Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss

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Novena Parte. El regreso.

37. La apoteosis de Augusto

HTristes Trópicos. Claude Lévi-Straussubo una etapa del viaje particularmente desalentadora: la de Campos Novos. Separado de mis compañeros por la epidemia que los inmovilizaba ochenta kilómetros más atrás, yo no tenía más remedio que esperar, en el límite del puesto, donde una docena de personas morían de malaria, de lesmaniosis, de anquilostomiasis, y sobre todo de hambre. Antes de ponerse a trabajar, la mujer paressí que yo había tomado para que me lavara la ropa exigía no sólo jabón sino también una comida, sin lo cual —según explicaba ella, y era verdad— no hubiera tenido fuerzas para trabajar. Esa gente había perdido la aptitud para vivir. Demasiado débiles y demasiado enfermos para luchar, se ocupaban en reducir su actividad y sus necesidades y buscaban un estado de aturdimiento que requería de ellos un mínimo de desgaste físico, al mismo tiempo que atenuaba la conciencia de su miseria.

Los indios contribuían a su manera a crear ese clima deprimente. Las dos bandas enemigas que se habían encontrado en Campos Novos, siempre a punto de emprenderla a golpes, alimentaban hacia mí sentimientos no más tiernos que los que se demostraban entre ellos. Yo debía mantenerme en guardia, y el trabajo etnográfico era prácticamente imposible. En condiciones normales, la investigación de campo ya es agotadora: hay que levantarse al alba, permanecer despierto hasta que el último indio se haya dormido, y a veces acechar su sueño; empeñarse en pasar inadvertido pero estar siempre presente; ver todo, recordar todo, anotar todo, dar muestras de una indiscreción humillante, mendigar informaciones a los moco-suelos, estar dispuesto a aprovechar un instante de placer o de tranquilidad; o bien saber, durante días, rechazar toda curiosidad y acantonarse en la reserva que impone un enojo de la tribu. En este oficio, el investigador se atormenta: ¿ha abandonado quizá a sus amigos, su medio, sus costumbres; ha comprometido su salud tan sólo para hacer perdonar su presencia a algunas docenas de desgraciados condenados a una extinción próxima, principalmente ocupados en despiojarse y en dormir, y de cuyo capricho depende el éxito o el fracaso de su empresa? Cuando la disposición de los indios es francamente mala, como ocurría en Campos Novos, la situación empeora: los indios hasta se niegan a dejarse ver; desaparecen durante días sin avisar en expediciones de caza o de recolección. Con la esperanza de volver a encontrar un contacto tan duramente ganado, uno espera, camina, da vueltas; se releen anotaciones viejas, se copian, se reinterpretan; o bien uno se asigna tareas minuciosas y vanas, verdaderas caricaturas del oficio, como medir la distancia entre las fogatas o catalogar uno por uno los montones de ramas que han servido para la construcción de los cobertizos abandonados.

Sobre todo, uno se pregunta: ¿Qué he venido a hacer aquí? ¿Qué espero? ¿Con qué fin? ¿Qué es exactamente una investigación etnográfica? ¿El ejercicio normal de una profesión como las demás, con la única diferencia de que el escritorio o el laboratorio están separados del domicilio por algunos millares de kilómetros? ¿O la consecuencia de una elección más radical, que implica poner en cuestión el sistema donde uno ha nacido o ha crecido? Yo había dejado Francia hacía cinco años; había abandonado mi carrera universitaria. Durante ese tiempo, mis condiscípulos más sabios subían los escalones; los que, como yo antaño, se habían inclinado hacia la política hoy eran diputados o ministros. Y yo corría por los desiertos, persiguiendo arduamente restos de humanidad. ¿Quién o qué me había empujado a torcer violentamente el curso normal de mi vida? ¿Era una astucia, un hábil rodeo, destinados a permitir mi reintegro a la carrera con ventajas suplementarias, que se tendrían en cuenta? ¿O bien mi decisión expresaba una incompatibilidad profunda frente a mi grupo social, del cual, ocurriera lo que ocurriese, yo estaba inclinado a vivir cada vez más aislado? Por una singular paradoja, en vez de abrirme un nuevo universo, mi vida aventurera más bien me devolvía el antiguo, en tanto que aquel al que yo había aspirado se disolvía entre mis dedos. En la medida en que los hombres y los paisajes a cuya conquista yo había partido perdían, una vez que los poseía, el significado que esperaba de ellos, esas imágenes decepcionantes eran sustituidas por otras que mi pasado preservaba y a las cuales yo no había dado ningún valor cuando se referían a la realidad que me rodeaba. Andando por comarcas que pocos ojos habían contemplado, compartiendo la existencia de pueblos que imponían la miseria como precio —pagado, en primer lugar, por ellos mismos— para que yo pudiera remontar el curso de los milenios, ya no veía ni los unos ni los otros, sino visiones fugitivas de la campiña francesa de la que me había privado, o fragmentos de música o de poesía, que eran expresiones convencionales de una civilización contra la cual yo había optado, debía convencerme, a riesgo de contrariar el sentido que había dado a mi vida. Durante semanas, en esa meseta del Mato Grosso occidental, no me obsesionaba lo que me rodeaba —que no volvería a ver—, sino una melodía recurrente que mi recuerdo empobrecía: la del estudio número 3 del opus 10 de Chopin, donde, por un escarnio a la amargura que me hería también a mí, me parecía resumirse todo lo que había dejado atrás.

