Eréndira

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Quinta Parte
El Sacrificio

I

¿Por qué se refleja tanta angustia en el semblante pálido de Fr. Martín de Jesús?

Hacia muchos días que los religiosos lo veían alejarse del convento, no para ir á predicar á los neófitos, no para enseñar á los niños los salmos que cantaban en el coro, no para entrar al templo, á fin de entregarse á la oración, sino para correr trémulo y vacilante y encerrarse en su celda para hacer cruenta penitencia. Sus ayunos eran diarios y noche á noche se le observaba en constante vigilia ... Se hallaba demacrado y hondas ojeras amorataban sus párpados.

Eréndira estaba profundamente inquieta por lo que ella creía enfermedad del misionero, sin notar que ella misma estaba pálida y ojerosa: sentía oprimido el pecho no obstante los frecuentes suspiros con que trataba de desahogar su pena. En su tristeza, sin causa aparente, no comprendía que ella también estaba enferma, muy enferma. Las gentes que la miraban pasar se preguntaban: ¿Por qué ya no hay sonrisas en los labios de Eréndira?

En vano pasaba largas horas en la puerta del convento, Fr. Martin no aparecía ante sus ojos: la joven no podía penetrar en el claustro, prohibido como estaba que las mujeres pusiesen sus plantas en el sagrado recinto.

Dos ó tres veces creyó entrever la sombra del misionero, pero dos ó tres veces la vio desvanecerse, y sentía como si una espesa niebla cubriese su mirada.

Entonces se retiraba con los ojos bañados en lágrimas ...

Ya no había sonrisas en los labios de Eréndira.

II

Padre,—dijeron un día á Fr. Martín sus compañeros— nuestros hermanos que predican en México, en Tlaxcala y Huejotzingo no permanecen encerrados en sus conventos, salen á buscar almas que redimir, recorriendo los pueblos y las chozas aisladas.

-Es verdad, nuestros hermanos no son pecadores como yo.

-Nuestros hermanos salen á repartir limosnas entre los pobres.

-Es verdad; pero ellos no son pecadores como yo!

-Ellos salen á visitar á los enfermos para llevarles la salud del cuerpo é infundirles la del alma.

-Es verdad que ellos no son pecadores como yo!

-Ellos van á sepultar á los muertos para devolver á la tierra el polvo de que formó Dios á los hombres.

-En verdad que ellos no son pecadores como yo!

-Ellos van de encrucijada en encrucijada y de colina en colina, levantando en alto la cruz, emblema de la regeneración.

-Tenéis razón! La cruz se hizo para redimir á los pecadores! Yo iré: levantaré en esta tierra tantas cruces como son mis pecados, desterraré con ellas á los demonios que me atormentan.

Los frailes se llenaron de regocijo: no velan en su prior más que exagerados escrúpulos.

III

Y desde el dia siguiente, arrancando fuerzas de su dolor, Fr. Martín partió de Tzintzuntzan. ¿A dónde encaminaba sus pasos? ¿Qué importa saberlo? Iba en busca de los desgraciados y le acompañaban la fe, la esperanza y la caridad.

Así caminó de cabaña en cabaña, haciendo mies de cristianos, así fué levantando cruces en cada una de las numerosas yácatas que se alzaban en los campos; asi fué predicando de pueblo en pueblo, ya sin necesidad de intérprete, porque había aprendido lo bastante del tarasco para darse á entender. Mas en medio de sus sermones, se acordaba de aquella mujer que había traducido sus pensamientos en su primera predicación en Tzintzuntzan, recordaba la mirada fulgente de la joven, fija en él, como una chispa sin fin que se infiltraba en su pecho. Aquel recuerdo hacía palidecer más su semblante, hacía brotar el sudor de su frente, su voz era trémula y un extremecimiento extraño corría por todos los miembros de su cuerpo. Buscaba en el cielo la imagen de Dios y sólo veía el rostro de Eréndira y la dulce sonrisa de sus labios.

Y queriendo desechar de su alma estos pensamientos, trepaba á los montes en que vivían los indios más salvajes, les arrebataba los ídolos que hacía mil pedazos, arrojándolos al fuego, y buscaba con tezón la muerte del mártir, al herir con aspereza el sentimiento religioso de aquellas tribus; pero no sé qué luz divina circundaba su rostro, que los bárbaros caían postrados á sus plantas.

