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Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss
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Tercera Parte. El nuevo mundo.
11. San Pablo
Hubo quien maliciosamente definió a América como una tierra que pasó de la barbarie a la decadencia sin haber conocido la civilización. Con más acierto podría aplicarse la fórmula a las ciudades del Nuevo Mundo: pasan directamente de la lozanía a la decrepitud, pero nunca son antiguas. Una estudiante brasileña vino a mí llorando después de su primer viaje a Francia. París le había parecido sucia, con sus edificios ennegrecidos. La blancura y la limpieza eran los únicos criterios de que disponía para apreciar una ciudad. Las ciudades americanas, a diferencia de las de tipo monumental, jamás incitan a un paseo fuera del tiempo, ni conocen esa vida sin edad que caracteriza a las más bellas ciudades que han llegado a ser objeto de contemplación y de reflexión, y no tan sólo instrumentos de la función urbana. En las ciudades del Nuevo Mundo, ya sea Nueva York, Chicago o Sao Paulo (estas dos últimas se comparan muy a menudo), lo que impresiona no es la falta de vestigios; esta ausencia es un elemento de su significación. Al revés de esos turistas europeos que se enfurruñan porque no pueden agregar otra catedral del siglo xiii a su catálogo, me alegra adaptarme a un sistema sin dimensión temporal para interpretar una forma diferente de civilización. Pero caigo en el error inverso: ya que estas ciudades son nuevas, y de su novedad tienen su ser y su justificación, no puedo perdonarles que no lo sigan siendo. Para las ciudades europeas, el paso de los siglos constituye una promoción; para las americanas, el de los años es una decadencia. No sólo están recientemente construidas, sino que lo están para renovarse con la misma rapidez con que fueron edificadas, es decir, mal. En el momento de levantarse, los nuevos barrios casi ni son elementos urbanos: demasiado brillantes, demasiado nuevos, demasiado alegres para eso. Más bien parecen una feria, una exposición internacional construida sólo por unos meses. Luego de ese lapso la fiesta termina y esas grandes figurillas languidecen: las fachadas se escaman, la lluvia y el hollín dejan sus huellas, el estilo pasa de moda, la disposición primitiva desaparece bajo las demoliciones que exige una nueva impaciencia. No son ciudades nuevas en contraste con ciudades antiguas, sino ciudades con un ciclo de evolución muy corto comparadas con otras de ciclo lento. Ciertas ciudades de Europa se adormecen dulcemente en la muerte; las del Nuevo Mundo viven febrilmente en una enfermedad crónica; son perpetuamente jóvenes y sin embargo nunca sanas.
Cuando visité Nueva York y Chicago en 1941 o cuando llegué a Sao Paulo en 1935, me asombró en primer lugar no lo nuevo, sino la precocidad de los estragos del tiempo. No me sorprendí de que a estas ciudades les faltaran diez siglos; me impresionó comprobar que muchos de sus barrios tuvieran ya cincuenta años, que sin ninguna vergüenza dieran muestras de tal marchitamiento, ya que, en suma, el único adorno que podrían pretender sería el de una juventud, fugitiva para ellos tanto como para seres vivientes. Chatarra, tranvías rojos como vehículos de bomberos, bares de caoba con balaustrada de latón pulido, depósitos de ladrillos en callejuelas solitarias donde sólo el viento barre las basuras, parroquias rústicas al pie de las oficinas y Bolsas con estilo de catedrales; laberintos de inmuebles oxidados que cuelgan sobre abismos entrecruzados por zanjas, puentes giratorios y andamios. ¡Oh, Chicago, imagen de las Américas, ciudad que sin cesar crece en altura por la acumulación de sus propios escombros que soportan nuevas construcciones! No sorprende que en ti el Nuevo Mundo ame tiernamente la memoria de los tiempos del 1880; pues la única antigüedad que él puede pretender en su sed de renovación es esta humilde distancia de medio siglo, demasiado breve para favorecer el juicio de nuestras ciudades milenarias, pero que le da, a él, que no se cuida del tiempo, una pequeña oportunidad para enternecerse por su juventud transitoria.
