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Eréndira
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Segunda Parte La Guerra |
I
El anciano Timas era el más respetado entre los consejeros del rey. Se escuchaba su voz como la de un oráculo. Su blanca cabellera parecía una auréola de plata.
La ciega suerte le había negado hijos varones que perpetuasen su nombre. En cambio, para hacerle ménos sensible este vacío, la naturaleza le había concedido á Eréndira, la inteligente Eréndira, en cuyo corazón rebosaba el entusiasmo por la patria.
En medio del pánico que dejara la venida de los españoles á Tzinzuntzan, padre é hija eran los únicos séres que, con palabra persuasiva, iban levantando el abatido espíritu de los purépecha.
Las conversaciones que sostenía Eréndira con las princesas y con los capitanes del ejército, en que la sátira y la burla eran los colores con que pintaba á los castellanos, se transmitían de boca en boca al pueblo, cuyo carácter jovial los repetía con entusiasmo é iba despertando en todos el valor nunca desmentido de los tarascos.
Por su parte Timas no dejaba escapar ocasión en el consejo real de abogar por la guerra, ora amenazando á Tzimtzicha con que los invasores arrebatarían de su frente la corona de sus antepasados, despojándolo de todas sus riquezas y convirtiendo la vida muelle que llevaba en una esclavitud afrentosa; ora haciendo pasar ante su memoria los hechos heroicos de Tariácuri y de Tangaxhuan, quienes con su valor y sabiduría habían llenado de esplendor el dilatado reino de los lagos y las montañas.
No logrando su objeto, recurrió á la intriga. Por medio de Eréndira consiguió que las hijas del rey proyectasen una fiesta militar que el monarca no trató de impedir.
Trasladóse, pues, la corte á la extensa plaza de armas de Queréndaro, á inmediaciones de Higuatzio.
Allí se levantan aún, cubiertos con el polvo de los siglos y coronados de árboles, los soberbios templos del sol y de la luna, los palacios del rey y la alta pirámide en que se izaba la bandera nacional. Todo aquel espacio estaba encerrado en un inmenso paralelógramo cuyos muros eran magníñca gradería que podía contener cien mil espectadores.
Allí se verificó la gran parada militar solicitada por las princesas. A los ojos de los personajes de la corte y de los habitantes de las ciudades del lago, ostentaron los jóvenes guerreros sus, ricos y vistosos atavíos é hicieron evoluciones, mostrando su pericia y agilidad.
En todos los corazones latía el entusiasmo patrio, en todos los ojos brillaban las chispas del amor á la gloria; y mientras que los hombres lanzaban el grito de guerra, las doncellas entonaban los himnos religiosos con que se recibía en el templo á los vencedores en la campaña.
IIAsí fué como por entonces impidió Timas que Tzimtzicha llevase á cabo su proyecto de enviar embajadores á Hernán Cortés para ratificar el vasallaje que había prometido á Montaño; así logró también que se convocase al ejército, á cuyo fin partieron numerosos mensajeros en todas direcciones.
Pronto se vieron por la noche grandes luminarias en las cimas de los montes, señal de que los pueblos respondían al llamamiento de su señor, de que en todas partes se congregaban los guerreros y de que en cada hogar se construían flechas y se adornaban los penachos de plumas, gala y orgullo de los mancebos tarascos.
En donde quiera ardía el deseo de la guerra y hasta los más jóvenes tomaban las armas y se adiestraban para el combate.
Antes de un mes un ejército de cincuenta mil hombres acampaba en las inmediaciones de Tzintzuntzan. Parecía un inmenso bosque de renuevos entre la obscura selva de los pinos que le servía de campamento.
Y en ese campamento había una grande animación: los ancianos acudían á encender en el pecho de los guerreros el fuego santo que ellos habían sentido en su juventud y que no estaba aún apagado en las cenizas de los años; las jóvenes paseaban sus ojos llenos de curiosidad por aquellas filas, en donde más de un corazón latía por otro sentimiento tan dulce y tan sagrado como el de la patria; los niños tocaban con sus manecitas las armas de los guerreros y habrían sido felices si tes hubiesen permitido jugar con ellas.
De hora en hora se presentaban los sacerdotes, tañendo el tambor que cada uno conducía á la espalda y haciendo conjuros para ahuyentar de enmedio de los escuadrones el espíritu maléfico del miedo.