¿Por qué Chopin, hacia quien nunca me sentí particularmente inclinado? Educado en el culto wagneriano, había descubierto a Debussy hacía muy poco, aun después que las Bodas —que oí en su segunda o tercera representación— me revelaran en Stravinsky un mundo que me parecía más real y más válido que las sabanas del Brasil central, e hicieran hundirse mi universo musical anterior. Pero cuando abandoné Francia, lo que me proporcionaba el alimento espiritual que necesitaba era Pelléas; entonces, ¿por qué Chopin y su composición más trivial se me imponían en el desierto? Más ocupado por este problema que por consagrarme a las observaciones que me hubieran justificado, me decía que el progreso que consiste en pasar de Chopin a Debussy se encuentra quizás amplificado cuando se produce en el otro sentido. Disfrutaba ahora en Chopin las delicias que me hacían preferir a Debussy, pero bajo una forma implícita, incierta aún, y tan discreta que al comienzo casi no las había advertido, e iba a ver de golpe su manifestación más ostensible. Cumplía un doble progreso: profundizando la obra del compositor más antiguo, le reconocía bellezas que permanecerían ocultas a quien no hubiera conocido primeramente a Debussy. Amaba a Chopin por exceso y no por defecto, como lo hace aquel cuya evolución musical se ha detenido en él. Por otra parte, para favorecer en mí la aparición de ciertas emociones ya no tenía necesidad de la excitación completa: el signo, la alusión, la premonición de ciertas formas bastaban.

Legua tras legua, la misma frase melódica cantaba en mi memoria sin que pudiera librarme de ella. Sin cesar le descubría nuevos encantos. Muy débil al principio, me parecía que su trama se enredaba cada vez más como para disimular el extremo que la terminaría. Esta trabazón se hacía inextricable hasta el punto de que uno se preguntaba cómo librarse de ella; de repente, una nota resolvía todo y esta escapatoria parecía aún más audaz que el desarrollo comprometedor que la había precedido, reclamado y hecho posible; al oírla, los desarrollos anteriores se aclaraban con un sentido nuevo: su búsqueda ya no era arbitraria, sino la preparación de esta salida inesperada. ¿Esto era, entonces, el viaje? ¿Una exploración de los desiertos de mi memoria, más que de los que me rodeaban? Una tarde, cuando todo dormía bajo el calor aplastante, acurrucado en mi hamaca y protegido de las «pestes», como se dice allá, por el mosquitero, cuya etamina cerrada vuelve el aire menos respirable aún, me pareció que los problemas que me atormentaban proporcionaban material para una pieza de teatro. La concebí con tanta precisión como si ya estuviera escrita. Los indios habían desaparecido. Durante seis días escribí de la mañana a la noche, en el reverso de hojas cubiertas de vocabularios, de croquis y de genealogías. Después de ello la inspiración me abandonó en pleno trabajo y jamás me volvió. Cuando releo mis garabatos, no creo tener que lamentarlo.

Mi pieza se titulaba La Apoteosis de Augusto y se presentaba como una nueva versión de Cinna. Presentaba a dos hombres, amigos de la infancia, que se encontraban en el momento, crucial para cada uno de ellos, de sus carreras divergentes. El uno, que había pensado optar en contra de la civilización, descubre que ha empleado un medio complicado para volver a ella, pero por un método que suprime el sentido y el valor de la alternativa ante la cual antaño él se creyó ubicado. El otro, destinado desde su nacimiento para la vida social y sus honores, comprende que todos sus esfuerzos han tendido hacia un término que los consagra al anonadamiento, y ambos buscan, en su mutua destrucción, salvar, aun al precio de la muerte, la significación de su pasado.

La pieza comenzaba cuando el Senado, que quería hacer a Augusto un honor más sublime que el imperio, votaba la apoteosis y se preparaba para ubicarlo vivo en la jerarquía de los dioses. En los jardines del palacio dos guardias discuten el acontecimiento y tratan de prever sus consecuencias desde su punto de vista particular. El trabajo de policía ¿no se volverá innecesario? ¿Cómo puede protegerse a un dios, que tiene el privilegio de transformarse en insecto o de volverse invisible y paralizar a quien quiera? Piensan en la huelga; en todo caso, merecen un aumento.