En 1935, los habitantes de Sao Paulo se enorgullecían de que en su ciudad se construyera, como término medio, una casa por hora. Entonces se trataba de mansiones; me aseguran que el ritmo sigue siendo el mismo, pero para las casas de departamentos. La ciudad se desarrolla a tal velocidad que es imposible trazar el plano; todas las semanas habría que hacer una nueva edición. Hasta parece que si se acude en taxi a una cita fijada con algunas semanas de anticipación, puede ocurrir que uno se adelante al barrio por un día. En estas condiciones, evocar recuerdos de hace veinte años es como contemplar una fotografía ajada. A lo sumo puede presentar un interés documental. Desalojo los bolsillos de mi memoria y entrego lo que queda a los archivos municipales.
Por esa época se describía a Sao Paulo como una ciudad fea. Sin duda, las casas de departamentos del centro eran pomposas y pasadas de moda. La presuntuosa indigencia de su ornamentación se agravaba aún más por la pobreza de la construcción; las estatuas y guirnaldas no eran de piedra, sino de yeso embadurnado de amarillo para simular una pátina. En general, la ciudad presentaba los tonos sostenidos y arbitrarios que caracterizan esas malas construcciones donde el arquitecto ha tenido que recurrir al revoque para proteger y disimular la base.
En las construcciones de piedra las extravagancias del estilo 1890 se pueden disculpar, en parte, por la gravedad y la densidad del material; se ubican en su carácter de accesorios. Pero en las otras, esas cuidadosas tumefacciones recuerdan las improvisaciones dérmicas de la lepra. Bajo los colores falsos, las sombras resaltan más negras; calles estrechas no permiten, a una capa de aire demasiado delgada, «crear atmósfera», y de todo ello resulta un sentimiento de irrealidad, como si no fuera una ciudad, sino una falsa apariencia de construcciones rápidamente edificadas para las necesidades de una representación teatral o de una secuencia cinematográfica.
Y sin embargo, Sao Paulo nunca me pareció fea: era una ciudad salvaje como lo son todas las ciudades americanas (a excepción, quizá, de Washington, D. C., que no era ni salvaje ni domesticada, sino que más bien se hallaba cautiva y muerta de aburrimiento en la jaula estrellada de avenidas detrás de las cuales la encerró Lenfant). En ese tiempo, Sao Paulo aún no había sido domada. Construida al principio sobre una terraza en forma de espolón que apuntaba hacia el norte, en la confluencia de dos pequeños ríos —Anhangabaú y Ta-manduateí, que un poco más abajo se vuelcan en el Tieté, afluente del Paraná—, era una simple «reducción» de indios, un centro misionero donde los jesuítas portugueses, desde el siglo xvi, trataban de agrupar a los salvajes para iniciarlos en las virtudes de la civilización. Sobre el talud que desciende hacia el Tamanduateí y que domina los barrios populares del Braz y de la Penha, subsistían aún en 1935 algunas callejuelas provincianas y largas plazas cuadradas y cubiertas de hierba, rodeadas de casas bajas con techo de tejas y ventanitas enrejadas y encaladas, con una austera iglesia parroquial a un lado, sin otra decoración que el doble arco canopial que recortaba un frontón barroco en la parte superior de la fachada. Muy lejos hacia el norte, el Tieté estiraba sus meandros plateados en las vaneas —aguazales que poco a poco se iban transformando en ciudades—, rodeadas de un rosario irregular de barrios y de loteos. Inmediatamente detrás estaba el centro de los negocios, fiel al estilo y a las aspiraciones de la Exposición de 1889: la Pra?a de Sé, plaza de la Catedral, un poco cantero, un poco ruina; después, el famoso Triángulo, del que la ciudad estaba tan orgullosa como Chicago de su Loop: zona del comercio formada por la intersección de las calles Direita, Sao-Bento y 15-Novembre, vías abarrotadas de letreros donde se apiñaba una multitud de comerciantes y empleados que, por medio de una vestimenta oscura, proclamaban su fidelidad a los valores europeos o norteamericanos, al mismo tiempo que su arrogancia por los ochocientos metros de altura que los liberaban de las languideces del trópico (que pasa, sin embargo, por el centro de la ciudad).
