Tristes Trópicos. Claude Lévi-Strauss

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Sexta Parte. Bororo

21. El oro y los diamantes

Tristes Trópicos. Claude Lévi-StraussCorumbá, puerta de Bolivia frente a Esperanca, a la orilla derecha del río Paraguay, parece concebida por Julio Verne. La ciudad está emplazada en la cima de un acantilado calcáreo que domina el río. Rodeados de piraguas, uno o dos vaporcitos de ruedas, con dos pisos de cabinas ubicadas sobre un casco bajo y coronadas por una chimenea puntiaguda, están amarrados al muelle, desde donde se eleva un camino. A la entrada se levantan algunos edificios —aduana, arsenal, etc.— de una importancia desproporcionada frente a todo lo demás, que recuerdan cuando el río Paraguay era un frontera precaria entre Estados recién llegados a la independencia, que hervían de jóvenes ambiciones, y donde la vía fluvial servía a un tráfico intenso entre el Río de la Plata y el interior.

Una vez en lo alto del acantilado, el camino lo sigue en cornisa a lo largo de unos doscientos metros; luego dobla en ángulo recto y penetra en la ciudad: larga calle de casas bajas con techos planos, revocados de blanco o beige. La calle llega a una plaza cuadrada donde crece la hierba entre los flamígeros de colores ácidos, anaranjado y verde; más allá, hasta las colinas que cierran el horizonte, la campiña pedregosa.

Sólo un hotel y siempre lleno; algunas habitaciones en la planta baja de casas de familia donde se acumula la humedad de los pantanos y donde pesadillas fieles a la realidad transforman al durmiente en nuevo mártir cristiano, arrojado a una fosa sofocante para servir de pienso a las chinches. En cuanto al alimento, es execrable, pues el campo, pobre o inexplotado, no alcanza a cubrir las necesidades de dos a tres mil habitantes, sedentarios o viajeros, que constituyen la población de Corumbá. Todo es caro allí y la agitación aparente, en contraste con el paisaje llano y desértico —morena esponja que se extiende más allá del río—, da una impresión de vida y alegría tal como la daban, hace un siglo, las ciudades pioneras de California o del Lejano Oeste. A la tarde toda la población se amontona en la cornisa. Las muchachas deambulan cuchicheando, en grupos de tres o cuatro, por delante de los varones sentados en la balaustrada, con las piernas colgando. Parece como si observáramos una ceremonia; nada más extraño que esta grave exhibición prenupcial que se desarrolla al resplandor de una electricidad fluctuante, a la orilla de 500 kilómetros de pantano donde, hasta las puertas de la ciudad, vagan los avestruces y las boas.

Corumba

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Corumbá está apenas a 400 kilómetros, a vuelo de pájaro, de Guiaba; asistí al desarrollo de la línea aérea entre las dos ciudades, desde los aparatitos de cuatro plazas que recorrían la distancia en dos o tres horas violentamente agitadas, hasta los Junker de doce, en 1938-1939. Sin embargo, en 1935, sólo se podía llegar a Cuiabá por agua, y los 400 kilómetros se hacían dobles a causa de los meandros del río. En la estación de las lluvias se necesitaba ocho días para alcanzar la capital del Estado, y en la estación seca, cuando el barco encallaba en los bancos a pesar de su poco calado, hasta tres semanas; se perdían días en la tarea de poner la embarcación a flote, con ayuda de un cable atado a algún tronco robusto de la costa, del que el motor tiraba rabiosamente. En el escritorio de la compañía se exhibía un cartel, pleno de seducción. Lo reproduzco literalmente, respetando el estilo y la disposición tipográfica. Inútil decir que la realidad correspondía poco a la descripción.

Sin embargo, ¡qué delicioso viaje! Pocos pasajeros: familias de criadores que iban al encuentro de sus rebaños, vendedores ambulantes libaneses, militares en misión o funcionarios provinciales. Apenas subían al barco, y ya sacaban a relucir el uniforme playero del interior, es decir, un pijama rayado (de seda para los elegantes) y chancletas; todo ello disimulaba mal los cuerpos velludos. Dos veces por día nos sentábamos alrededor de un menú inmutable que consistía en un plato de arroz, otro de habas negras y un tercero de harina seca de mandioca, todo acompañando a una carne de buey fresca o en conserva. Es lo que se llama la feijoada, de feijao: poroto. La voracidad de mis compañeros de viaje sólo era comparable al discernimiento que ponían en juzgar lo que se servía. Según las comidas, la feijoada era proclamada multo boa o muito ruirn, es decir «magnífica» o «pésima»; asimismo, sólo poseían un término para calificar el postre, compuesto por queso graso y tartas, que se comen juntos con la punta de un cuchillo: éste estaba bem o nao bem doce —«bien, o no lo suficientemente bien azucarado».