Las princesas, á cuyo lado iba Eréndira, más de una vez se . presentaron en el campamento, conducidas en ricos palanquines, distribuyendo entre sus distinguidos súbditos alguna dulce sonrisa, como una promesa de victoria.
En cuanto al rey y á la alta nobleza de la corte apenas se dignaron hacer una visita desdeñosa á aquella muchedumbre de plebeyos—á aquella florida juventud, única esperanza de la patria.
IIIEn efecto, si la clase baja del pueblo, que da el contingente de soldados, estaba anhelosa de pelea, la nobleza que suministra los jefes, temía perder sus riquezas aglomeradas de siglos atrás; no se resolvía á cambiar su vida de placeres y de muelle indolencia por las fatigas y privaciones de la guerra. Un largo período de paz, bajo un gobierno absoluto y tiránico, había extinguido en el corazón de los nobles los sentimientos de dignidad y la ambición de gloria, que antes habían distinguido siempre á los caudillos de los ejércitos michoacanos.
Nanuma, el jefe que por aquellos días mandaba las escogidas huestes que hemos pasado en revista, debía al favoritismo, no al mérito personal, la elevación de su grado. Su penacho, en que ondeaban las plumas de águila, emblema de su categoría, era más conocido en las fiestas de Tzintzuntzan que en los campos de batalla.
Bien lo sabia Eréndira; pero ausentes como estaban los príncipes Tacamba é Itzihuappa, no quedaba por entonces ningún otro jefe que pudiera mandarlos ejércitos. Por eso, en su odio contra los españoles, y sabiendo la pasión que había inspirado á Nanuma, se ofrecía en holocausto por la patria, con tal de que-el afortunado doncel volviese ceñida la sien con el laurel de la victoria, de la expedición anunciada.
El rey, por su parte, había ofrecido á Nanuma que sería Eréndira el premio de sus victorias.
Ya las princesas del palacio y las doncellas más distinguidas de la nobleza tejían las canacuas (coronas) con que, adornada la frente, habían de concurrir á la ceremonia nupcial y á las fiestas en honor de los desposados.
Nanuma, empero, no pedía la orden de marcha. Se mostraba inquieto y sólo parecía desear la presencia de Eréndira. A veces se encontraba con la joven en los aposentos del alcázar y se creía dichoso al mirar el rostro sereno y grave de la doncella, y feliz porque no observaba ya en sus labios las amargas sonrisas de otros tiempos; pero cuando el guerrero se retiraba, la hija de Timas sonreía tristemente y fijaba su mirada en el profundo cielo, como pidiéndole que aceptase su enorme sacrificio para que la patria fuese libre.
IVEntretanto Hernán Cortés, que seguía residiendo en Coyoacán, había pensado en que el tiempo transcurría sin que Tzimtzicha compareciese ante él á ratificar su sumisión al Emperador Cárlos V, y sin que siquiera hubiese enviado las ofrendas de oro y plata que debían acreditar la sinceridad de su vasallaje. Cansado de esperar envió á otros tres españoles 1 que, con pretexto de ir á explorar el mar del Sur en las exuberantes tierras de Zacatula, pasasen por Tzintzuntzan y recordasen al rey de los purépecha su promesa de ir á visitar al jefe español.
Temeroso Timas de que vacilase de nuevo el ánimo del monarca, logró que los sacerdotes anunciasen á Tzimtzicha que los agüeros eran favorables á la guerra, puesto que por aquellos días se habían visto pasar grandes bandadas de águilas con dirección á México. Timas insistió, pues, en que debía apresurarse la salida del ejército; pero de nuevo encontró obstáculos en la indolencia de Nanuma, que más y más parecía dispuesto á consumirse en el fuego de las miradas de Eréndira, sin comprender que en aquellos ojos no irradiaban más llamas que las del patriotismo. Limitábase de cuando en cuando á pasar revista á sus tropas, impacientes ya de marchar al encuentro del enemigo. En una de esas veces se encontró con Eréndira que había ido con las princesas á visitar el campamento.
La joven, aprovechando un instante en que sus compañera estaban distraídas, se acercó al guerrero y le dijo:
-Nanuma, una cosa falta á tus soldados......
-No lo creo, hermosa niña, están provistos de todo lo necesario.