En Sao Paulo, en el mes de enero, la lluvia no «llega»; se engendra en la humedad del ambiente, como si el vapor de agua que embebe todo se materializara en perlas acuáticas que, cayendo copiosamente, se vieran frenadas por su afinidad con toda esa bruma a través de la cual se deslizan. No se trata de una lluvia a rayones como la de Europa, sino de un centelleo pálido, formado en multitud de bolitas de agua que ruedan en una atmósfera húmeda: cascada de claro caldo de tapioca. La lluvia no cesa cuando pasa la nube, sino cuando el aire del lugar, por la punción lluviosa, se desembaraza suficientemente de un exceso de humedad. Entonces el cielo se aclara, se vislumbra un azul muy pálido entre las nubes rubias, mientras que a través de las calles corren torrentes alpinos.
En el extremo norte de la terraza se abría un gigantesco tajo: el de la avenida Sao Joao, arteria de varios kilómetros, que comenzaban a trazar paralelamente al Tieté, siguiendo el recorrido de la antigua ruta del norte que llevaba hacia Ytu, Sorocaba y las ricas plantaciones de Campiñas. La avenida, que nacía en el extremo del espolón, descendía hacia los escombros de viejos barrios. Primero dejaba a la derecha la calle Florencio de Abreu, que llevaba a la estación, entre bazares sirios que abastecían a todo el interior de chucherías, y apacibles talleres de talabarteros y tapiceros donde se fabricaban aún erguidas sillas de cuero labrado, gualdrapas de grueso algodón retorcido, aperos decorados de plata repujada al estilo de los plantadores y antiguos guías del matorral próximo; después pasaba al pie del entonces único e inacabado rascacielos —el rosado Predio Martinelli— y excavaba los Campos Eliseos, otrora morada de los ricos, donde las mansiones de madera pintada se descalabraban en medio de jardines de eucaliptos y mangos. La popular Santa Ifige-nia estaba rodeada por un barrio reservado; cuchitriles con entrepiso levantado albergaban a las rameras que llamaban a los clientes por las ventanas. En fin, en las orillas de la ciudad progresaban los loteos pequeño-burgueses de Perdizes y de Agua-Branca, que se asentaban al sudoeste, en la colina verdegueante y más aristocrática de Pacaembú.
Hacia el sur, la terraza continúa elevándose. La trepan modestas avenidas unidas en la cima, sobre el mismo espinazo del relieve, por la Avenida Paulista, que bordea las residencias antaño fastuosas, estilo casino o estación termal, de los millonarios del pasado medio siglo. Bien al fondo, hacia el este, la avenida domina la llanura sobre el barrio nuevo de Pacaembú, donde se edifican mansiones cúbicas, mezcladas a lo largo de avenidas sinuosas espolvoreadas con el azul-violeta de los Jacarandas en flor, entre declives de césped y terraplenes ocres. Pero los millonarios abandonaron la Avenida Paulista. Siguiendo la expansión de la ciudad, descendieron con ella por la parte sur de la colina hacia apacibles barrios con calles sinuosas. Sus residencias, de inspiración californiana, de cemento micáceo y con balaustradas de hierro forjado, se dejan adivinar al fondo de parques podados, en los bosquecillos rústicos donde se hacen esos lotes para los ricos.