Cada treinta kilómetros más o menos, el barco se detenía para cargar madera en un depósito; y cuando era necesario se esperaba dos o tres horas, el tiempo que un encargado especial empleaba para ir a la pradera a enlazar una vaca, degollarla y cuerearla con ayuda de la tripulación, que inmediatamente subía la res a bordo para aprovisionarnos de carne fresca durante algunos días.

Luego el vapor se deslizaba suavemente a lo largo de los brazos estrechos; esto se llama «negociar» los estiroes, es decir, recorrer unas después de otras esas unidades de navegación constituidas por los tramos de río comprendidos entre dos curvas pronunciadas, de tal manera que no se puede ver más allá. Esos estiroes se aproximan a veces aprovechando algún meandro, de modo que por la noche uno se encuentra apenas a algunos metros del lugar donde estaba por la mañana. A menudo el barco roza las ramas de la selva inundada que cae sobre la orilla. El ruido del motor despierta un mundo innumerable de pájaros: ararás, de vuelo esmaltado de azul, de rojo y de oro, mergos zambullidores de cuello sinuoso, como serpientes aladas; loros y cotorras que llenan el aire de gritos tan parecidos a una voz que se los puede calificar de humanos. Por su proximidad y su monotonía, el espectáculo cautiva la atención y provoca una suerte de sopor. De tanto en tanto, un acontecimiento más raro sobresalta a los pasajeros: una pareja de ciervos o de tapires que atraviesa el río a nado, una cascavel —serpiente de cascabel— o una jiboia—boa— que se retuerce en la superficie del agua, liviana como una paja, o un grupo hormigueante de yacarés —cocodrilos inofensivos que uno se cansa de matar con la carabina, de un balazo en el ojo—. La pesca de las pirañas es más movida. En cualquier parte, sobre el río, se suele ver un gran saladeiro —secadero de carne con aspecto de horca—: entre las osamentas que cubren el suelo hay barreras paralelas que soportan colgajos violáceos sobre los cuales se arremolina el vuelo oscuro de las aves de rapiña. Durante cientos de metros la sangre del matadero tiñe el río de rojo. Basta con tirar una línea para que, sin siquiera esperar la inmersión del anzuelo desnudo, varias pirañas se prendan ebrias de sangre y una de ellas deje colgando su losange de oro. El pescador debe ser prudente para desprender la presa: una dentellada le puede llevar el dedo.

Después de haber pasado la confluencia del Sao Lourenco —cuyo curso superior seguiremos por tierra para ir al encuentro de los bororo— el pantanal desaparece; en una y otra orilla del río domina un paisaje de campo, sabanas herbosas donde con más frecuencia se ven viviendas y rebaños vagabundos.

Muy pocas cosas señalan la proximidad de Guiaba al navegante: una rampa pavimentada bañada por el río, en cuyo extremo se adivina la silueta del viejo arsenal. Desde allí, una calle de 2 kilómetros de largo bordeada de casas rústicas conduce hasta la plaza de la catedral, blanca y rosada, que se eleva entre dos senderos de palmeras imperiales. A la izquierda, el obispado; a la derecha, el palacio del gobernador y, en la esquina de la calle principal, el hotel —único en ese tiempo—, atendido por un gordo libanes.

Descrito Goiás, me repetiría si me detuviera detalladamente sobre Guiaba. El paisaje es menos bello pero la ciudad posee el mismo encanto, con sus casas austeras, medio palacio, medio chozas. Como el terreno es ondulado, desde el piso alto se ve siempre un pedazo de ciudad: casas blancas con techo de tejas anaranjadas, color de suelo, abrazando la frondosidad de los jardines, las quintáis. Alrededor de la plaza central en forma de L, una red de callejuelas rememora la ciudad colonial del siglo xvm; terminan en baldíos que sirven de alojamiento a las caravanas, en senderos imprecisos bordeados de mangos y bananeros, que abrigan cabanas de adobe; y, en seguida, el campo donde pastan rebaños de bueyes a punto de partir o recién llegados del sertáo.

