquel en el que la naturaleza se complace.
Pero no siendo ni marino ni pescador, me siento herido por esta agua que sustrae la mitad de mi universo y aún más, ya que su gran presencia resuena más acá de la costa, modificando a menudo el paisaje y haciéndolo austero. Me parece que sólo el mar destruye la diversidad habitual de la tierra ofreciendo a la vista vastos espacios y coloridos suplementarios; pero al precio de una monotonía agotadora y de una chatura donde ningún valle escondido reserva las sorpresas de que se nutre mi imaginación.
Además hoy en día nos son negados los encantos que atribuyo al mar. Como un animal senescente cuyo caparazón se espesa como una máscara impermeable alrededor de su cuerpo que no permite respirar a la epidermis y acelera el proceso de envejecimiento, la mayor parte de los países europeos dejan que sus costas se obstruyan con villas, hoteles y casinos. El litoral esboza, como antes, una imagen anticipada de las soledades oceánicas; se vuelve una especie de frente de batalla donde los hombres movilizan periódicamente todas sus fuerzas para asaltar una libertad a la que niegan su precio por las condiciones en las cuales aceptan arrebatársela. Las playas, donde el mar nos entregaba los frutos de una agitación milenaria —asombrosa galería donde la naturaleza se clasificaba siempre a la vanguardia—, bajo el pisoteo de las muchedumbres sólo sirven para la disposición y exposición de los desperdicios.
Así, pues, yo prefiero la montaña al mar; y durante años ese gusto tomó la forma de un amor celoso. Odiaba a los que compartían mi predilección, porque amenazaban esa soledad a la que tanto quería. Y despreciaba a los otros, para quienes la montaña significaba sobre todo fatigas excesivas y un horizonte interrumpido, a causa de su incapacidad para experimentar las emociones que suscitaba en mí. Hubiera sido necesario que la sociedad entera confesara la superioridad de las montañas y me reconociera su posesión exclusiva. Agrego que esta pasión no se aplicaba a la alta montaña; ésta me había decepcionado por el carácter ambiguo, aunque indiscutible, de las alegrías que ocasiona: intensamente físicas, y aun orgánicas cuando se considera el esfuerzo requerido, pero no obstante formales y casi abstractas en la medida en que la atención, cautivada por tareas demasiado sabias, se deja en plena naturaleza cercar por preocupaciones que dependen de la mecánica y de la geometría. Amo esa montaña que puede llamarse «de cabras»; y sobre todo la zona comprendida entre los 1400 y los 2200 metros: demasiado media aún para empobrecer el paisaje tal como lo hace más arriba; allí la altura parece incitar a la naturaleza a una vida más ardiente y con más vivos contrastes, al par que no se deja invadir por los cultivos. En esos altos balcones, preserva el espectáculo de una tierra menos domesticada que la de los valles y tal como nos gusta pensar —sin duda equivocadamente— que el hombre pudo conocerla en sus comienzos.
Si el mar ofrece a mi mirada un paisaje diluido, la montaña se me presenta como un mundo concentrado. Lo es en sentido propio, ya que la tierra plegada y doblada parece tener más superficie en la misma extensión. Las promesas de este universo más denso son, igualmente, más lentas en agotarse. El clima inestable que allí reina y las diferencias debidas a la altitud, a la exposición y a la naturaleza del suelo, favorecen las oposiciones tajantes, entre las vertientes y los niveles tanto como entre las estaciones. Yo no estaba, como tanta gente, deprimido por la estada en un valle estrecho donde las pendientes, por su proximidad, semejan murallas y no dejan entrever más que un fragmento de cielo que el sol recorre en pocas horas-, muy por el contrario. Me parecía que ese paisaje erguido estaba vivo. En vez de someterse pasivamente a mi contemplación, como un cuadro cuyos detalles es posible aprehender a distancia y sin poner nada de sí, me invitaba a una suerte de diálogo donde él y yo deberíamos poner lo mejor de nosotros mismos. El esfuerzo físico que hacía para recorrerlo era algo que yo le concedía y por el cual su ser se me hacía presente. Rebelde y provocador a la vez, sustrayéndome siempre una mitad de sí mismo pero para renovar la otra por la perspectiva complementaria que acompaña a la ascensión o al descenso, el paisaje de montaña se unía a mí en una especie de danza que me parecía dirigir yo tanto más libremente cuanto mejor había logrado penetrar las grandes verdades que la inspiraban.