IV

Entretanto Eréndira había sabido la desaparición de. Fr. Martín. Desolada partió en su busca: las cruces erigidas en las yácatas le servían de señales para seguir su camino: al pie de cada una de ellas se .arrodillaba, no retirándose de allí sino después de haberla cubierto de flores. Al llegar á una cabaña aislada, á un caserío, escuchaba los himnos que á los habitantes había enseñado el religioso. Por todas partes sentía la presencia del varón de Dios y le parecía percibir el perfume, como incienso, que dejaba en su marcha.

Cuando por cualquier indicio creía ya estar cerca del misionero, se dibujaba en sus labios una sonrisa inefable, la dulce y expresiva sonrisa que le había dado el nombre de Eréndira; pero, cuando se desvanecía la ilusión, un fuego de inextinguibles llamas abrasaba su pecho, sin que bastase á apagarlo el torrente de lágrimas que corría por sus mejillas.

Una tarde, desde la playa de Higuatzio, vió una flotilla de canoas que surcaba el lago de Pátzcuaro en dirección á Erongarícuaro. Adivinó que aquellas embarcaciones llevaban al hombre á quien seguía. Se dirigió á la ribera, entró en una chalupa, hendió el redondo remo y como si fuera una golondrina que roza la superficie de las aguas, se deslizó rápida, dejando en pos del esquife una estela de espuma. Mas la noche desprendió del fondo de los cielos su cortinaje de tinieblas; el viento levantó grandes olas en la laguna y la pequeña canoa, juguete del huracán, no hacia más que girar sobre sí misma y fuerza fué á la joven abordar en la isla de Jarácuaro.

Al dia siguiente, la chalupa volaba sobre la superficie tersa del lago, espléndidamente iluminado por la luz de la mañana. La joven arribó á Erongarícuaro y supo alli que el misionero había penetrado en el espeso bosque de Ajuno, obscura selva sin senderos. Eréndira no podía adivinar hacia dónde había marchado el religioso. ¿Se había roto el imán que la atraía hada el objeto de su amor?

Eréndira avanzó resueltamente. Atravezó el profundo bosque, hasta sentirse fatigada, presa de enervación irresistible. Descansó á la sombra de una encina: aquel sitio era encantador; la floresta estaba cuajada de robles, de pinos, de madroños y de tilos. Jamás el hacha había abatido un sólo árbol, estos caían de cuando en cuando, agobiados por los musgos y carcomidos por los hongos. A la salida del bosque había un hermoso lago incrustado en las montañas. En el fondo se veía el pintoresco caserío de Sirahuen.


El sol estaba á la mitad de su carrera. Eréndira se sentía languidecer. Reclinóse en una peña cubierta de liqúenes y se quedó dormida. Brotaba de su frente un sudor abundante y de su pecho hondos y prolongados suspiros. ¿En que soñaba su alma? El ambiente perfumado de la floresta hacía circular con más rapidez la sangre de sus venas. Estaba tan profundamente dormida, que no alcanzaban á despertarla ni el dulce trinar de los jilgueros ni el ronco graznido de las guacamayas.

De repente se extremeció: respiró como si un soplo de la brisa hubiera penetrado en todo su cuerpo; sus labios sonrieron dulcemente, y á través de sus párpados, su espíritu contempló una suave claridad, como la que anuncia al dia después de una noche tempestuosa.

Eréndira abrió los ojos y vió á Fr. Martín de Jesús; se arrojó á sus pies y los bañó con el torrente de sus lágrimas. El misionero se puso intensamente pálido: le causaba pavor aquella hora en que el bosque estaba saturado de rayos del sol; lo intimidaba aquel sitio solitario; lo llenaba de espanto aquella mujer tan ingenua que estaba dominada de pasión irresistible. Tenia horrible miedo de sí mismo, porque se sentía subyugado ante aquella mirada de fuego. Si apartaba la vista; en donde quiera que la fijase ... allí estaba Eréndira. Quería orar, y las oraciones se convertían en extraña respiración.

Mas en medio de su agonía hizo un supremo esfuerzo, puso sobre su corazón el crucifijo y elevó su alma á Dios, á ese supremo crisol en que se funden todos los amores.

-Padre,—le dijo Eréndira—te he seguido por todas partes; te buscaba mi alma, y mis ojos no podían encontrarte. Vas bautizando á mis hermanos, ¿por qué á mi sola me has abandonado?

