Eréndira

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Cuarta Parte
La Predicación del Evangelio.

I

El mes de Julio se deslizaba en el infinito declive de los siglos.

El paisaje de Capácuaro ostentaba todo el brillante lujo del estío.

Por la mañana el fecundo luminar del día hacía resaltar el verde gualda de los maizales que alcanzaban ya su pleno desarrollo, y sobre sus anchas hojas millares de gotas de rocío, como diamantes acabados de pulir, temblaban al impulso de la brisa.

En la tarde, negras nubes se aglomeraban en el horizonte, y creciendo rápidamente obscurecían el cielo. El rayo centelleaba, y mugía el trueno que iba repercutiéndose de montaña en montaña. Entonces se desataban cataratas que inundaban la tierra.

Una tarde en que el cielo estaba despejado, el astro rey despedía sobre el campo sus rayos abrasadores, como saetas de lumbre.

Eréndira, á la sombra de frondosa encina, contemplaba absorta la dilatada sementera de maíz profusamente iluminada por el sol.

Eréndira, que jamás había amado, ¿por qué experimentaba en aquel momento honda tristeza, que la hacía pensar en que se hallaba sola en el mundo? ¿Por qué en aquel seno, en que parecía dormir la naturaleza, palpitaba extraña sensación de soledad? ¿Por qué ningún guerrero venía á su lado á despertar .en su pecho las alegrías del amor?


Los ojos de la doncella se dilatan en una mirada de misterioso placer. ¿Qué pasa en el maizal, que así provoca el éxtasis de Eréndira? Su pecho se levanta y late y parece que dos elevadas ondas se hinchan allí, como las olas del mar que presagian la tempestad.

En aquel momento sucede algo extraordinario en la fecunda sementera. Yérguese cada tallo, las hojas se desmayan, las espigas se mueven y tiemblan los pistilos de la flor, semejantes á una sedosa cabellera. Y llega, no sé de dónde, una ráfaga suave y tibia de viento, que vibra entre las plantas, que lo invade todo, que derrama un aliento de sensualidad en aquel campo de esmeralda; y de improviso se satura el ambiente de un polvo amarillento, desprendido de las espigas, que parece lluvia de átomos de oro. Se escucha un rumor misterioso, como si estuviesen sacudiéndose de placer las alas del amor!

Eréndira, con los labios entreabiertos, con la nariz dilatada, el semblante pálido, se estremecía en todo su cuerpo, y en sus ojos había lágrimas candentes.

¿Había despertado la naturaleza en aquel seno de voluptuosidad?

II

El rey Tzimzicha volvió á México, llamado por Hernán Cortés.

Habíanle líevado al capitán español planos bastante detallados del reino de Michoacán, con noticia de sus riquezas minerales y agrícolas y de la importancia de su litoral en el Pacifico. Llamó, pues, á su lado á Tzimtzicha con el pretexto de hacer de común acuerdo el repartimiento de las tierras entre los españoles y los pueblos de indígenas en Michoacán.

De sus. pláticas con el monarca indiano concibió Cortés la idea de incluir la provincia de Michoacán en las posesiones que para hacienda suya pidió al Emperador Carlos V, demanda que le fué acordada, pero en la que Cortés no persistió, prefiriendo veintitrés ciudades y lugares muy poblados y ricos, situados en otras regiones.1

Durante aquellas conferencias se verificó en la ciudad de México uno de los acontecimientos más notables, que si no cambió la política de los conquistadores, la modificó, suavizándola en favor de los indios. Me refiero á la llegada de los frailes franciscanos. Hé aquí cómo relata el suceso el cronista Mendieta en su “Historia Eclesiástica Indiana."

“Llegados, pues, á México, el Gobernador (Cortés), acompañado de todos los caballeros españoles y indios principales que para el efecto se habían juntado, los salió á recibir, y puestas las rodillas en tierra, de uno en uno les fué besando á todos las manos, haciendo lo mismo Don Pedro de Alvarado y los demás capitanes y caballeros españoles. Lo cual viendo los indios, los fueron siguiendo, y á imitación de los españoles les besaron también las manos.”

Más que un acto de devoción fué éste un rasgo de la astuta política de Hernán'Cortés.

Profunda impresión causó en el ánimo de Tzimtzicha la humillación de los españoles ante aquellos hombres que por toda arma portaban un crucifijo y por cota de maya un humilde sayal.