La fundación de Guiaba se remonta a mediados del siglo xvm. Hacia 1720, los exploradores paulistas, llamados bandeirantes, llegaban por primera vez a la región; a pocos kilómetros del lugar actual establecieron un pequeño puesto y a colonos. La región estaba poblada por indios cuxipó, algunos de los cuales aceptaron servir en los desmontes. Un día, un colono —bien llamado Miguel Sutil— envió algunos indígenas en busca de miel salvaje. Volvieron la misma noche con las manos llenas de pepitas de oro que recogieron a ras del suelo. Sin esperar más, Sutil y un compañero llamado Barbudo siguieron a los indios hasta el lugar de su cosecha: allí había oro por doquier. En un mes juntaron cinco toneladas de pepitas.

No debe asombrarnos, entonces, que la campaña que rodea a Guiaba semeje por momentos un campo de batalla; montículos cubiertos de hierba y matas dan testimonio de la antigua fiebre. Aún hoy algún cuiabano encuentra pepitas de oro mientras cultiva sus legumbres. Además siempre hay oro en forma de arenilla. Los mendigos son allí buscadores de oro: se los ve atareados en el lecho del arroyo que atraviesa la ciudad baja. Una jornada de esfuerzo procura lo suficiente para comer, y muchos comerciantes emplean aún la balancita que permite el cambio de una pizca de polvo por carne o arroz. Inmediatamente después de una gran lluvia, cuando el agua chorrea por las colinas, los niños se precipitan, provistos de una bola de cera virgen que sumergen en la corriente en espera de que menudas parcelas brillantes se le adhieran. Los Guiábanos dicen que hay un filón que atraviesa la ciudad a muchos metros de profundidad; yace bajo el modesto escritorio del Banco del Brasil, más rico por eso que por las sumas que tiene en su caja fuerte pasada de moda.

De su antigua gloria Guiaba conserva un estilo de vida lento y ceremonioso. Para el extranjero, el primer día transcurre entre idas y venidas por la plaza que separa el hotel del palacio de gobierno: a la llegada una presentación de una tarjeta de visita; una hora más tarde, el ayuda de campo, un gendarme bigotudo, trae las cortesías; después de la siesta, que coagula la ciudad entera en una muerte cotidiana desde mediodía hasta las cuatro, se presentan credenciales al gobernador (en este momento «interventor») que reserva al etnógrafo un recibimiento cumplido y tímido: ¿los indios?, ciertamente él preferiría que no los hubiera; ¿qué son para él sino el recuerdo irritante de su desgracia política, el testimonio de su alejamiento a una circunscripción apartada? Con el obispo ocurre lo mismo: los indios —trata de explicarme— no son tan feroces y estúpidos como podría creerse; ¿me doy cuenta de que una india bororo tomó los hábitos? ¿de que los hermanos de Diamantino han conseguido —¡a qué precio!— hacer de tres indios paressí carpinteros aceptables? Y en el plano científico, los misioneros han recogido realmente todo lo que valía la pena conservar. ¿Sospechaba yo siquiera que el inculto Servicio de Protección escribe «bororo» con el acento sobre la última vocal, mientras que el padre Fulano hace ya veinte años estableció que recae sobre la penúltima? En cuanto a las leyendas, conocen la del Diluvio, prueba de que el Señor no quiso que fueran condenados. ¿Iría yo a vivir entre ellos? Bueno. Pero, por favor, es necesario que me abstenga de comprometer la obra de los Padres: nada de regalos fútiles, espejos o collares. Solamente hachas; esos perezosos deben ser llamados a la santidad del trabajo.

Una vez desembarazado de estas formalidades, puedo pasar a las cosas serias. Transcurren días en la trastienda de comerciantes liba-neses llamados turcos, medio mayoristas, medio usureros (abastecen de artículos de ferretería, telas y medicamentos, a docenas de parientes, clientes o protegidos, quienes, provistos de un cargamento comprado a crédito, se irán, con algunos bueyes o una piragua, a arrebatar los últimos muréis que deambulan por el fondo del matorral o a lo largo de los ríos; y después de 20 o 30 años de una existencia tan cruel para ellos como para aquellos a quienes explotaron, se instalarán gracias a sus millones); la panadería, donde se preparan las bolsas de bolachas, panes redondeados de harina sin levadura mezclada con grasa, duros como piedras pero ablandados por el fuego hasta que, desmenuzados por las sacudidas e impregnados del sudor de los bueyes, se transforman en un alimento indefinible, tan rancio como la carne desecada que se encarga al carnicero. En cuanto a carniceros, el de Guiaba era un personaje nostálgico; tenía una sola ambición y todo indicaba que ésta jamás sería satisfecha: ¿nunca vendría un circo a Guiaba?, ¡a él le hubiera gustado tanto contemplar un elefante! ¡Tanta carne junta!