Y no obstante, hoy me siento muy obligado a reconocerlo: sin que me sienta cambiado, este amor a la montaña se va desprendiendo de mí como una ola que retrocede sobre la arena. Mis pensamientos son los mismos; es la montaña la que me deja. Alegrías iguales se me hacen menos sensibles por haberlas buscado durante demasiado tiempo y con demasiada intensidad. En estos itinerarios que a menudo he seguido, hasta la sorpresa se me ha hecho familiar; ya no trepo por los heléchos y las rocas sino entre los fantasmas de mis recuerdos. Estos pierden doblemente su atractivo; primero, en razón de un desgaste que los ha despojado de toda novedad y, sobre todo, porque se obtiene un placer cada vez más entorpecido al precio de un esfuerzo que se acrecienta con los años. Envejezco, y nada me lo advierte más que este desgaste de los ángulos, antes vivos, de mis proyectos y de mis empresas. Aún soy capaz de repetirlos, pero ya no depende de mí que su cumplimiento me acarree la satisfacción que me habían procurado tan a menudo y tan fielmente.
Ahora es la selva lo que me atrae. Le encuentro los mismos encantos que a la montaña pero en una forma más apacible y acogedora. El haber recorrido tanto las sabanas desérticas del Brasil central ha devuelto su precio a esa naturaleza agreste que los antiguos amaron: la hierba nueva, las flores y la frescura húmeda de los chaparrales. Desde entonces, ya no me fue posible conservar el mismo amor intransigente a las Cevenas pedregosas; comprendía que el entusiasmo de mi generación por la Provenza era un ardid del que fuimos víctimas después de haber sido sus autores. Para descubrir —alegría suprema que nuestra civilización nos negaba—, sacrificamos a la novedad el objeto que debe justificarla. Esa naturaleza había sido desdeñada en cuanto era factible cebarse en otra. Privados de la más válida, teníamos que reducir nuestras ambiciones a la que permanecía disponible, glorificar la sequía y la dureza, ya que sólo esas formas nos eran facilitadas.
Pero en esa marcha forzada habíamos olvidado la selva. Tan densa como nuestras ciudades, estaba poblada por otros seres que formaban una sociedad que nos había mantenido apartados con mayor eficacia que los desiertos por donde avanzábamos locamente, ya fueran las altas cimas o las landas asoleadas. Una colectividad de árboles y de plantas aleja al hombre, se apresura a tapar las huellas de su paso. A menudo difícil de penetrar, la selva reclama, al que en ella se hunde, esas concesiones que de manera más violenta la montaña exige al caminante. Su horizonte, menos extenso que el de las grandes cadenas, rápidamente tapado, encierra un universo reducido que aisla tan completamente como las perspectivas desérticas. Un mundo de hierbas, de flores, de hongos y de insectos continúa allí con libertad una vida independiente en la cual sólo se nos admite por la humildad y la paciencia. Algunos metros de selva bastan para abolir el mundo exterior; un universo deja lugar a otro, menos complaciente a la vista, pero donde el oído y el olfato, esos sentidos más próximos al alma, encuentran satisfacción. Renacen bienes que se creían desaparecidos: el silencio, el frescor y la paz. La intimidad con el mundo vegetal concede aquello que el mar ahora nos rehusa y que la montaña hace pagar demasiado caro.