Al pie de casas de departamentos de hormigón se extienden pastaderos de vacas; un barrio surge como un espejismo; avenidas bordeadas de lujosas residencias se interrumpen a ambos lados de los barrancos; un torrente cenagoso circula entre los bananeros, sirviendo a la vez como fuente y albañal a casuchas de argamasa construidas sobre encañizados de bambú, donde vive la misma población negra que en Rio acampaba en la cima de los morros. Las cabras corren a lo largo de las pendientes. Ciertos lugares privilegiados de la ciudad consiguen reunir todos los aspectos. Así, a la salida de dos calles divergentes que conducen hacia el mar, se desemboca al pie de la barranca del río Anhangabaú, franqueado por un puente que es una de las principales arterias de la ciudad. El bajo fondo está ocupado por un parque estilo inglés: extensiones de césped con estatuas y pabellones, mientras que en la vertical de los dos taludes se elevan los principales edificios: el Teatro Municipal, el hotel Explanada, el Automóvil Club y las oficinas de la compañía canadiense que provee la iluminación eléctrica y los transportes. Sus masas heterogéneas se enfrentan en un desorden coagulado. Esos inmuebles en pugna evocan grandes rebaños de mamíferos reunidos por la noche alrededor de un pozo de agua, por un momento titubeantes e inmóviles, condenados, por una necesidad más apremiante que el miedo, a mezclar temporariamente sus especies antagónicas. La evolución animal se cumple de acuerdo con fases más lentas que las de la vida urbana; si contemplara hoy el mismo paraje, quizá comprobaría que el híbrido rebaño ha desaparecido, pisoteado por una raza más vigorosa y más homogénea de rascacielos implantados en esas costas, fosilizadas por el asfalto de una autopista.
Al abrigo de esta fauna pedregosa la élite paulista, así como sus orquídeas favoritas, formaba una flora indolente y más exótica de lo que ella misma creía. Los botánicos enseñan que las especies tropicales incluyen variedades más numerosas que las de las zonas templadas, aunque cada una de ellas está, en compensación, constituida por un número a veces muy pequeño de individuos. El grao fino local había llevado al extremo esa especialización.
Una sociedad restringida se había repartido los papeles. Todas las ocupaciones, los gustos, las curiosidades justificables de la civilización contemporánea se daban cita allí, pero cada una estaba representada por un solo individuo. Nuestros amigos no eran verdaderamente personas, sino más bien funciones cuya nómina parecía haber sido determinada más por la importancia intrínseca que por su disponibilidad. Allí se encontraban el católico, el liberal, el legitimista, el comunista; o, en otro plano, el gastrónomo, el bibliófilo, el amante de los perros (o de los caballos) de raza, de la pintura antigua, de la pintura moderna; y también el erudito local, el poeta surrealista, el musicólogo, el pintor. Ninguna preocupación verdadera por profundizar un dominio del conocimiento presidía esas vocaciones; si dos individuos, por efectos de un error o por celos, se encontraban ocupando el mismo terreno o terrenos distintos pero demasiado próximos, no tenían otra preocupación que la de destruirse mutuamente y ponían en ello notable persistencia y ferocidad. Por el contrario, entre feudos cercanos se hacían visitas intelectuales y genuflexiones: todos estaban interesados no sólo en defender su empleo, sino también en perfeccionar ese minuet sociológico en la ejecución del cual la sociedad paulista parecía encontrar un inagotable deleite.
Hay que reconocer que ciertos papeles eran sostenidos con un brío extraordinario; esto se debía a la combinación de la fortuna heredada con el encanto innato y la astucia adquirida, que volvía tan deliciosa, aunque tan decepcionante, la frecuentación de los salones. Pero la necesidad, que exigía que todos los papeles fuesen desempeñados para poder completar el microcosmos y jugar al gran juego de la civilización, traía consigo ciertas paradojas, a saber, que el comunista fuera el rico heredero del feudalismo local, y que una sociedad muy afectada permitiera, con todo, que uno de sus miembros, pero uno solo —ya que había que contar con el poeta de vanguardia— mostrara en público a su joven amante. Ciertos cargos sólo se podían cubrir con suplefaltas: el criminólogo era un dentista que, como sistema de identificación para la policía judicial, había introducido el vaciado de las mandíbulas en lugar de las impresiones digitales. El monárquico vivía para coleccionar ejemplares de vajilla de todas las familias reales del universo; las paredes de su salón estaban cubiertas de platos, salvo el lugar necesario para una caja fuerte donde guardaba las cartas en que las damas de honor de las reinas testimoniaban el interés que les despertaban sus cuidadosas solicitudes.