Finalmente, estaban los hermanos B...; franceses de origen corso que, ignoro por qué razón, se habían instalado hacía ya mucho tiempo en Cuiabá. Hablaban su lengua materna con una voz lejana, cantarína y vacilante. Antes de ser guardadores de coches habían sido cazadores de garzotas; describían su técnica, que consistía en disponer en el suelo cornetas de papel blanco donde los grandes pájaros, fascinados por ese color inmaculado que era también el de ellos, venían a picar y, enceguecidos por ese capuchón, se dejaban capturar sin resistencia; las hermosas plumas se recogen en la época del celo, arrancándolas del animal vivo. En Cuiabá había armarios llenos de aigrettes, imposibles de vender cuando pasó la moda. Los hermanos B... se transformaron en seguida en buscadores de diamantes. Ahora se especializaban en la preparación de camiones, que lanzaban, como los barcos de antaño a través de los océanos desconocidos, por caminos donde la carga y el vehículo corrían el riesgo de caer al fondo de una pendiente o de un río; si llegaban a destino, las pérdidas anteriores eran compensadas por un beneficio del 400 por ciento.

Muy a menudo he recorrido en camión la región de Cuiabá. La víspera de la partida, se cargaban las latas de gasolina en cantidad tanto más grande cuanto que había que prever el consumo de ida y de vuelta y había que ir casi permanentemente en primera y en segunda. Se disponían las provisiones y el material de campamento de modo que los pasajeros pudieran sentarse y abrigarse en caso de lluvia. También había que colgar los criques y las herramientas sobre los costados del camión, así como una provisión de cuerdas y de planchas destinadas a reemplazar los puentes destruidos. Al amanecer del siguiente día nos trepábamos a la cima del cargamento como a un camello y el camión comenzaba su marcha oscilante; en mitad de la jornada comenzaban las dificultades: tierras inundadas o pantanosas que había que cubrir con maderas; yo me he pasado tres días desplazando de esa manera, de atrás para adelante, una alfombra de leños dos o tres veces más larga que el camión, hasta que éste pudiera franquear el paso difícil; a veces había arena y cavábamos bajo las ruedas para llenar los vacíos con ramas. Asimismo, cuando los puentes estaban intactos había que descargar el camión para aligerarlo y volverlo a cargar una vez que se salvaban las planchas vacilantes; si los encontrábamos destruidos por algún incendio del matorral, acampábamos para reconstruirlos y volver luego a desmantelarlos, pues las planchas podían ser indispensables en otra oportunidad; en fin, había cursos de agua mayores que sólo podían atravesarse sobre balsas hechas con tres piraguas ensambladas por medio de travesanos y que, bajo el peso del camión, aun descargado, se hundían hasta el borde, a veces para conducir al vehículo hacia una ribera demasiado abrupta o barrosa para subirla; y entonces había que improvisar caminos por sobre cientos de metros, hasta encontrar un atracadero mejor, o un vado.

Los profesionales en la conducción de esos camiones estaban habítuados a viajar durante semanas y a veces durante meses. Formaban equipos de dos: el chófer y su ayudante, uno al volante, el otro colgado del estribo, atisbando los obstáculos, vigilando la marcha, como el marino que desde la proa ayuda al piloto a franquear un paso. Siempre carabina en mano, pues no era raro que algún ciervo o tapir se detuviera delante del camión, curioso más que asustado. Les tiraban al azar y el éxito decidía la etapa: había que cuerear y vaciar el animal, dividir los cuartos en rodajas, como si se tratara de una papa que se monda en espiral hasta el centro. Las rodajas se friccionaban en seguida con una mezcla de sal, pimienta y ajo picado, que siempre se llevaba preparada. Se las exponía al sol durante algunas horas, lo que permitía esperar al día siguiente para volver a efectuar la operación, que debía repetirse también en los días posteriores. De esa manera se obtiene la carne de sol, menos deleitosa que la carne de vento, secada en lo alto de una pértiga a pleno viento, a falta de sol, pero que se conserva durante más tiempo.