Para convencerme de ello, sin embargo, quizá fuera necesario que la selva me impusiera primeramente su forma más virulenta, gracias a lo cual sus rasgos universales se me harían patentes. Pues, entre la selva —donde me hundía para encontrar a los tupí-kawaíb— y nuestros climas, la distancia es tal que no se pueden hallar fácilmente los términos para expresarla.
Desde afuera, la selva amazónica parece un montón de burbujas congeladas, una plantación vertical de tumefacciones verdes; se diría que un trastorno patológico ha afligido uniformemente al paisaje fluvial. Pero cuando reventamos la funda y entramos, todo cambia: desde dentro, esa masa confusa se transforma en un universo monumental. La selva deja de ser un desorden terrestre; parece un nuevo mundo planetario, tan rico como el nuestro, al cual hubiera reemplazado.
Cuando la vista se acostumbra a reconocer esos planos aproximados y la mente puede superar la primera impresión de aplastamiento, se descubre un sistema complicado. Se distinguen pisos superpuestos que a pesar de las rupturas de nivel y de los desórdenes intermitentes reproducen la misma construcción: primero, la cima de las plantas y de las hierbas que llegan a la altura del hombre; por encima, los troncos pálidos de los árboles y las lianas, que gozan brevemente de un espacio libre de toda vegetación; un poco más arriba, esos troncos desaparecen, ocultos por el follaje de los arbustos o la floración escarlata de los bananeros salvajes, las pacovas; los troncos resurgen por un instante de esa espuma para perderse nuevamente entre la floración de las palmeras; vuelven a salir en un punto más elevado aún, donde se destacan las primeras ramas horizontales, desprovistas de hojas pero sobrecargadas de plantas epífitas —orquídeas y bromeliáceas— como el velamen de un navio; y casi fuera del alcance de la vista, ese universo se cierra en vastas cúpulas, ya verdes, ya sin hojas, pero entonces recubiertas por flores blancas, amarillas, anaranjadas, púrpura o malva; el espectador europeo se maravilla al reconocer allí la frescura de sus primaveras, pero en una escala tan desproporcionada que la majestuosa floración de los fuegos otoñales se impone a él como único término de comparación.
A esos pisos aéreos responden otros, bajo los mismos pies del viajero. Pues sería una ilusión creer que se camina sobre el suelo, hundido bajo un entrecruzamiento inestable de raíces, vastagos, guedejas y musgos; cada vez que el pie trastabilla, hay riesgo de caer en profundidades a veces desconcertantes. La presencia de Lucinda complica aún más la marcha.
Lucinda es una mónita de cola prensil, piel malva y pelo de ardilla siberiana, y de la especie Lagothryx, comúnmente llamada barrigudo por su característico vientre abultado. Me la dio, a las pocas semanas de vida, una india nambiquara, quien la alimentaba y la llevaba día y noche agarrada de su cabellera, que reemplazaba la pelambre y el lomo maternos (las monas llevan sus crías sobre la espalda). Las mamaderas de leche condensada eran su alimento; las de whisky, que hacían caer de sueño al pobre animal, me fueron liberando progresivamente por las noches. Durante el día sólo pude obtener de Lucinda una promesa: consintió en cambiar mi cabello por mi bota izquierda, de la cual se agarraba con sus cuatro miembros, por encima mismo del pie. A caballo, esta posición era posible, y en piragua perfectamente aceptable. Pero a pie, cada zarza, cada rama baja, cada hoya, arrancaban a Lucinda gritos estridentes. Todos los esfuerzos para incitarla a aceptar mi brazo, mi hombro, y hasta mi cabello, fueron vanos. Necesitaba mi bota izquierda, única protección y único punto de seguridad en esa selva donde había nacido y vivido, pero donde le habían bastado pocos meses cerca del hombre para que se le hiciera tan extraña como si hubiera crecido en los refinamientos de la civilización. Así fue como, cojeando con la pierna izquierda y con los oídos heridos por lancinantes reproches a cada paso en falso, yo trataba de no perder de vista la espalda de Abaitara. Nuestro guía avanzaba en la penumbra verde con paso corto y rápido, rodeando gruesos árboles que por momentos hacían creer que había desaparecido, abriendo un paso a través de zarzales y lianas a golpes de machete, dibujando a derecha e izquierda un itinerario para nosotros incomprensible, pero que nos hundía siempre hacia adelante.
