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Eréndira
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![]() Eréndira. |
Inspirado en la Relación de Michoacán, elabora un relato novelado donde la princesa michoacana encabeza la resistencia a la conquista española y luego ayuda a la evangelización de su gente.
Eduardo Ruíz Álvarez (Michoacán, México. 22 de mayo de 1839 - 16 de noviembre de 1902)
Abogado, historiador, periodista, poeta, estudioso del pueblo purépecha, luchó junto al “Partido de la Montaña” contra la intervención francesa en Michoacán, secretario del general Vicente Riva Palacio, Procurador General de Justicia de la Nación, Ministro de la Suprema Corte. Fue miembro de prominentes sociedades científicas, merecedor de la Medalla Cuarto Centenario, otorgada por los reyes de España en 1892, conmemorando los 400 años de la llegada de Colón a tierras americanas. De su obra literaria, Eréndira alcanzó gran popularidad. Murió al caer del caballo que montaba.
Primera Parte El comienzo de la conquista |
I
Después de que la ciudad de México quedó convertida en un inmenso montón de ruinas, que sirvió de pedestal á la gloria de Cuauhtemoc, Hernán Cortés, teniendo algunas noticias de las riquezas que encerraba el reino de Michoacán, envió á uno de los suyos, llamado Villadiego, á que fuese á explorar aquel país. El emisario no regresó jamás, siendo hasta hoy misteriosa su desaparición.
Por aquellos días, uno de los proveedores del ejército español, un tal Parrillas, se presentó á Cortés, diciéndole que en busca de víveres habia estado en la frontera de Michoacán, y habia recibido informes de la abundancia de oro y plata en aquella nación, asi como de la fertilidad de sus tierras.
Deseoso el caudillo español de extender los términos de su conquista, envió de mensajeros á Francismo Montaño y á otros tres castellanos para que hablasen con el rey de Michoacán, persuadiéndolo á que abandonase la idolatría y reconociese el favor del monarca de Castilla.
No sin grave peligro de sus personas, cumplieron Montaño y sus compañeros la difícil misión que se les encargara, y al cabo de variados incidentes, el rey de Michoacán, de nombre Tzimtzicha, ofreció su amistad y obediencia á Hernán Cortés. Hizo este rey grandes obsequios á los comisionados, y envió con ellos ricos presentes á su jefe, sin exigir en cambio de su munificencia otra cosa que un lebrel que llevaban los castellanos, animal que se habia hecho notable por el gran númerp de indios que había devorado.
Habiendo, pues, desempeñado su comisión, los cuatro españoles regresaron á dar cuenta á Hernán Cortés, que residía entonces en Coyoacán.1
II
Aunque los habitantes de Tzintzuntzan habían recibido con marcado enojo á los mensajeros; al verlos salir de la ciudad, lejos de prorrumpir en gritos de alegría, se dividieron en grupos en los que, en voz baja, se comentaba el objeto que a la imperial ciudad había conducido á aquellos hombres extraños. La desconfianza, si nó el temor, se revelaba en todas las conversaciones. ¿Imitaría el rey de Michoacán al débil Motecuhzoma? Entonces el país de las montañas, y de los lagos, y de los campos de verdura, ya no sería la mansión de las águilas que, libres y soberanas, se cernían altaneras en aquel cielo azul y transparente, sino un desierto árido en que la esclavitud no sabría fijar sus aduares trashumantes. ¿Seguiría Tzimtzicha el ejemplo de la heroica conducta de Cuauhtemoc? Entonces cada ciudad sería una fortaleza; los bosques, las guaridas de los guerreros; las llanuras, los campos de batalla. El aire estaría lleno de gritos de combate, el rumor de los torrentes sería el canto de guerra, las negras nublazones, la bandera de la matanza, y el sol, rasgando la rosada gasa de la aurora, la antorcha colosal de la victoria.
¡Ah! pero esta última suposición la hacían los jóvenes, en cuyos ojos chispeaba el fuego del patriotismo; en la mayoría de la gente dominaba el conocimiento que se tenía del monarca, como hombre sin energía y sin ambiciones. De aquí el desconsuelo y la tristeza de la generalidad de los habitantes de Tzintzuntzan.
No contribuía poco para semejante estado de los ánimos la presencia, entre los grupos, de Nanuma, el general en jefe del ejército de los purépecha, favorito del rey. Oía las conversaciones y guardaba una obstinada reserva; veía la exaltación de los que formaban los corrillos y su fisonomía se ostentaba indiferente. Le formaban círculo los más distinguidos capitanes y no les dirigía una sola palabra. Nanuma no tenía ojos más que para mirar á una joven que en aquellos momentos se dirigía al alcázar.