-Pues te digo que les falta una cosa; la principal, valiente Nanuma.
-Si quisiérais indicármela......
-Sencillamente, el jefe que los ha de conducir al combate........ respondió Eréndira, prorrumpiendo en una graciosa carcajada.
Nanuma se puso lívido; y ya sintiendo su amor propio profundamente herido, ó por el temor de enojar más á la joven, desde aquel momento se dedicó incansable á concluir todos los preparativos, y avisó al rey que estaba expedito para la marcha.
V
En una espléndida mañana del més de Junio de 1522 el más vistoso ejército de los purépecha atravesaba las dilatadas calles de Tzintzuntzan, pasando á la vista de Tzimtzicha que estaba pálido é inquieto, porque lo agobiaba el pensamiento de que en ese día comenzaban á resolverse sus destinos.
Era airoso y marcial el continente de aquellos hombres. Marchaban en primer lugar los flecheros, repleto el carcax de saetas que terminaban en punta de obsidiana; en seguida iban los honderos, llevando la honda atada en la frente y al costado el saco de filamento de maguey que había de llenarse de piedras en el momento oportuno; en nutridos escuadrones seguían los veteranos de continente atlético, cuya arma era la macana, erizada de púas, y cuyo extremo remataba en una pieza de granito con labores extrañas; aparecían luego los que con la punta de la lanza decidían los combates personales, y cerraban la marcha las compañías de nobles que portaban la espada de cobre, arma sólo usada por los tarascos, de temple durísimo como el acero: este escuadrón volante acudía al lugar en que estaba más empeñada la lucha, y era el que alcanzaba casi siempre la victoria.
Era imponente aquella muchedumbre compuesta de la clase baja del ejército, porque todos iban desnudos y horrorosamente envijados; porque sus penachos se componían de plumas erizadas; porque los semblantes revelaban un salvaje furor, y porque el grito de guerra arrancado de aquellos cincuenta mil pechos, intermitente y amenazador, era como el trueno que, retumba en las nubes entre relámpagos repetidos. En cambio el aspecto de las clases elevadas de los guerreros no podía ser más lujoso, sin dejar por esto de ser marcial. Los plumajes de sus penachos ondulaban al viento ostentando variedad infinita de colores; en sus jubones acolchados brillaba la púrpura del huamilule 2 ó el tinte del añil, tan inteligentemente cultivado por los tarascos; sus armas, la macana, la lanza y la espada, limpias y bruñidas, brillaban á los rayos del sol.
Entre ellos se distinguía Nanuma por su manto cubado de rica pedrería y por el estandarte de plumas de colibrí que ostentaba como señal de mando.
Al pasar frente á Eréndira, que veía desfilar el ejército,
-Voy á combatir por conquistar tu amor—le dijo.—Si fuere vencido......
-Iré á llorar sobre tu sepulcro, y sembraré en tu yácata las más hermosas flores de nuestros campos.
No pensaba Nanuma en tal extremo; creía sólo cumplir con su deber peleando contra los españoles; pero la joven le exigía que muriese. Se estremeció al oir esta sentencia y apenas pudo articular su despedida.
VISi los tarascos se aprestaban al combate, Hernán Cortés no permanecía ocioso. Cansado de esperar la visita deTzimtzicha aparejó en Coyoacán una expedición de doscientos setenta españoles, entre infantes, artilleros y ginetes, á quienes agregó como auxiliares un ejército de veinticinco mil guerreros mexicanos y tlaxcaltecas, todos á las órdenes de Cristóbal de Olid, uno de sus más valientes capitanes. 3
Esta expedición salió de Coyoacán en los primeros días del mes de Julio del mismo año (1522) y se dirigió á Taximaroa.
Los exploradores avisaron á Olid que la ciudad estaba ocupada desde algunos días antes por un numeroso ejército de guerreros tarascos, mandado por Nanuma, el favorito del rey Caltzontzin.
Inútil es decir que tal noticia no hizo más que exaltar el valor y la impaciencia del capitán español. Forzó su marcha y al avistar el caserío dispuso el asalto sin pérdida de tiempo. Los españoles penetraron por las calles de Taximaroa, sin que pudiese detenerlos el valor de los tarascos, que presentaban su pecho al hierro del enemigo y que caían atravesados por las balas de los mosquetes y cañones.