Llega el jefe de policía y les explica su error. La policía no tiene una misión que la distingue de aquellos a quienes sirve. Indiferente a los fines, se confunde con la persona y los intereses de sus amos, resplandece con su gloria. La policía de un jefe de Estado divinizado también se hará divina. Como a él, todo le será posible. Realizando su verdadera naturaleza, podrá decirse de ella, en el estilo de las agencias de detectives: ve todo, oye todo, nadie sospecha de ella.

La escena se llena de personajes que salen del Senado comentando la sesión que acaba de desarrollarse. Varios cuadros ponen en evidencia las maneras contradictorias de concebir el paso de la humanidad a la divinidad; los representantes de grandes intereses especulan con nuevas oportunidades de enriquecimiento. Augusto, muy emperador, piensa sólo en la confirmación de su poder, desde ahora al abrigo de las intrigas y de los manejos. Para su mujer Livia, la apoteosis corona una carrera: «La ha merecido en buena ley»: en suma, la Academia Francesa... Camila, joven hermana de Augusto y prendada de Cinna, le anuncia el regreso de este último después de diez años de vida aventurera. Ella desea que Augusto lo vea, pues espera que aquél, tan caprichoso y poético como ha sido siempre, detendrá a su hermano, a punto de optar definitivamente por el orden. Livia se opone a ello: en la carrera de Augusto, Cinna no ha hecho más que introducir un elemento de desorden; es una cabeza hueca, que sólo está contento entre los salvajes. Augusto se ve tentado de compartir esta opinión; pero delegaciones sucesivas de sacerdotes, de pintores, de poetas, comienzan a turbarlo. Todos conciben la divinidad de Augusto como una expulsión del mundo: los sacerdotes dan por sentado que la apoteosis va a remitir el poder temporal a sus manos, puesto que son los intermediarios titulares entre los dioses y los hombres. Los artistas quieren hacer pasar a Augusto al estado de idea y no ya de persona; con gran escándalo de la pareja imperial, que se ve en estatuas de mármol embellecida y con un tamaño mayor que el natural, aquéllos proponen toda especie de símiles bajo la forma de torbellinos o de poliedros. La confusión se acrecienta por los testimonios discordantes que aporta un grupo de mujeres livianas —Léda, Europa, Alcméne, Danaé— quienes pretenden hacer aprovechar a Augusto su experiencia de las relaciones con lo divino.

Solo, Augusto se ve frente a un águila: no el animal convencional, atributo de la divinidad, sino una bestia esquiva, tibia al tacto y maloliente. Sin embargo, se trata del águila de Júpiter; la misma que arrebató a Ganimedes luego de una lucha sangrienta en la que el adolescente se debatía en vano. El águila explica a Augusto, incrédulo, que su inminente divinidad consistirá precisamente en no experimentar más la repulsión que lo domina en este momento en que es hombre aún. Augusto no se dará cuenta de que se ha transformado en dios por alguna sensación radiante o por el poder de hacer milagros, sino cuando soporte sin asco la proximidad de una bestia salvaje, tolere su olor y los excrementos de que lo cubrirá. Todo lo que sea carroña, podredumbre, secreción, le parecerá familiar: «Las mariposas vendrán a acoplarse sobre tu nuca y cualquier suelo te parecerá suficientemente bueno para dormir; ya no lo verás, como hasta ahora, todo erizado de espinas, bullente de insectos y de contagios.»

En el segundo acto, Augusto, a quien las palabras del águila han despertado al problema de las relaciones entre la naturaleza y la sociedad, se decide a ver a Cinna, que antaño había preferido la naturaleza, elección inversa de la que condujo a Augusto al imperio. Cinna está desalentado. Durante sus diez años de aventura, sólo pensó en Camila, hermana de su amigo de la infancia, quien sólo con él esperaba casarse. Augusto se la hubiera dado con alegría, pero le era imposible obtenerla según las reglas de la vida social; la necesitaba contra el orden, no por él. De aquí esta búsqueda de un prestigio herético que le permitiría forzar a la sociedad para recibir lo que, al fin de cuentas, ya estaba dispuesta a concederle.