¡Extraña existencia la de esos virtuosos del volante!; siempre preparados para las más delicadas reparaciones, improvisan y borran la vialidad a su paso, se exponen a permanecer varias semanas en pleno matorral en el sitio donde el camión se rompió, hasta que pase un camión competidor que dé alerta a Guiaba, desde donde se pedirá a Sao Paulo o a Rio la pieza rota; durante ese tiempo acampan, cazan, se lavan, duermen y ejercitan la paciencia. Mi mejor chofer había huido de la justicia después de un crimen que no mencionaba jamás; en Guiaba se conocía el hecho pero se callaba, pues nadie hubiera podido reemplazarlo en un recorrido imposible. A los ojos de todos, su vida, que arriesgaba diariamente, pagaba con creces la que él había tomado.

Cuando dejábamos Guiaba, hacia las cuatro de la mañana, aún era de noche. La vista adivinaba algunas iglesias decoradas con estuco de arriba abajo. Las últimas calles bordeadas de mangos podados en forma de bolas y pavimentadas con piedras del río hacían estremecer el camión. El aspecto característico de huerta que ofrece la sabana, gracias a la distancia natural que hay entre los árboles, sigue dando la impresión de un paisaje arreglado a pesar de que ya estamos en el matorral; pero la ruta se hace pronto demasiado difícil para que la ilusión continúe; se eleva por encima del río en curvas pedregosas, interrumpidas por colinas y vados pantanosos invadidos por la capoeira. No bien ganamos un poco de altura, advertimos una línea tenue y rosada, demasiado fija para confundirla con los resplandores de la aurora. Durante mucho tiempo, sin embargo, dudamos de su naturaleza y de su realidad. Pero, después de tres o cuatro horas de camino, en lo alto de una pendiente rocallosa, la vista abraza un horizonte más vasto que nos hace rendir a la evidencia: de norte a sur se eleva una pared roja, 200 o 300 metros por encima de las colinas verdeantes. Hacia el norte se inclina lentamente hasta confundirse con la meseta. Pero por el sur, desde donde nos aproximamos, se empiezan a distinguir sus detalles. Esa pared-, que hace un momento parecía sin defecto, encierra caminos estrechos, picachos que se destacan hacia adelante, balcones y plataformas. En esa obra de piedra hay baluartes y desfiladeros. El camión pondrá muchas horas para subir la rampa, apenas corregida por el hombre, que nos conducirá al reborde superior de la chapada de Mato Grosso, la cual da acceso a 1000 kilómetros de meseta suavemente inclinada hacia el norte, hasta la cuenca amazónica: el chapadáo.

Es otro mundo que se abre. La hierba salvaje, de un verde lechoso, disimula mal la arena blanca, rosada y ocre, producida por la descomposición superficial del zócalo gredoso. La vegetación se reduce a arbustos espaciados, de formas nudosas, protegidos contra la sequía, que reina durante siete meses al año, por una corteza espesa, hojas barnizadas y espinas. Sin embargo, basta con que la lluvia caiga durante algunos días para que esa sabana desértica se transforme en un jardín: la hierba reverdece, los árboles se cubren de flores blancas y malvas. Pero siempre prevalece la impresión de inmensidad, desprovista de accidentes, que, muy alto en el cielo, el horizonte se extiende sin obstáculo por decenas de kilómetros: transcurre medio día mientras recorremos un paisaje que vimos desde la mañana y que repite exactamente el recorrido de la víspera, de tal manera que percepción y recuerdo se confunden en una obsesión de inmovilidad. Por más lejana que esté la tierra, es tan uniforme y hasta tal punto desprovista de accidentes, que, muy alto en el cielo, el horizonte se confunde con las nubes. El paisaje es demasiado fantástico para parecer monótono. De tanto en tanto, el camión atraviesa, vadeando, cursos de agua sin orilla que inundan la meseta más que la atraviesan, como si ese terreno —uno de los más antiguos del mundo y fragmento aún intacto del continente de Gondwana, que en la era secundaria unía el Brasil con África— hubiera permanecido demasiado joven para que los riachos hubieran tenido tiempo de cavarse un lecho.

Europa presenta formas precisas bajo una luz difusa. Aquí, el papel para nosotros tradicional del cielo y de la tierra se invierte. Por debajo de la huella lechosa del campo, las nubes edifican las más extravagantes construcciones. El cielo es la región de las formas y de los volúmenes; la tierra guarda la blandura de las primeras edades.