-Es verdad, Eréndira, me haces recordar que tú no has recibido aún las aguas del bautismo: Dios te mandará con ellas la gracia que tanto necesitas!—Que tanto necesito yo también pensó el sacerdote.

-No dilates un momento. Mira ese lago cristalino que te está convidando; aquí tienes mi frente... apresúrate, padre, fuego inmenso me devora ...

Fr. Martín se inclinó á la superficie líquida y con su mano trémula recogió el agua, tomándola de una de las ondas de aquella gran piscina; empapó la cabeza de la joven, y alzando su propio corazón hasta el fondo de los cielos, murmuró:

-Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!

-Ah! ya soy cristiana—gritó Eréndira.—Ya puedes amarme! Ya no huirás de mi! Ya tenemos un mismo Dios!

En su mirada había como una oración, como una plegaria de inAnita ternura.

Fr. Martín cayó de rodillas.

En aquel momento plegó sus alas la brisa; los pájaros, ocultos en el follaje inmóvil, habían cesado de cantar; una blanca nube veló lánguidamente los haces luminosos del sol: se diría que reinaba el silencio, a no escucharse un rumor misterioso, como el canto lejano de un coro de ángeles.


Desde aquel día las cristalinas aguas del lago de Sirahuen se tiñeron de azul, reflejando la bóveda celeste.

V

Los ayunos de Fr. Martín se sucedían sin interrupción: su cuerpo estaba llagado por la más cruel penitencia, su alma melancólica y sombría.

Para libertarse de las tentaciones, trabajaba sin cesar en la obra de la evangelización. Comprendía que el hombre ha nacido para el amor, pero luchaba porque su alma se llenase del amor divino, del amor universal, para apartarse del amor de la tierra. Quería amar en conjunto á todo lo creado por el Señor......... ¿No era también Eréndira una criatura del Señor?

La doncella lo seguía á todas partes, y cuando alguna vez estaba ausente ¿no veía él su imagen en el cielo, en el lago, en una flor? No quería hablarle; y sin embargo, ¿no se decían ambo» muchas cosas, de corazón á corazón?

VI

Un día Fr. Martín de Jesús anunció á los habitantes de la comarca que iba á celebrar el santo sacrificio de la misa en la pequeña isla de Apúpato,1 á donde deberían concurrir todos los indios que hubiesen recibido el bautismo. - Se señaló al efecto el dia 19 de Octubre de aquel año de 1525.

En todos los pueblos de la laguna se notaba inusitada animación: los hombres sacudían el polvo de sus penachos y preparaban sus atavíos; las mujeres lavaban sus flotantes guanengos y escogían las plumas más flexibles para colocarlas en lo alto de sus cabellos ceñidos de guirnaldas de flores, los niños ensayaban los himnos que habían de entonar en la ceremonia.

Amaneció el día de la cita. El lago estaba límpido como un gran espejo encajado en el verde esmeralda de las montañas. La isla de Apúpato aparecía como un gigantesco ramillete, en que ostentaban sus tintes lujosos las flores de la tierra caliente, bu modestia y perfumes las recogidas en la serranía. En la cúspide del peñón se levantaba el altar formado de palmas tropicales y le servía de techo una tupida enramada dé ninfeas y espadañas.


Llegó Fr. Martin, y al contemplar tanta belleza, comprendió que la mano de Eréndira había llevado a cabo aquella obra de arte en que se adunaban la poesía y la sencillez.

Más de doscientos mil neófitos cubrían las playas y las colinas inmediatas y en la superficie del lago eran incontables las piraguás y las chalupas, henchidas de gente que acudía ál acto religioso. No había embarcación en que el toldo no fuese una bóveda de flores y verdura.

En medio del humo de los incensarios apareció el apóstol, y la sublime devoción con que celebraba la misa ¡infundió respeto y veneración en el alma de los espectadores; les parecía que el cielo y la tierra se comunicaban por un lazo de bendiciones.

Al concluir la ceremonia se desbordaron el entusiasmo y la alegría. Por todas ¡partes, bajo enramadas improvisadas y al melancólico son de la música apacible, se entregaban a las delicias del baile los mancebos y las doncellas, soñando en una nueva éra de felicidad.