¡Ah! pero desgraciadamente no luchaban más que los soldados; los oficiales y los jefes, entretenidos acaso en una orgía, quedaron mudos de espanto al primer disparo, cuyo eco llegó á sus oídos. Después no pensaron más que en su salvación, y al ver á los primeros extranjeros en las calles de la ciudad, emprendieron vergonzosa fuga.
Nanuma desconocía la idea de la patria, y el recuerdo mismo de Eréndira se borró en su imaginación ante la inminencia del peligro, no siendo el último de los que abandonaron el campo de batalla.
Entretanto los purépecha, los infelices hijos del pueblo, los que no disfrutaban honores ni riquezas, quedaban convertidos en cadáveres en las calles y en los campos inmediatos á la ciudad.
Algunos grupos luchaban todavía, inermes, sin esperanza de victoria, buscando la muerte, guiados por un sentimiento sublime. Acaso creían que de cada hogar en la extensión del territorio michoacano brotaban miradas que los contemplaban como mártires de la patria.
Y ninguno de ellos llevó la noticia de la derrota á la imperial Tzitzuntzan. Nanuma y los nobles que lo rodeaban fueron los mensajeros de tan funesta nueva.
Al oirla palideció Tzimtzicha; los cortesanos temblaban de miedo, y las mujeres del palacio lloraban y se mesaban los cabellos.
Cuando la noticia traspasó los muros del alcázar, las viudas y los huérfanos de los plebeyos que habían sucumbido en el campo de batalla levantaban los brazos hacia el cielo, como implorando eterna maldición para los cobardes que habían sacrificado al ejército.
Eréndira, de pie, como la estatua inexorable y terrible del desprecio, esperó á que saliera Nanuma de la sala del trono. Lo miró de hito en hito, le volvió la espalda y echó á andar hacia el interior de los aposentos. Dos lágrimas silenciosas bajaron de sus ojos y se detuvieron temblando en el pliegue de sus labios que dibujaban una sonrisa de amargura.
VIIInvencible pánico reinaba en el palacio. Los cortesanos, siguiendo el ejemplo del monarca, tenían miedo y aconsejaban la más vergonzosa humillación; solamente el venerable Timas conservaba su serenidad y trataba de alentar el fuego del patriotismo: era el único que en el consejo se oponía á la fuga de Tzimtzicha; su voz, la que decía á su soberano:
-Esfuérzate, señor; si vienen los invasores trae á tu memoria los hechos heroicos de tus antepasados.
-No ves que todos me abandonan; esos hombres extraños son invencibles.
-No es cierto, señor; en más de una vez los aztecas los han visto huir, y en la noche triste estuvieron á punto de acabar con ellos.
-Pero su Dios los salvó del peligro: día á día aumenta su número con los que atraviesan la laguna grande de 4 el Oriente. ¿Qué podremos contra ellos?
-Luchar, luchar sin tregua y morir antes que entregarles tu reino. Determina que se alisten todos los hijos varones de las cuatro tribus; dispon- que todas las mujeres fabriquen flechas, más flechas que rayos tiene nuestro Dios Curicaueri. 5Jamás el número de los extranjeros podrá igualar al de los purépecha. Esto harían, señor, sin vacilar Tariácuri, Tangaxhuan y todos tus abuelos. Tzimtzicha bajó la cabeza no teniendo qué responder. Envió á llamar á Ecuángari, viejo soldado, á quien el rey no profesaba cariño por haberlo considerado siempre como antiguo partidario de los hermanos que el monarca habia sacrificado por envidia ó por celos. Mas Ecuángari, aunque retirado á la vida privada y entregado á los placeres que le proporcionaban sus riquezas, acudió solícito al llamamiento de su señor.
-Pues quieren que vayamos á donde han ido nuestros antepasados—le dijo Tzimtzicha—tú, que eres mi hermano, ve á hacer gente de guerra á Taximaroa y otros pueblos.
-Será como lo mandas: no quebraré tus órdenes. Iré, señor.
Y partió Eeuángari acompañado de un alto jefe, llamado Muzúndira. 6 Juntó la gente de Araró, de Ucareo, de Acámbaro y de Tuzantla y marchó sobre Taximaroa.
Llegaba ya á las inmediaciones de la ciudad, cuando encontró en el camino á un principal de nombre Queri-huappa, 7 que venía todo espantado, y quien le dijo:
-Ecuángari, ¿á dónde vas en son de guerra? Ya son muertos todos los de Taximaroa.