Una noche nos detuvimos no lejos de un garimpo —colonia de buscadores de diamantes—. Pronto aparecieron formas alrededor de nuestro fuego: algunos gañmpeiros, que de su alforja o de los bolsillos de sus harapos sacaban tubitos de bambú cuyo contenido vaciaban en nuestras manos: diamantes brutos que esperan vendernos. Pero los hermanos B... me habían informado suficientemente sobre las costumbres del garimpo para saber que nada de todo eso puede ser verdaderamente interesante. Porque el garimpo tiene sus leyes que aunque no escritas no son menos estrictamente observadas.

Esos hombres se dividen en dos categorías: aventureros, y fugitivos, los más. Esto explica que una vez dentro del garimpo difícilmente se sale. El curso de los riachos, en cuya arena se recoge el diamante, está fiscalizado por sus primeros ocupantes. Sus recursos no serían suficientes para permitirles alcanzar la gran ocasión, que no se produce tan a menudo. Están organizados en bandas, comandada cada una por un jefe que se adorna con el título de «capitán» o de «ingeniero»; éste debe-disponer de capitales para armar a sus hombres, equiparlos con el material indispensable (cubo de hierro estañado para subir las guijas, tamiz, escudilla, a veces también casco con escafandra para poder descender a los pozos y bomba de aire) y sobre todo reabastecerlos regularmente. En cambio, el hombre se compromete a vender sus hallazgos sólo a los compradores acreditados (éstos mismos en relación con los grandes talleres diamantistas holandeses o ingleses) y a dividir el beneficio con su jefe.

La existencia de armas no se explica tan sólo por las rivalidades entre los bandos. Hasta hace poco, y aún hoy, permitía impedir a la policía el acceso al garimpo. De esa manera la zona diamantífera constituía un Estado dentro del Estado, con el que a menudo estaba en guerra abierta. En 1935 se hablaba todavía de la pequeña guerra que durante varios años llevaron el Engenheiro Morbeck y sus bravos, los valentóes, contra la policía del estado de Mato Grosso, y que terminó en una transacción. En descargo de los rebeldes, diremos que el desgraciado que se dejaba capturar por la policía en las cercanías de un garimpo rara vez llegaba hasta Guiaba. Un famoso jefe de banda, el capitáo Arnaldo, fue prendido con su lugarteniente; se los ató del cuello con los pies apoyados sobre una tablita hasta que la fatiga les hizo perder el equilibrio y cayeron; quedaron colgados del árbol donde los habían abandonado.

La ley de la banda es tan bien observada que no es raro ver, en algún albergue de Lageado o Poxoreu, que son los centros del garimpo, una mesa cubierta de diamantes momentáneamente abandonada por los ocupantes. Cada piedra, apenas se encuentra, es identificada por su forma, su talla y color. Estos detalles siguen siendo tan precisos y tan cargados de valor emocional que, después de años, el descubridor evoca aún el aspecto de cada piedra. «Cuando la contemplaba —me cuenta uno de mis visitantes—, me parecía como si la Santa Virgen hubiera dejado caer una lágrima en el hueco de mi mano...» Pero las piedras no son siempre tan puras: a veces se las recoge en su ganga y es imposible conocer en seguida su valor. El comprador acreditado anuncia su precio (esto se llama «pesar» el diamante), y de la misma manera que están obligados a venderle, hay que aceptar su ofrecimiento. Corresponde al asistente dar la señal que informará a todos sobre el resultado de la especulación.

Pregunté si a veces no se cometían fraudes; sin duda, pero en vano. Un diamante que se ofreciera a otro comprador, o a espaldas del jefe de la banda, sería inmediatamente «quemado», queimado: el comprador ofrecerá un precio irrisorio que será sistemáticamente rebajado a cada tentativa ulterior. Así hubo garimpeiros de mala fe que murieron de hambre con las manos llenas.

Además, hay otro sistema. El sirio Fozzi parece que se enriqueció adquiriendo a bajo precio diamantes impuros que calentaba en un calentador Primus antes de sumergirlos en un colorante; este procedimiento da un tinte superficial más agradable al diamante amarillo y le vale el nombre de pintado.

Se practicaba también otro tipo de fraude, pero a nivel más elevado: en la exportación, para eludir el pago de derechos al Estado brasileño. En Guiaba y en Campo Grande conocí a pasadores profesionales llamados capangueiros, es decir, «testaferros». También de éstos se contaban innumerables historias: falsos paquetes de cigarrillos que disimulaban diamantes y que, si la policía los descubría, tiraban negligentemente en una mata como si estuvieran vacíos, para recuperarlos una vez liberados, con la ansiedad que cualquiera puede imaginar.