-¡Poderosos é inmortales deben ser estos nuevos guerreros! exclamó.—Y si los españoles les tienen miedo, ¿qué será de nosotros?

Con estas impresiones regresó á Michoacán, en donde ya no tenía ton palmo de terreno corto soberano.

III

Poco tiempo después la voz pública comenzó á difundir en todo el país la noticia de que aquellos hombres extraños eran protectores de los indios, á los que libraban de la tiranía de los españoles; que amaban á los niños y les enseñaban las artes castellanas; que no exigían oro ni plata, antes bien repartían limosnas entre los pobres; que no arrebataban de su hogar á las doncellas para hacerlas sus esclavas, sino que las defendían de los extranjeros y las hacían sacerdotizas de los templos: en suma que su poder era tan grande, que los capitanes españoles caían á sus plantas, pidiendo perdón de sus pecados y dejándose castigar por sus faltas.

Tzimtzicha respiró al saber esto, como el reo de muerte á quien se comunica el indulto. Tener á su lado á uno de aquellos séres sobrehumanos fué desde entonces toda su ambición, la esperanza de verse libre de sus pesares y temores. Determinó, en consecuencia, ir por tercera vez á la metrópoli y regresar con uno ó varios religiosos. Los pediría á Cortés, diciéndole que era para que introdujesen la fe cristiana en su reino.

“Premióle Dios su buena voluntad y diligencia—dice eí cronista Beaumont—pues fué el primero que lavó su alma en las aguas del santo bautismo, poniéndole por nombre Francisco, al que en otro tiempo fué conocido por Sinsicha Tangajuan y por el Gran Caltzontzí.”

Con la venia de Cortés solicitó y obtuvo del padre Fr. Martín de Valencia, provincial de los franciscanos, que le señalase misioneros para Michoacán, cabiendo á esta tierra la dicha de que fuese designado, con otros compañeros, el padre Fr. Martín Chávez, conocido por algunos por Fr. Martín de la Coruña, y generalmente por Fr. Martín de Jesús.

IV

Pálido, intensamente pálido, era el semblante del misionero; y sin embargo, en los frecuentes éxtasis que experimentaba, durante sus oraciones, se le encendía el rostro, como con una llama de fuego.

Negros, muy negros y brillantes eran sus ojos, pero ninguna luz humana, sino un destello celestial hacía fulgurar su mirada apacible, como los primeros rayos del sol filtrados á través de la gasa de la aurora.

“No obstante su vida de ayunos, pues jamás comió carne ni pescado, andaba descalzo entre guijas y pedernales, trepando montes y trasegando sierras.” 2

Era dechado de todas las virtudes, distinguiéndose particularmente en la paciencia para evangelizar á los indios, á quienes trataba con infinita dulzura.

Ardiendo en deseos de comunicar cuanto antes la luz divina á su grey, en pocos meses aprendió el idioma tarasco y pudo ya predicar en esta lengua sonora y armoniosa.

Aunque de carácter humilde, exaltábase y se erguía como un atleta ante las demasías de los españoles que “como tigres daban en la manada, destruyendo y matando.” Tanta energía convertíase luego en mansedumbre, á fin de procurar tranquilidad á las víctimas que había arrebatado á sus perseguidores.


Tenia Fr. Martín treinta y dos años cuando salió de México en compañía del rey Francisco para dirigirse á Tzintzuntzan.

En tanto que el monarca iba en un rico palanquín, conducido en hombros de sus súbditos, el misionero caminaba á pie, con un báculo en forma de cruz en la mano, el breviario colgado de la cuerda y sin más abrigo que su hábito. A la espalda llevaba su equipaje, que consistía en los ornamentos y demás cosas necesarias para celebrar la misa.

“En todos los lugares del tránsito salían á recibir á los misioneros con entusiastas demostraciones de alegría, y al ejemplo de su principe, trataban á los religiosos con suma atención y reverencia." .

Después de nueve días de camino, una tarde de Agosto de 1525 la comitiva penetró en las dilatadas calles de Tzintzuntzan, en donde inmensa gente esperaba la llegada de aquellos seres extraordinarios que aparecían como salvadores.

De alero á alero de las casas había corredizos, formando una bóveda de verdura sobre las avenidas; el piso estaba tapizado de ninfeas y de la infinita variedad de flores silvestres, tan abundante en la estación de aguas. Se respiraba un ambiente profusamente perfumado.