No menos espantado Ecuángari con lo que acababa de oir, pensó que no era prudente avanzar con sus tropas. Las dejó á las órdenes de Muzúndira y se dirigió solo á la ciudad, en la que entró cautelosamente. Hallóla, en efecto, abandonada de todos sus habitantes; pero deseando tomar mayores informes que llevar á su rey, penetró más y más en las calles desiertas. De improviso se vió rodeado de guerreros mexicanos que lo hicieron prisionero y lo condujeron al cuartel de los españoles. Allí, por medio de un intérprete llamado Xanacua, le preguntó Cristóbal de Olid:
-¿De dónde vienes? ¿Qué buscas en nuestro campamento?
-Señor, me envía el gran Caltzontzin á recibiros á vosotros que sois dioses. Mi rey, que supo vuestra venida, estaba temeroso de que al llegar al río 8 lo hubiéseis encontrado crecido y en consecuencia os hubiéseis tornado á México. “Mas si no fuere así—me dijo—ruégales que no se detengan; suplícales que lleguen hasta mi ciudad de Tzinlzuntzan, en donde ansioso los espero para mostrarles mi amor.”
-Mientes—exclamó Cristóbal de Olid,—bien sé que tienes apostadas muchas tropas en el camino. En vano tu rey y tú pretenderéis matarme; antes yo acabaré con vosotros. Vuelve á tu ciudad y avisa á Caltzontzin que es innumerable la gente que me acompaña, españoles y aliados. Dile que salga á recibirme en Guayángareo con presentes de oro y plata, y tranquilízalo, porque yo vengo de paz y no os haré ningún mal.
-Serán cumplidos tus deseos. Mi amo, señor, no desea otra cosa que la amistad de los españoles.
-Cuéntale también lo que vas á presenciar.
En la entrada que hicieron los españoles á Taximaroa, después de ocupada la ciudad, dos mexicanos habían incendiado un templo por odio á las crencias de los tarascos. Olid mandó ponerlos presos; pero con el objeto de inspirar mayor confianza á Ecuángari los llamó á su presencia, les reprochó su conducta y los condenó á la horca, sentencia que se ejecutó inmediatamente.
En seguida hizo que escaramuceasen los ginetes castellanos y que la infantería hiciese ejercicio de fuego.
VIIIDesgraciadamente participaba Ecuángari de los defectos de la nobleza de Tzintzuntzan y de las pusilánimes supersticiones de Tzimtzicha. A la vista del numeroso ejército de los invasores y de las maniobras de los soldados españoles perdió todo su valor, y como el ave fascinada por una serpiente, así quedó su alma ante la enérgica voluntad del capitán español. El que salió valeroso caudillo para defender la patria volvía tímido, si no es que traidor, á llevar á su rey la más vergonzosa embajada.
En tal estado de ánimo, abandonó Ecuángari la ciudad de Taximaroa. Llegó al sitio en que acampaba su ejército, y su ejército recibió la extraña orden de disolverse. Los soldados, que ignoraban la causa, fueron acometidos del insólito terror de lo desconocido, soltaron las armas de la mano y huyeron en todas direcciones.
Por su parle, Ecuángari prosiguió su camino á toda prisa. Llegó á Indaparapeo, en donde halló ocho mil hombres de guerra mandados por el valeroso Xamandu, á quien dijo:
-Disuelve tus fuerzas. Los españoles no vienen de guerra. Tzimtzicha los espera en Guayángareo para recibirlos de paz.
Xamandu palideció de rabia, pero obedeció.
Se dirigió luego Ecuángari á Etúcuaro, en donde estaban emboscados otros ocho mil hombres y díjoles:
-Levantaos y volved á vuestras casas. Los españoles no vienen enojados, sino que vienen contentos.
-Eso no puede ser—respondió Tzintzun jefe de aquel ejército. Querihuappa nos dijo que los españoles habían entrado á sangre y fuego en Taximaroa.
-Yo vengo de la ciudad; he hablado con los españoles, á quienes hallé muy alegres. Ellos me envían con un mensaje para Tzimtzicha.