VII

Pasadas las horas del calor, Fr. Martín indicó su intención de regresar á Tzintzuntzan. Más de cien barqueros se le ofrecieron para conducirlo en sus piraguas; pero el misionero, deseando entregarse á la contemplación en la gran soledad del lago, pidió una pequeña embarcación, empuñó el remo y se alejó de la orilla. Tan abstraído iba que no observó que la chalupa estaba llena de flores, sin más espacio libre que la popa en que tomó asiento el religioso.

Era la tarde. En esa hora la laguna se pliega en ondas delgadas, que van aumentando su volumen á medida que el viento arrecia. El fraile hendia su remo maquinalmente, pues su pensamiento estaba concentrado en Dios, á quien tributaba su inmensa gratitud por haber libertado del infierno á aquella multitud de almas que habían asistido á la misa, pensaba no descansar un momento en su trabajo de evangelización y se imaginaba á sí mismo, trasmontando las serranías que acotaban el horizonte para encaminarse á tierras lejanas, erigir en todas partes millares de cruces y ver al pie de éstas millones de séres humanos, recibiendo los beneficios del cielo.


Apartada su alma de todo pensamiento de la tierra, soltó el remo eu el fondo de la barca, se hincó de rodillas, su semblante se cubrió de suave carmín y ... en aquel momento dos espléndidos ojos que brillaban entre las flores, contemplaron la faz del apóstol, circuida de una luz indefinible, y su cuerpo que se elevaba de la popa, resplandeciendo entre las negras nubes que comenzaban á arrastrarse terribles y tempestuosas sobre el lago. Eréndira se incorporó violentamente y se apoderó del remo.

Ya era tiempo. El huracán encrespába las olas del lago; la noche descendía negra y aterradora; el rayo lanzaba intermitentemente su cárdena lumbre, seguido de truenos espantosos ...

Fr, Martín seguía en éxtasis profundo. En tanto, Eréndira, con esfuerzo sobrehumano fatigaba el remo: la barca aparecía, á veces, en la cima de una ola, á veces descendía al fondo del abismo. Por fin arribó á las playas de la isla de Pacanda. La joven atrajo con robusto brazo al misionero y ambos pusieron el pie en la tierra salvadora. Entonces volvió en sí de su arrobamiento el santo religioso, y se encontró solo con Eréndira en aquel sitio obscuro y solitario; tembló al fijarse en aquellos ojos que brillaban como carbunclos encendidos; le parecía que el infierno estaba enmedio de la tempestad y que la hora solemne del pecado sonaba sobre los truenos de las nubes.

La joven lo condujo á un palacio no distante, mansión campestre, por entonces inhabitada.

El fraile, próximo á desmayarse, estaba aterido de frío. Eréndira lo obligó á reclinarse en un lecho y lo cubrió de mantas; mas temerosa de que aquel abrigo fuese insuficiente para devolverle el calor, quiso comunicarle el de su propio cuerpo, intenso, abrasador, y se colocó á su lado.

Lenguas de fuego pasaron entonces de uno á otro de aquellos dos séres, los ojos despedían llamaradas, la respiración era fatigosa.

La tempestad mugía fuera del palacio, y dentro se desataba otra tempestad más terrible.

El ángel de la inocencia agitaba trémulo sus alas.


De improviso, el fraile se desprendió del lado de Eréndira, se hincó de rodillas enmedio del aposento, puso sus brazos en cruz, é inclinando su frente, elevó al cielo una plegaria tan fervorosa, despegó de tal manera su alma de los deleites de la tierra, que Dios coronó sus sienes con la diadema de su amor y lo colmó de bendiciones; “le quitó los impulsos de la, carne y lo dejó tan puro, que obraba estando en ella como si no estuviera.”2


Cuando Fr. Martín se levantó del suelo había dejado de ser hombre y se había convertido en ángel.

Eréndira, postrada en el lecho, vertía abundantes lágrimas y sollozaba tan lastimosamente, como si el corazón se le estuviese haciendo pedazos.


En aquel momento la bóveda celeste se cubría de estrellas, y la luna se alzaba en el horizonte como una hostia de castidad.

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Notas:

1 Es el peñón conocido con el nombre de San Pedrito, que está al frente del hotel de Ibarra, en el lago de Pátzcuaro. Aún subsiste la tradición de que allí se dijo la primera misa que se celebró en Michoacán.

2 La Rea, crónica citada