Esa especialización en el plano mundano iba unida a un apetito enciclopédico. El Brasil culto devoraba los manuales y las obras de vulgarización. En lugar de envanecerse por el prestigio sin igual de Francia en el extranjero, nuestros ministros hubieran sido más sensatos tratando de comprenderlo; en esa época, ¡ay!, aquél no se debía tanto a la riqueza y originalidad de una creación científica ya desfalleciente cuanto al talento, del que muchos de nuestros sabios estaban aún dotados, para volver accesibles difíciles problemas a la solución de los cuales habían contribuido modestamente. En ese sentido, el "amor de América del Sur hacia Francia se debía en parte a una connivencia secreta fundada sobre la misma inclinación a consumir y a facilitar el consumo a otros, más que a producir. Los grandes nombres que allá se veneraban: Pasteur, Curie, Durkheim, pertenecían todos al pasado, sin duda bastante próximo para justificar un amplio crédito. Pero crédito cuyo interés ya no pagábamos sino en la medida en que una clientela pródiga prefería gastar antes que invertir. Le ahorrábamos solamente el trabajo de realizarlo.
Es triste comprobar que aun ese papel de corredor de comercio intelectual, hacia el que Francia se dejaba llevar, parece resultarle hoy demasiado pesado. ¿Somos a tal punto prisioneros de una perspectiva científica heredada del siglo xix, cuando cada campo del pensamiento era lo suficientemente restringido para que un hombre provisto de las cualidades tradicionalmente francesas —cultura general, vivacidad y claridad, espíritu lógico y talento literario— llegara a abarcarla por completo y, trabajando aisladamente, consiguiera pensarla por su cuenta y dar una síntesis? Que nos regocijemos o que lo deploremos, la ciencia moderna ya no permite esa explotación artesanal. Donde un solo especialista era suficiente para ilustrar su país, hoy se necesita una hueste, que no tenemos. Las bibliotecas personales se han transformado en curiosidades museográficas, pero nuestras bibliotecas públicas, sin locales, sin crédito, sin personal documentalista y hasta sin una cantidad adecuada de asientos para los lectores, desaniman a los investigadores en lugar de prestarles un servicio. Por último, la creación científica representa hoy una empresa colectiva y ampliamente anónima para la que estamos muy mal preparados, pues nos preocupamos demasiado por prolongar más allá de lo aceptable los éxitos fáciles de nuestros viejos virtuosos. ¿Seguirán creyendo éstos durante mucho tiempo que un estilo impecable puede subsanar la falta de partitura?
Países más jóvenes han comprendido la lección. En ese Brasil que había conocido algunos brillantes éxitos individuales, aunque poco frecuentes —Euclides da Cunha, Oswaldo Cruz, Chagas, VillaLobos—, la cultura seguía siendo, hasta hace poco, un juguete para los ricos. Y porque esa oligarquía necesitaba una opinión pública de inspiración civil y laica para burlar tanto la influencia tradicional de la Iglesia y del Ejército como el poder personal, se creó la Universidad de Sao Paulo con el propósito de abrir la cultura a una concurrencia más amplia.