IIILos grupos se dispersaron dejando solitarias las calles. Un aliento de desolación se difundía por los ámbitos de la ciudad.
Nanuma apresuró el paso hasta alcanzar á la joven.
Eréndira—le dijo—escucha, escucha un momento.
La doncella volvió el rostro, sonrió irónicamente y traspuso á toda prisa la puerta del palacio.
¡Oh!—exclamó el guerrero—siempre desdeñosa, siempre altiva, siempre lanzando contra mí esa sonrisa de burla y de desprecio.
Fijemos un momento nuestra atención en la joven. Había en sus ojos de un café obscuro, velados por crespas pestañas, algo como una llama que sin cesar estuviese avivándose; había provocadores hoyuelos en aquellas mejillas satinadas; su boca, de labios ligeramente abultados, parecía el nido de los besos. Aquella virgen morena, era de airoso continente y de gallardo andar. Pero el rasgo más característico en su hermosa fisonomía era una nariz delgada y fina, imperceptiblemente remangada, que imprimía un sello de malicia y de burla á la constante sonrisa modulada en sus labios: por eso la llamaron Eréndira, que en tarasco quiere decir risueña.
Era hija del venerable anciano Timas, uno de los altos dignatarios de la Corte, acaso el más digno de respeto entre los consejeros del rey.
Radiante de hemosura, Eréndira se veía cortejada por los más distingqidos guerreros del reino, y más de un jefe del ejército, al volver victorioso de una campaña, había hecho insinuaciones para que el monarca se la otorgase en matrimonio, pues era costumbre entre los tarascos que el mayor premio acordado á los capitanes que se distinguían por su valor y pericia en los combates, fuera el de darles alguna hermosa doncella. Mas Eréndira, que á su hermosura unía un talento raro y la mayor ilustración que en aquellos tiempos podía alcanzar una joven, siempre había hallado medios de eludir la honra que se le trataba de dispensar.
Corazón frío, jamás había sonreído dulcemente á ningún hombre. A cuantos se le acercaban para hablarle de amor los despedía con su eterna sonrisa de burla. Las jóvenes compañeras suyas la juzgaban orgullosa y le tenían una profunda envidia.
Tal era Eréndira. En aquellos días se había notado en su sonrisa mayor sarcasmo y crueldad. Cualquiera que hubiese podido leer en lo íntimo de su pensamiento habría comprendido que la joven odiaba inmensamente á los españoles, y que se moría de despecho al ver la inercia del rey de los purépecha y el poco ó ningún entusiasmo de sus capitanes. Ardía en su alma todo el patriotismo de un pueblo.
IVPasaron unos cuantos días. Notábase en la ciudad de Tzinizuntzan una extraña animación.
Según el pidecuario (ritual) de los sacerdotes tarascos, ninguna fiesta tenía que celebrarse en aquella época del año; y sin embargo, se hacían á toda prisa preparativos para algún acto solemne en el gran templo de Charatanga, bajo cuyo nombre se designaba á la luna, en su carácter de diosa vengativa é inexorable.
Las gentes se preguntaban con curiosidad cuál podría ser el sacrificio ofrecido á la deidad terrible, supuesto que por entonces no había en Tzintzunlzan más prisioneros de guerra que los destinados á la gran fiesta de Caherihóscuaro,2 y tiempo hacia que el rey Tzintzicha no había enviado á la frontera alguna expedición armada para que hubiese traído nuevas victimas. Y la curiosidad crecía al notar que en los preparativos reinaban el sigilo y el misterio. Los sacerdotes, inquietos y despavoridos, iban del templo al palacio y regresaban taciturnos á continuar sus trabajos sin permitir la entrada al recinto á ningún profano.
Por fin llegó el día en que la luna llena iba á aparecer al principio de la noche en todo su explendor, haciendo más obscuros los bosques de la sierra y más límpida la superficie del lago.
En esa hora, llena de encanto, se oyeron las quiringuas y los caracoles del templo que convocaban al pueblo á una solemne fiesta.
Los habitantes estaban ansiosos de asistir al acto, y sin embargo, no sé qué extraño terror se había apoderado de toda aquella gente supersticiosa.
VAntes se había celebrado un consejo real en el palacio, al que concurrieron el rey, los grandes dignatarios de la corona, el gran jefe Nanuma y algunas personas de la familia del monarca. Eréndira entre éstas, oculta tras de una cortina del salón, sonreía irónicamente al escuchar las opiniones de los consejeros, y algo como una cruel lástima se dibujaba en sus labios cuando llegaban á su oído las palabras del rey.