-Entonces, aguija, hermano, y lleva esas nuevas á nuestro rey. 9
Así fué como aquellos tres ejércitos que, semejantes á negros nubarrones, iban á descargar sus rayos sobre los extranjeros, se disiparon al soplo de la cobardía y de la traición. 10
El sol de los purépecha, en un cielo de infinita tristeza, despedía ya fulgores moribundos.
IXTodo era confusión y pánico en Tzintzuntzan. Las mujeres lloraban y se retorcían los brazos; los nobles escogían sus más preciosas joyas para ocultarlas; los consejeros no osaban exponer su opinión; los guerreros, sin jefe que los guiase, vagaban taciturnos por las calles desiertas.
Tzimtzicha, atónito, espantado, indeciso, no sabía qué partido tomar. Sus favoritos lo apremiaban para que saliese á recibir á los españoles, mientras que Timas lo apostrofaba, diciéndole:
-Vamos, señor; ya estamos aparejados para el combate. ¿Fueron por ventura tus antepasados esclavos de alguno para que lo seas tú de estos extranjeros?
Pero el rey no respondía: muda estaba su lengua y en sus ojos incierta la mirada. Entonces Timas, poseído de indignación, exclamó:
-Ya que no tienes valor para pelear, has que traigan planchas de cobre; nos las pondremos en la espalda y bajaremos al fondo de la laguna; de esta manera llegaremos más presto al sitio en que se encuentran nuestros progenitores que supieron ser dignos y libres.
El rey, en cuya alma parecía haberse apagado la luz de la conciencia, obedecía maquinalmente: mandó que le llevasen sus más ricos plumajes, sus brazaletes y sus rodelas de oro y lujosamente ataviado bailó con sus nobles la danza de la muerte.
En aquel momento apareció Eréndira en el lugar de la escena y dirigiéndose á su padre le dijo algunas palabras al oído. Brillaron de entusiasmo los ojos del anciano; y mientras que el rey y los nobles danzaban y apuraban el ardiente checata 11 para llegar al paroxismo de la embriaguez, procurando no ser visto, salió del palacio y acompañado de su hija, se encaminó hacia el templo de Xharatanga.
No pasó, sin embargo, inadvertida para Tzinlzun la salida del anciano consejero. Se acercó al monarca y en voz baja le habló:
-Señor, atiéndeme. Timas y sus parciales te engañan: la traición se ha apoderado de su pecho y sólo tratan de darte la muerte.
Tzimtzicha no lo escuchaba, presa del vértigo de la danza y de la beodez.
-Escúchame, señor,—repetía Tzinlzun—tus súbditos se rebelan y en este momento se reúnen para venir á asesinarte.
-¿Qué dices? ¿Es verdad que quieren mi muerte? ¿Quiénes son? Vosotros me defenderéis.
-Huye, huye sin pérdida de tiempo! Ecuángari y yo reuniremos los restos del ejército para castigar á los traidores. En seguida saldremos al encuentro de los españoles, como si llevásemos el objeto de batirlos, pero en realidad para detenerlos en su marcha, en tanto que tú te alejas con las princesas y con los nobles que te son fíeles.
-Mas ¿á dónde iré? ¿En dónde tendré confianza para ocultarme?
-Yo mismo no lo sé. Mañana que se haya despejado tu razón, la prudencia te aconsejará. Por ahora toma cualquier camino y no te detengas un momento.
Aceptó el monarca el consejo, mandó que apagaran los hachones de resina que iluminaban el palacio, y saliendo por una puerta que al efecto mandó abrir á la espalda del edificio, se dirigió al monte seguido de escasa comitiva. Allí pasó el resto de la noche, oculto en lo más espeso de la selva. La embriaguez se había disipado, merced al terror que le inspiraron las palabras de Tzintzun.
Antes de que asomase el alba del día siguiente, Tzimtzicha y sus compañeros se embarcaron, atravesaron el lago y saltaron á tierra cerca de Guayameo, y tras penosas jornadas, llegaron una noche á Uruapan, en donde el rey de los purépecha pudo ocultar su persona, en tanto que la historia iba á poner de manifiesto la ignominia de su nombre.
XEcuángari y Tzintzun reunieron, en efecto, algunos escuadrones.
En vano buscaron á Timas y á los rebeldes que, según ellos, debían acompañar al anciano patriota. La ciudad parecía estar enteramente tranquila.