Recuerdo aún que cuando llegué al Brasil para participar en esa fundación, contemplé la condición humillada de mis colegas locales con una piedad un poco altanera. Cuando veía esos profesores miserablemente pagados, obligados a recurrir a oscuros trabajos para poder comer, experimentaba el orgullo de pertenecer a un país de vieja cultura donde el ejercicio de una profesión liberal estaba rodeado de garantías y de prestigio. No sospechaba que veinte años más tarde mis alumnos menesterosos de entonces ocuparían cátedras universitarias, a veces más numerosas y mejor equipadas que las nuestras, con un servicio de bibliotecas que nosotros quisiéramos poseer. Sin embargo, esos hombres y esas mujeres de todas las edades, que se empeñaban en nuestros cursos con un fervor sospechoso, venían desde lejos. Jóvenes al acecho de los empleos que nuestros diplomas hacían accesibles, o abogados, ingenieros y políticos establecidos, que temían mucho la competencia próxima de los títulos universitarios en caso de que ellos mismos no los hubieran sensatamente pretendido. Todos estaban viciados por un espíritu bulevardero 1 y destructor, en parte inspirado por una tradición francesa desusada, al estilo de «vida parisiense» del siglo pasado, introducido por algunos brasileños semejantes al personaje de Meilhac y Halévy, pero que, más aún, era un rasgo sintomático de una evolución social —la de París en el siglo xix— que Sao Paulo, y también Rio de Janeiro, reproducían entonces por su cuenta: ritmo de diferenciación acelerada entre la ciudad y el campo; aquélla se desarrolla a expensas de éste con el resultado de que una población recientemente urbanizada se preocupa por desembarazarse de la candidez rústica simbolizada, en el Brasil del siglo xx, por el caipira (es decir, el provinciano), como lo había estado por el nativo de Arpajon o de Charentonneau en nuestro teatro de boulevard.2
Recuerdo un ejemplo de este humor dudoso. En medio de una de esas calles casi campesinas —aunque de un largo de tres o cuatro kilómetros— que prolongaban el centro de Sao Paulo, la colonia italiana había hecho levantar una estatua de Augusto. Era una reproducción en bronce, tamaño natural, de un mármol antiguo, en realidad mediocre, pero que, sin embargo, merecía cierto respeto en una ciudad donde ninguna otra cosa evocaba la historia más allá del último siglo. La población de Sao Paulo decidió, con todo, que el brazo levantado para el saludo romano significaba: «Allí vive Carlitos». Carlos Pereira de Souza, antiguo ministro y hombre político influyente, poseía, en la dirección indicada por la mano imperial, una de " esas amplias casas de una sola planta, construida con ladrillos y argamasa y recubierta por un revoque de cal, ya grisáceo y escamado, en la que habrían pretendido sugerir, con volutas y rosetones, los fastos de la época colonial.
Igualmente se convino en que Augusto llevaba shorts, lo cual era humorismo a medias, ya que la mayor parte de los que pasaban no conocían la falda romana.
Esas bromas corrían por la ciudad una hora después de la inauguración y se repetían, con gran acompañamiento de palmadas en la espalda, durante la «velada elegante» del cine Odeón que tenía lugar el mismo día. Así era como la burguesía de Sao Paulo (que había instituido una función cinematográfica semanal de precio elevado para protegerse de los contactos plebeyos) se desquitaba por haber permitido negligentemente la formación de una aristocracia de inmigrantes italianos que habían llegado medio siglo antes para vender corbatas en la calle, y que hoy poseían las residencias más rimbombantes de la «Avenida» y habían donado el tan comentado bronce.
Nuestros estudiantes querían saberlo todo, pero, cualquiera que fuese el campo donde nos moviéramos, lo único que consideraban digno de recordar era la teoría más reciente. Embotados por todos los festines intelectuales del pasado, que por otra parte sólo conocían de oídas, ya que no leían las obras originales, conservaban un entusiasmo siempre disponible para los platos nuevos. En el caso de ellos habría que hablar de moda más bien que de cocina: ni ideas ni doctrinas presentaban a sus ojos un interés intrínseco, sino que las consideraban como instrumentos de prestigio cuya primicia había que asegurarse. Compartir con los demás una teoría conocida equivalía a llevar un vestido ya visto; se exponían al ridículo. Por el contrario, se ejercía una competencia encarnizada por medio de revistas de vulgarización, de periódicos sensacionalistas y de manuales, para conseguir la exclusividad del último modelo en el campo de las ideas. Mis colegas y yo, productos seleccionados de los equipos académicos, a veces nos sentíamos embarazados; como acostumbrábamos respetar tan sólo las ideas maduras, éramos blanco de ataque para estudiantes que ignoraban totalmente el pasado, pero cuya información aventajaba siempre a la nuestra por algunos meses. Sin embargo, la erudición — en la que no tenían ni elegancia ni método— les parecía de todas maneras un deber; así, sus disertaciones consistían, cualquiera que fuese la materia, en una evocación de la historia general de la humanidad desde los monos antropoides, que terminaba, a través de algunas citas de Platón, Aristóteles y Comte, con la paráfrasis de algún polígrafo viscoso cuya obra era tanto más valiosa cuanto más oscura, pues de esa manera era menos probable que a otro se le hubiera ocurrido apropiársela antes.