Para olvidar la fatiga, yo dejaba mi mente en asociación libre. Al ritmo de la marcha se formaban en mi cabeza pequeños poemas y daban vueltas en ella durante horas, como un bocado que a fuerza de ser masticado perdió su sabor pero que uno no se decide a escupir o tragar por ser su presencia el único entretenimiento posible. El ambiente de acuario que reinaba en la selva engendró esta cuarteta:
Dans la forét céphalopode gros coquillage [En la selva cefalópoda |
O bien, por contraste sin duda, evocaba el recuerdo ingrato de los suburbios:
On a nettoyé l'herbe paillasson les [Limpiaron la hierba-felpudo |
Finalmente, ésta, que nunca me pareció terminada aunque nació de acuerdo con las circunstancias; aún hoy me atormenta cuando emprendo una marcha prolongada:
Amazone, chere amazone [Amazona, querida amazona, |
Hacia el mediodía, detrás de un matorral nos encontramos súbitamente con dos indígenas que iban en dirección opuesta. El mayor, de unos cuarenta años, vestido con un pijama desgarrado, tenía el cabello largo hasta los hombros; el otro, con el cabello corto, estaba completamente desnudo salvo el pequeño cucurucho de paja que le adornaba el pene; sobre la espalda llevaba una gran águila harpía dentro de un cuévano de palmas verdes estrechamente sujeto alrededor de su cuerpo; la habían preparado como a un pollo y ofrecía un aspecto lamentable a pesar de su plumaje con estrías grises y blancas y su cabeza con el poderoso pico amarillo, coronada por una diadema de plumas hirsutas. Ambos indígenas llevaban arco y flecha.
Por la conversación entre ellos y Abaitara supimos que eran el jefe de la aldea y su lugarteniente; precedían al resto de los habitantes, que vagaban por algún lugar de la selva; todos iban hacia el Machado para hacer la visita, prometida desde hacía un año, al puesto de Pimento Bueno; en fin, el águila harpía era un regalo para sus anfitriones. Esto nos contrariaba, pues no sólo queríamos encontrar indígenas sino también visitar la aldea. Así pues, fue necesario
persuadir a nuestros interlocutores con la promesa de los numerosos presentes que les esperaban en el campamento de Porquinho, de que retornaran, nos acompañaran y nos recibieran en la aldea (a lo cual manifestaron una extrema repugnancia); en seguida volveríamos a tomar todos juntos el camino del río. Puestos de acuerdo, el águila fue echada sin más al borde de un arroyo donde parecía inevitable su muerte por hambre o presa de las hormigas. No se volvió a hablar de ella en los quince días siguientes salvo para levantar rápidamente su acta de defunción: «El águila murió». Los dos kawaíb desaparecieron en la selva para anunciar nuestra llegada a sus familias, y reanudamos la marcha.
El incidente del águila se prestaba a la reflexión. Muchos autores antiguos cuentan que los tupí criaban águilas y las alimentaban con monos para desplumarlas periódicamente; Rondón había señalado este uso entre los tupí-kawaíb, y otros observadores entre ciertas tribus del Xingu y del Araguaia. Por lo tanto, no me sorprendía que un grupo de tupí-kawaíb lo hubiera preservado, ni que el águila —considerada como su propiedad más preciosa— fuera llevada como presente, si nuestros indígenas habían resuelto verdaderamente (como yo comenzaba a sospecharlo y lo comprobaría en seguida) dejar en forma definitiva su aldea para unirse a la civilización. Pero esto hacía incomprensible la decisión de abandonar el águila a un penoso destino. Sin embargo, toda la historia de la colonización en América del Sur y en otras partes debe tomar en cuenta esas actidudes de renuncias radicales a los valores tradicionales, de esas desagregaciones de un género de vida donde la pérdida de ciertos elementos trae aparejada la depreciación inmediata de todos los otros, fenómeno del que yo acababa de ver un ejemplo característico.