En esta creencia, los dos caudillos salieron por el camino por donde venían los castellanos. Llegaron á un punto llamado Api...... 12Desde una altura en que acamparon, descubrieron las avanzadas del enemigo. Entonces los príncipes tarascos mandaron marcar una extensa raya en la tierra, al frente de su ejército, para indicar á los españoles que no podrían pasar de allí.
Entre tanto Cristóbal de Olid y sus numerosas huestes avanzaban rápidamente y no tardaron en presentarse delante de los guerreros de Tzintzuntzan.
Llegó el capitán español á la raya trazada por los tarascos é informándose de lo que significaba formó su batalla y ordenó el ataque.
Visto esto por Ecuángari y Tzintzún se apresuraron ó enviar parlamentarios á Cristóbal de Olid, proponiéndole la paz.
Dura fué la condición que para otorgarla les impuso el conquistador.
-“Dejad los arcos y las flechas—les dijo—y entregaos prisioneros.”
Los guerreros tarascos obedecieron el mandato. Muchos de los soldados lloraban al soltar las armas, sin que pudieran consolarlos las palabras humildes de Ecuángari y Tzintzún, quienes al presentarse á Olid le ofrecieron ramilletes de flores......
La patria ocultó entre las manos su semblante enrojecido de vergüenza.
XI-¿Qué puedo hacer yo sin armas, sin ejército, ni amigos? Decía Nanuma á Timas en el atrio del gran templo de Xharatanga.
El anciano respondió:
-En vano puse mi última esperanza en tí, ordenándote que reunieras en este lugar los desorganizados restos de nuestros escuadrones. Te los dejaste arrebatar por esos príncipes afeminados é indignos. Nanuma, te diría que eres un niño, si no fuera porque......
-¿Y qué querías que hiciese?
-¡Morir!—exclamó en este momento Eréndira—pero tú no sabes cuánto deben amar sus hijos á la patria para ofrecerle este sacrificio.
-¡Eréndira!
-Los españoles te enseñarán bien pronto el único oficio propio de los hombres que no saben morir en defensa de su patria.
Eréndira con los labios levemente recogidos por una sonrisa de desdén, y pálida de cólera, volvió la espalda al guerrero y acompañada de su padre subió los escalones del templo que se hallaba rodeado, en aquella hora, de algunos grupos de gente.
Timas se mostró en lo alto de la plataforma y levantando su voz, dijo:
-Purépecha, nuestros guerreros ya no saben manejar las armas —se han convertido en mujeres. ¿Hemos de dejar nosotros que esta tierra sea profanada por los extranjeros? Somos pocos, pero los hombres decididos á morir están auxiliados por los dioses y sos fuerzas se multiplican. Haced que vuestras esposas y vuestras hijas se alejen de la ciudad; que se oculten en los montes, antes que ser las esclavas de los invasores. Nosotros perderemos aquí la vida, defendiendo nuestro hogar y nuestros templos. Daremos libertad á los prisioneros -que estaban destinados al sacrificio para que nos ayuden en la pelea.
-Sí, sí; exclamaron algunos centenares de voces, muramos antes que vernos convertidos en esclavos; antes de que las sombras de nuestros antepasados nos llenen de maldiciones!
-¡Juradlo!
-¡Lo juramos por nuestro padre el sol! Que no nos caliente su fuego si faltamos á nuestra palabra.
En pocos instantes aquellos hombres corrieron á sus cabañas, se armaron de hondas y de flechas, se despidieron, acaso para siempre, de sus esposas y de sus hijos, y regresaron al templo, llena el alma de fe y de arrojo el corazón.
Antes de una hora se vio desaparecer entre los pinos del cercano monte una larga procesión de mujeres que huían de la ciudad. Vestidas con sus blancos guanengos, destrenzado el cabello y pálido el semblante, parecían los espectros de los antiguos pobladores del reino, que hubiesen salido de sus tumbas para no ser profanados por los viles invasores.
XIITimas quedaba en lo alto del templo. A su lado se agrupaba un millar de hombres, cuyo número iba aumentándose por cuantos sentían en su pecho arder el patriotismo.
Pero los españoles penetraban ya en las calles de la ciudad.
A su vista, aquel puñado de valientes purépecha exhaló el .grito de guerra.
Cristóbal de Olid lleno de furor, hizo conducir á su presencia á Ecuángari y Tzintzún.