Ahora que está de vuelta, cargado de leyenda, explorador a quien los mundanos se disputan para sus cenas, helo aquí solo en la certeza de que esta gloria tan caramente pagada descansa sobre una mentira. Nada de aquello que dice haber conocido y cuyo testimonio todos aceptan es real; el viaje es un engaño: todo eso parece verdadero sólo a quien no ha visto más que sus sombras. Celoso del destino prometido a Augusto, Cinna ha querido poseer un imperio más vasto que el suyo: «Yo me decía que ningún espíritu humano, así fuera el de Platón, podría concebir la infinita diversidad de todas las flores y hojas que existen en el mundo y que yo conocería; que recogería esas sensaciones procuradas por el miedo, el frío, el hambre, el cansancio y que todos vosotros, que vivís en casas bien cerradas y cerca de abundantes graneros, ni siquiera podéis imaginar. He comido lagartos, serpientes, langostas, y a esas comidas, cuya sola idea sobrecoge el corazón, me aproximaba con la emoción de un neófito, convencido de que iba a crear un lazo nuevo entre el universo y yo.» Pero al término de su esfuerzo, Cinna nada ha encontrado: «He perdido todo —dice—; hasta lo más humano se me ha hecho inhumano. Para llenar el vacío de jornadas interminables, me recitaba versos de Esquilo y Sófocles; y de algunos me impregné de tal manera que ahora, cuando voy al teatro, ya no puedo sentir su belleza. Cada réplica me recuerda senderos polvorientos, hierbas quemadas, ojos enrojecidos por la arena.»

Las últimas escenas del segundo acto hacen manifiestas las contradicciones en que se encierran Augusto, Cinna y Camila. Esta admira al explorador, que se debate vanamente por hacerle comprender el engaño del relato: «Yo quisiera expresar en mi discurso todo el vacío, la insignificancia de cada uno de esos acontecimientos; basta que se transforme en relato para que deslumbre y haga soñar. Sin embargo, no era nada; la tierra era semejante a esta tierra y las briznas de hierba a esta pradera.» Frente a esta actitud, Camila se rebela, sintiendo demasiado bien que a los ojos de su amante ella es víctima, en tanto que «ser», de esa pérdida general de interés de la que sufre: él no está ligado a ella como a una persona sino como a un símbolo del único lazo posible desde ahora en adelante entre él y la sociedad. En cuanto a Augusto, reconoce con horror en las de Cinna las palabras del águila; pero no puede resolverse a retroceder; demasiados intereses políticos están unidos a su apoteosis y, sobre todo, se rebela contra la idea de que para el hombre de acción no haya un término absoluto donde encontrar a la vez recompensa y reposo.

El tercer acto comienza en un estado de crisis; la víspera de la ceremonia. Roma está inundada de divinidad: el palacio imperial se agrieta, las plantas y los animales lo invaden. Como si la ciudad hubiera sido destruida por un cataclismo, vuelve al estado natural Camila ha roto con Cinna, y la ruptura proporciona a éste la prueba final de un fracaso del cual ya estaba persuadido. Vuelve su rencor contra Augusto. Por vano que le parezca ahora el reposo de la naturaleza comparado con los goces más densos que proporciona la sociedad de los hombres quiere ser el único en conocer su gusto: «No es nada, lo sé, pero esta nada me es aún preciada porque he optado por ella.» La idea de que Augusto pueda reunirlo todo: la naturaleza y la sociedad, que obtenga la primera como premio de la segunda y no al precio de una renuncia, le es insoportable. Asesinará a Augusto para atestiguar la ineluctabilidad de la elección.

En ese momento Augusto llama a Cinna en su ayuda. ¿Cómo desviar la marcha de acontecimientos que ya no dependen de su voluntad, permaneciendo fiel a su personaje? En ese momento de exaltación, una solución se les hace evidente: sí, que Cinna, como lo proyecta, asesine al emperador. Cada uno ganará de esa manera la inmortalidad que ha soñado: Augusto la oficial, la de los libros, las estatuas y los cultos; y Cinna la negra inmortalidad del regicida, a través de la cual volverá a unirse con la sociedad al mismo tiempo que continuará contradiciéndola.

No sé de qué manera terminaba todo, pues las últimas escenas no están acabadas. Me parece que Camila proporcionaba involuntariamente el desenlace; volviendo a sus primeros sentimientos, persuadía a su hermano de que había interpretado mal la situación y de que Cinna, antes que el águila, era el mensajero de los dioses. Desde entonces, Augusto entreveía una situación política. Si conseguía engañar a Cinna, al mismo tiempo engañaría a los dioses. A pesar de que entre ellos había quedado convenido que el servicio de custodia se suprimiría y que él se ofrecería sin defensa a los golpes de su amigo, Augusto hacía duplicar las guardias secretamente. Cinna ni siquiera llegaría hasta él. Confirmando el curso de sus carreras respectivas Augusto triunfará en su última empresa: será Dios, pero entre los hombres, y perdonará a Cinna: para éste, sólo se tratará de un fracaso más.

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