La Universidad se les aparecía como un fruto tentador pero envenenado. Para esos jóvenes que no habían visto el mundo y cuya condición, a menudo muy modesta, no les permitía ni siquiera la esperanza de conocer Europa, nosotros éramos como magos exóticos llevados hasta ellos por hijos de familia doblemente abominados: en primer lugar, porque representaban la clase dominante, y luego, en razón de su vida cosmopolita, que les confería una ventaja sobre todos aquellos que se habían quedado en la aldea, pero que los había apartado de la vida y de las aspiraciones nacionales. Nosotros les resultábamos sospechosos lo mismo que ellos, pero en nuestras manos traíamos la manzana de la sabiduría; los estudiantes nos rehuían y nos cortejaban alternativamente, ya cautivados, ya rebeldes. Medíamos nuestra influencia por la importancia de la pequeña corte que se organizaba a nuestro alrededor. Esos corrillos se hacían una guerra de prestigio cuyos símbolos, beneficiarios o víctimas, eran sus profesores dilectos. Eso se traducía en los homenagens —manifestaciones en homenaje al maestro—, almuerzos o tés ofrecidos gracias a unos esfuerzos tanto más conmovedores cuanto que suponían privaciones reales. Las personas y las disciplinas fluctuaban en el transcurso de esas fiestas como valores de bolsa, en razón del prestigio del establecimiento, del número de los participantes y del rango de las personalidades mundanas u oficiales que aceptaban participar en ellas. Y como cada gran nación tenía su embajada en Sao Paulo, bajo la forma de tienda —el té inglés, la repostería vienesa o parisiense, la cervecería alemana— se expresaban, de esa manera, intenciones tortuosas, según cuál hubiera sido elegida.
Que ninguno de vosotros, encantadores alumnos —hoy colegas estimados— guarde rencor si pasea su mirada por estas líneas. Cuando pienso en vosotros según vuestras costumbres, por esos nombres tan extraño a un oído europeo pero cuya diversidad expresa el privilegio, que fuera también el de vuestros padres, de poder recoger libremente, de entre todas las flores de una humanidad milenaria, el fresco ramo de la vuestra —Anita, Corina, Zenaida, Lavinia, Thais, Gioconda, Gilda, Oneida, Lucilia, Zenith, Cecilia, y vuestros Egon, Mario-Wagner, Nicanor, Ruy, Livio, James, Azor, Achules, Decio, Euclides, Milton—, evoco ese período balbuceante sin ninguna ironía; no podría ser de otro modo, puesto que me ha enseñado lo precarias que son las ventajas que confiere el tiempo. Pienso en lo que era Europa entonces y en lo que es hoy, veo cómo franqueáis en pocos años una distancia intelectual que parecería del orden de varias décadas, y aprendo así cómo mueren y cómo nacen las sociedades; cómo esos grandes cambios en la historia, que según los libros parecen resultar del juego de fuerzas anónimas que actúan en el corazón de las tinieblas, pueden también, en un claro instante, llevarse a cabo por la resolución viril de un puñado de criaturas bien dotadas.
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Notas:
1. Espíritu boulevardier, expresión parisiense que indica un cierto tipo social, refinado y superficial, característico de París. (N. de la T.)
2. Género próximo al del vodevil. (N. de la T.)