-¿Por qué habéis mentido?—les dijo—Sois unos traidore. Ved como se nos recibe de guerra.
-Señor, apiádate de nosotros—le contestaron—esos que allí ves son los esclavos rebeldes al rey nuestro amo; son los que intentaban asesinarlo, porque quería recibirte de paz. Son unos cuantos hombres. ¿Qué podrán contra tu inmenso poder?
Así lo comprendía también el capitán español y en vez de seguir discutiendo con sus prisioneros, destacó una columna de cinco mil aztecas y una partida de castellanos contra los defensores del templo.
Se oía incesante el grito de guerra. El espacio se cubrió de flechas y de piedras. De cuando en cuando, se escuchaban loa disparos de la artillería, cuyo estallido repetía el eco, de montaña en montaña.
Timas y los suyos hacían prodigios de valor. Rechazaban al enemigo cada vez que intentaba escalar la gradería. A veces bajaban ellos mismos del templo y cuando lograban apoderarse de algún español, lo conducían inmediatamente á la piedra del sacrificio y lo inmolaban á la diosa Xharatanga, y en medio de gritos de entusiasmo, mostraban á los demás castellanos el corazón humeante que chorreaba sangre.
Los indios aliados—mexicanos y tlaxcaltecas—caían á centenares; pero Cristóbal de Olid enviaba nuevas huestes á cubrir los huecos de las filas.
En cambio, los defensores del templo disminuían á gran prisa. Sus cadáveres llenaban ya la plataforma ó caían despeñados al atrio.
Empero ni una voz se alzó pidiendo cuartel.
Aquella lucha tan desigual era la protesta de la patria moribunda, pero erguida, ante la brutalidad de la conquista y la infamia de la traición.
Por fin Cristóbal de Olid envió al combato á todos los arcabuceros. Resonó el trueno y las balas barrieron el último pelotón de los purépecha. Unos cuántos lograron descender del templo y huyeron hacia el monte.
Más de seiscientos cadáveres de los tarascos yacían en el campo de la pelea, mezclados con los incontables muertos de los mexicanos y tlaxcaltecas.
“Y llegábanse los españoles y miraban si los cadáveres tenían barbas” 13 para saber cuántos de los suyos habían sido sacrificados.
El triunfo había costado caro a Cristóbal de Olid, quien no podía menos de admirar la abnegación y heroicidad de aquel puñado de valientes, que no tenían más objeto que el deseo de que no se dijera que su patria había caído en poder de los conquistadores, sin que hubiese un sólo h|jo que en su defensa le sacrificase la vida.
XIII
La historia cuenta la gran catástrofe de Tenoxtitlán que cayó á los pies de Hernán Cortés convertida en escombros. Canta en himnos de epopeya, la heroica resistencia, el valor sobrehumano, el genio divino de Cuauhtemoc. Pero ni una estrofa, ni una página siquiera consagra á aquellos héroes ignorados, que trataron de borrar con su sangre la afrenta y la ignominia del rey de los tarascos.
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1 Relación, p. 85
2 El huamilule, tintura parecida al múrice de Tiro, se extra de cierta especie de conchas que se encuentran en las costas del Pacífico.
3 Cartas de Hernán Cortés a Carlos V.
4 Apunda es la laguna. Queri apunda el mar.
5 El sol como divinidad de la guerra
6 No dice la relación quien haya sido este personaje, cuyo nombre no he hallado en ninguna otra historia.
7 Significa el hijo del cacique del pueblo.
8 El Lerma
9 El Sr. D. Manuel Payno en su "Ensayo de una historia de Michoacán" al leer la Relación o la historia de Brasseur de Bourbourg que la reproduce, creyó que la palabra aguija era el nombre propio de un principe tarasco, cuando no es más que el imperatico del verbo aguijar.
10 Advierto que toda esta narración es histórica, tomada de las fuentes que, con frecuencia, se citan en esta leyenda.
11 Aguardiente de caña de maíz.
12 Así, trunco esta escrito este nombre en la Relación.
13 Relación. pág. 96- Muy confuso es el lenguaje del autor de la Relación al referir este episodio. Parece que de intento ha querido obscurecer el relato. Lo cierto es que los historiadores se han equivocado al afirmar que la conquista de Michoacán fue enteramente pacífica.