Al disolverse la reunión, Nanuma y Eréndira se encontraron en uno de los corredores del palacio. El guerrero no se atrevía á acercarse á la joven, notando el sello de ironía y de desprecio que se hacía patente en el semblante de Eréndira; pero logrando sobreponerse, le dijo: .
-Eréndira, ¿serás siempre tan esquiva con el hombre que más te ama en el mundo?
-Bien sabes, Nanuma—contestó la joven serenando el semblante—que yo no amo á nadie. Me creo incapaz de llegar á amar alguna vez.
-Mil veces has dicho que no serás sacerdotisa de nuestra madre la luna: llegará un día, por lo tanto, en que te sea preciso aceptar un esposo.
-Tampoco. Me repugna la idea de tener un dueño.
-¡Ah! Yo no seré más que tu esclavo, si me aceptas como el compañero de tu vida. Mi amor para tí no tiene límites: eres mi adoración.
-Para un guerrero como tú, hay algo más digno de adoración que una mujer.
-No te entiendo, Eréndira.
-Y en ese caso, la mujer misma deberá hacer por su parte el sacriñcio de su libertad.
-No te entiendo, Eréndira.
-Pues medítalo esta noche en el templo, y si me entiendes, haz tu deber. Yo seré entonces tu recompensa.
Dicho esto, la joven se retiró, dejando sumido en la mayor perplejidad al amartelado Nanuma.
VIEra la hora que los tarascos llaman Inchátiro 3, la hora en que el sol desaparece debajo del horizonte, teñido de escarlata y de esfumaciones opalinas.
Por el opuesto lado se levantaba el gran disco de la luna, derramando en torno suyo efluvios de tenue claridad.
Las quiringuas del templo seguían dejando oir, á largas distancias, su melancólica voz, acompañada del discordante son de los caracoles.
El pueblo se apiñaba en el extenso atrio del templo y guardaba profundo silencio.
A una señal que se hizo desde lo alto del santuario, la muchedumbre se agitó, oprimiéndose luego para abrir ancha calle por la que pasó el rey seguido de su numerosa corte. La comitiva real escaló en seguida la gradería, que en forma de espiral conducía á la plataforma. En medio de ésta se destacaba la piedra de sacrificios, en frente del suntuoso camarín.
Los personajes que formaban la comitiva tomaron asiento. Uno de los sacerdotes penetró al interior del santuario, y en aquel instante rasgó el silencio una voz estentórea, extraña, jamás oída por los purépecha, voz precipitada, intermitente, cuyo eco, en fúnebre clamor, resonaba en los vecinos montes, y repercutiéndose de templo en templo, se cernía sobre la dilatada ciudad.
Volvió á aparecer el sacerdote seguido de cuatro guerreros que conducían atada una fiera jamás vista en el país. De sus tremendas fauces salía aquella voz que había llenado de espanto á la muchedumbre.
Era el lebrel de Montaño que, poseído de ira, lanzaba ladridos de furor y que en vano pugnaba por libertarse de sus carceleros.
Colocáronlo éstos sobre la piedra del sacrificio, con el vientre y la cara vueltos hacia el cielo.
En aquel momento los ojos del valiente perro se fijaron en la luna que se ostentaba ya arriba del horizonte.
Al contemplar el disco luminoso, la fiera cesó de ladrar. En cambio, de su pecho salían aullidos lúgubres y lastimeros, y su mirada estaba fija en el abismo de los cielos como si viese allí un fantasma aterrador.
Pálido el sacerdote hundió con mano trémula un cuchillo de obsidiana en el pecho del lebrel y rápidamente extrajo el corazón humeante y chorreando sangre.
Aún repetía el eco de los montes el aullido lastimero del lebrel.
Hoy es el monstruo, mañana deben ser los españoles los que mueran así!—murmuró Eréndira al oído de Nanuma— Entonces yo seré tu recompensa.
Nanuma se extremeció!
La luna derramaba efluvios de tenue claridad.
En lo alto de los templos tañían tristemente las quiringuas y los caracoles.
Silenciosa la muchedumbre se dispersó en todas direcciones.
Pocos momentos después, Tzintzuntzan parecía una ciudad muerta, evocada de las tumbas de la historia.
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1 El historiador Herrera refiere con minuciosidad y gran suma de detalles lo que está referido en este pequeño capítulo, que ha sido preciso condensar hasta el extremo.- Véase. pues la Historia General de las Indias Occidentales, por el autor citado. Década III, Libro III. Capítulos 11 y siguientes.
2 Escrito en la Relación Caheracóscuaro, significa las grandes estrellas
3 El crepúsculo vespertino