Pero esa noche, al fuego del campamento, la conversación versaba sobre los incidentes cotidianos a los que estaban expuestos nuestros visitantes (así aprendí la lengua pintoresca del sertáo, la cual, para dar el pronombre francés on, hace uso de una colección extraordinariamente variada de términos: o homem, 'el hombre', o camarada, 'el camarada', o colega, 'el colega', o negro, 'el negro', o tal, 'un tal', o fulano, 'el fulano', etc.). Algunos habían tenido la mala suerte de recoger oro en las escudillas: enojoso presagio para un buscador de diamantes; el único recurso es el de arrojarlo nuevamente a la corriente: quien guardara el oro se procuraría semanas infructuosas; aquel otro, juntando las guijas a manos llenas, había recibido el coletazo de una raya venenosa. Esas heridas son difíciles de curar. Hay que encontrar una mujer que consienta en desnudarse y orinar sobre la llaga. Como en el garimpo hay sólo prostitutas campesinas, ese tratamiento ingenuo implica por lo general una sífilis particularmente virulenta.

Esas mujeres son atraídas por los relatos de legendarios golpes de suerte. El buscador, rico de la noche a la mañana, pero prisionero de su prontuario, está obligado a gastar allí mismo todo lo que tiene. Así se explica el tránsito de camiones cargados de bienes superfluos. No bien llegan al garimpo con su carga la venderán a cualquier precio, y menos por necesidad que por ostentación. Al alba, antes de partir nuevamente, fui hasta la choza de un camarada al borde del riacho infectado de mosquitos y otros insectos. Con su casco de escafandra pasado de moda sobre la cabeza, escudriñaba el fondo. El interior de la choza era tan miserable y deprimente como el "paraje; pero en un rincón, la compañera me mostró con orgullo los doce trajes de su hombre y sus vestidos de seda que las termitas devoraban.

La noche pasó entre cantos y pláticas. Cada convidado es invitado a «hacer un número» tomado de alguna función de café-concierto; recuerdo de un tiempo ya acabado, que volví a encontrar, sin embargo, en las provincias fronterizas de la India, en banquetes entre pequeños funcionarios. Aquí, como allá, se presentaban monólogos, o también lo que en la India se llama «caricaturas», es decir, imitaciones: ruiditos como de máquina de escribir, explosiones de una motocicleta en dificultades seguidas —extraordinario contraste— por el ruido evocador de una «danza de hadas» que precede a la imagen sonora de un caballo al galope, para terminar con las grimaces ('muecas'), llamadas como en francés.

En mi cuaderno de notas conservé, de mi velada entre los garimpeiros, un fragmento de endecha sobre un modelo tradicional. Se trata de un soldado descontento con la comida que escribe una reclamación a su caporal; éste escribe al sargento y la operación se repite de grado en grado: lugarteniente, capitán, mayor, coronel, general, emperador. Este último no tiene otro recurso que dirigirse a Jesucristo, el cual, en lugar de continuar con la queja al Padre Eterno, «echa mano a la pluma y manda a todo el mundo al infierno». He aquí esta pequeña muestra de poesía del sertáo.

O Soldado...
O Oferece...
O Sargento que era um homem pertinente
Pegó na penna, escreveu pro seu Tenente
O Tenente que era homem multo bao
Pegó na penna, escreveu pro Capitáo
O Capitáo que era homem dos melhor'
Pegó na penna, escreveu pro Majar
O Major que era homem como é
Pegó na penna, escreveu pro Coroné
O Coroné que era homem sem igual
Pegó na penna, escreveu pro General
O General que era homem superior
Pegó na penna, escreveu pro Imperador
O Imperador...
Pegó na penna, escreveu pro Jesu' Christo
Jesu' Christo que é filho do Padre Eterno
Pegó na penna e mandó tudos pelo inferno.

Sin embargo no había alegría verdadera. Desde hacía tiempo, las arenas diamantíferas se agotaban; la región estaba infestada de malaria, lesmaniosis y anquilostomiasis. Hacía algunos años que había aparecido la fiebre amarilla. Ahora sólo andaban dos o tres camiones por mes, mientras que antaño había cuatro por semana.