Una comida sumaria, compuesta por algunos trozos de xarqueasados y sin remojar, se adornó con productos recogidos en la selva: nuez tocari, frutos de pulpa blanca, acida y como musgosa, cacao silvestre, bayas del árbol pama, frutos y granos de cajú. Llovió toda la noche sobre los cobertizos de palma que protegían las hamacas. Al alba, la selva, silenciosa durante el día, resonó durante algunos minutos con los gritos de los monos y los loros. Retomamos esa progresión donde cada uno trata de no perder de vista la espalda que lo precede, convencido de que bastaría con apartarse algunos metros para perder toda referencia y para que ningún llamado se oyera. Pues uno de los rasgos más asombrosos de la selva es que parece inmersa en un medio más denso que el aire: la luz sólo penetra enverdecida y debilitada; la voz no tiene alcance. El extraordinario silencio que allí reina, quizá resultado de esa condición, ganaría por contagio al viajero si la intensa atención que debe prestar a la ruta no lo incitara ya a callar. Su situación moral conspira con el estado físico para crear un sentimiento de opresión difícilmente tolerable.
![]() Figura 51. Astillas de bambú que protegen los accesos a la aldea. |
De tanto en tanto, nuestro guía se inclinaba al borde de su invisible camino para levantar con gesto rápido una hoja y mostrarnos debajo de ella una astilla lanceolada de bambú plantada oblicuamente en el suelo para que se clavara allí un pie enemigo. Así, con estas trampas llamadas min, los tupí-kawaíb protegen los accesos a su aldea; los antiguos tupí las hacían más grandes.
En el transcurso de la tarde alcanzamos un castanhal, grupo de castaños alrededor de los cuales los indígenas (que explotan metódicamente la selva) habían abierto un pequeño claro para recoger con más facilidad los frutos caídos. Allí acampaba el efectivo de la aldea: hombres desnudos que llevaban el estuche peniano observado en el compañero del jefe, mujeres también desnudas salvo un taparrabo de algodón tejido, ceñido a la altura de los riñones, en un principio teñido de rojo, con urucú, pero luego decolorado por el uso.
En total se contaban seis mujeres, siete varones —uno de ellos adolescente— y tres niñitas, como de uno, dos y tres años; sin duda, uno de los grupos más reducidos que han podido sobrevivir, durante trece años por lo menos (es decir, después de la desaparición de la aldea de Abaitara), sin ningún contacto con el mundo exterior. Entre ellos había, además, dos paralíticos de las piernas: una mujer joven que se sostenía con ayuda de dos bastones, y un hombre, igualmente joven, que se arrastraba por el suelo como si no tuviera miembros inferiores. Sus rodillas sobresalían por encima de
las piernas descarnadas, hinchadas en su cara interna y como llenas de serosidad; los dedos del pie izquierdo estaban paralizados, no así los del derecho. Sin embargo, los dos inválidos se desplazaban en la selva, aun en largos recorridos, con aparente facilidad. ¿Se trataría de poliomielitis o de algún otro virus? Era triste evocar, ante estos desgraciados librados a sí mismos en la naturaleza más hostil que el hombre pueda afrontar, estas palabras de Thevet, que visitó a los tupí de la costa en el siglo xvi y que admiró a ese pueblo «compuesto de los mismos elementos que nosotros, que... jamás... es atacado de lepra, parálisis, letargía, enfermedades ulcerosas ni chancros u otros vicios del cuerpo que se ven superficialmente y en el exterior». No sospechaba que él y sus compañeros eran los adelantados vehículos de esos males.
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