El camino que tomaríamos ahora estaba abandonado desde que los incendios habían destruido los puentes. Hacía tres años que no pasaba un camión. Nada nos podían decir sobre el estado de la ruta, pero si llegábamos hasta Sao Lourenco estábamos fuera de peligro. A la orilla del río había un gran garimpo: allí encontraríamos todo lo necesario: vituallas, hombres y piraguas para ir hasta las aldeas bororo del río Vermelho, afluente del Sao Lourenco.

De qué manera pasamos, no lo sé; el viaje permanece en mi recuerdo como una pesadilla confusa: interminables altos para vencer obstáculos de pocos metros, cargas y descargas, etapas en las que estábamos tan cansados por el traslado de las tablas delante del camión cada vez que éste conseguía adelantar un largo, que nos dormíamos en el suelo; en plena noche, desde las profundidades de la tierra nos despertaba el ronroneo de las termitas que subían a asaltar nuestras ropas y que ya cubrían a manera de capa hormigueante el exterior de los abrigos de caucho que nos servían de impermeables y de alfombras. Finalmente, una mañana, nuestro camión se dejó ir hacia el Sao Lourenco, al que nos guiaba la bruma espesa del valle. Con la convicción de haber hecho una proeza, nos anunciamos a grandes bocinazos. Sin embargo, ningún niño venía a nuestro encuentro. Desembocamos sobre la orilla entre cuatro o cinco chozas silenciosas. Nadie. Todo estaba deshabitado. Una rápida inspección nos convenció de que la aldea estaba abandonada.

Estábamos desesperados, al borde de nuestra resistencia después de los esfuerzos de los días precedentes. ¿Había que renunciar? Antes de emprender el camino de regreso haríamos una última tentativa. Cada uno partiría en una dirección diferente y exploraría los alrededores. Hacia la noche volvimos con las manos vacías, salvo el chófer, que había descubierto a una familia de pescadores y traía al hombre. Este, barbudo y con la piel de un color blanco malsano como si hubiera estado largo tiempo en el río, explicó que la fiebre amarilla los había azotado hacía seis meses; los sobrevivientes se habían dispersado. Pero río arriba encontraríamos aún algunas personas y una piragua suplementaria. ¿Vendría él? Ciertamente; desde hacía meses, él y su familia vivían tan sólo del pescado del río. Entre los indios se procuraría mandioca y plantas de tabaco, y nosotros le pagaríamos algo de dinero. Sobre esa base, garantizaba la aceptación del otro piragüero que engancharíamos de pasada.

Tendré ocasión de describir otros viajes en piragua que recuerdo mejor. Así pues, paso rápidamente sobre esos ocho días dedicados a remontar una corriente que las lluvias cotidianas aumentaban sin cesar. Un día, mientras almorzábamos en una playita oímos un rozamiento: era una boa de siete metros que se había despertado por nuestra conversación. Tuvimos que gastar muchas balas para acabar con ella, pues esos animales son indiferentes a las heridas en el cuerpo; hay que darles en la cabeza. Cuando la cuereamos —tardamos medio día— encontramos en sus entrañas una media docena de crías próximas a nacer y que ya vivían; el sol las hizo perecer. Y un día, justamente después de haber abatido un irará —especie de tejón—, vislumbramos dos formas desnudas que se agitaban en la orilla; nuestros primeros bororo. Los abordamos, tratamos de hablar; sólo sabían una palabra portuguesa: fumo —tabaco— que ellos pronuncian sumo (¿los antiguos misioneros no decían acaso que los indios «no tenían ni fe, ni ley, ni rey» porque su fonética no reconocía ni la f ni la I ni la r?). Ellos mismos son cultivadores, pero su producto no tiene la concentración del tabaco fermentado y arrollado en cuerda, que les dimos en cantidad. Por gestos, les explicamos que íbamos a su aldea; nos dieron a entender que llegaríamos esa misma noche; se nos adelantarían para anunciarnos; y desaparecieron en la selva.

Algunas horas más tarde abordamos una orilla arcillosa en lo alto de la cual divisamos las chozas. Una media docena de hombres desnudos, enrojecidos con urucú desde los dedos de los pies hasta la punta del pelo, nos reciben con carcajadas, nos ayudan a desembarcar, transportan el equipaje. Y henos aquí en una gran choza que aloja a varias familias; el jefe de la aldea ha dejado libre un rincón en nuestro honor; él, durante nuestra estadía, residirá del otro lado del río.

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