Avanzaban los padres en medio de la inmensa multitud, prodigando bendiciones á entrambos lados. Las madres cogían en brazos á sus hijos y se los presentaban, como poniéndolos bajo su protección.

Tzimtzicha los hospedó.en su propio palacio, cortejándolos con real magnificencia. Le parecía que á su lado tenía más seguridad que rodeado de su ejército.


Aún permanecía el pueblo en la extensa plaza, aclamando á sus salvadores, cuando en lo alto de una yácata apareció Eréndira, tinto de rojo por la indignación, el virginal semblante.

-¡Purépecha!—exclamó con voz trémula, pero con acento poderoso.—Antes vimos á los españoles que vinieron á arrebatarnos nuestros tesoros y nuestras tierras; hoy miramos á estos hombres que llegan ccfmo mendigos á apoderarse de los niños, como si fuesen huérfanos, 3 á destruir nuestros dioses y á imponernos una religión extraña. ¿Qué nos quedará entonces?


Estas palabras fueron transmitidas de boca en boca, y luego la mnchedumbre se dispersó silenciosa, pero amenazadora.

V

No bien había amanecido el día siguiente cuando los misioneros pidieron al rey que les asignase sitio para construir su iglesia. Tzimtzicha quiso que eligiesen ellos mismos el lugar, y los invitó á recorrer la ciudad y los acompañó él mismo, seguido de los nobles de su corte. Recorrió la comitiva, uno a uno, todos los barrios. A su tránsito se formaban grupos de pueblo, y el monarca escuchaba palabras poco tranquilizadoras de parte de sus súbditos. Poco á poco fueron credendo estas demostraciones hostiles, de tal suerte, que Tzimtzicha no pudo menos que ponerlo en conocimiento de los religiosos. Llegaban en esos momentos al atrio en que se alzaba el templo de la luna. Fr. Martin, encendido el rostro con el celo de la fe, se volvió hacia el rey y le dijo:

-Este sitio me agrada. Aquí, donde tus antepasados adoraron á la falsa madre de uno de tus dioses, edificaré mi templo y lo consagraré á la santa mujer que tuvo la dicha de llevaren su seno á la Madre del Dios verdadero. 4

-Sea como lo quieres, padre; pero déjalo para cuando los soldados españoles te acompañen; mira cómo se insolenta el pueblo, oye cómo nos amenaza con su cólera.

-Hombre de poca fe,—replicó Fr. Martín—el demonio disfrazado de miedo se introduce en tu corazón ... Retírate, que quiero permanecer aquí, solo, en oración.

Había tal acento de imperio en aquellas palabras, que la comitiva obedeció, apartándose del misionero. La muchedumbre, empero, quedó allí compacta y terrible.

Fr. Martin hincó su báculo en el suelo y se arrodilló ante él. Extendió los brazos en cruz, concentró su alma y elevó su pensamiento hasta el trono de la Excelsa Sabiduría. Poco á poco el semblante pálido del misionero fué lomando un tinte rosàceo, como si lo iluminaran los rayos carminados de la aurora. Hubo un momento en que aquel hombre se alzó de la tierra, como si todo el magnetismo del cielo lo quisiese conducir á la morada de los justos.

Todos los ojos estaban fijos en el varón de Dios. En un boscaje de cedros, fronterizo al atrio, había una mujer, cuya profunda mirada no perdía un detalle de la sublime escena. Era una joven: su semblante palidecía, se dilataba su nariz, se entreabrían los labios de su boca, las olas de su pecho presagiaban tempestad y se estremecía todo su cuerpo ...

VI

Mas entre la muchedumbre comenzaba á correr la voz de que aquel hombre era hechicero. Decian que iba á volar al cielo para tornar de allí con legiones de seres extraños que arrasasen los templos y extinguiesen la luz del sol y los rayos de la luna.

Entonces estalló el motín. 5La gritería era espantosa, parecía que un viento de cólera saturaba el ambiente. La plebe enurecida, ni respetaba á su rey, ni le infundía respeto la actitud del misionero, insensible á todo lo que le rodeaba. Llovían en torno suyo las piedras; pero como si un muro invisible las contuviera, caían á cierta distancia, sin que una sola lograse tocar su cuerpo.

La situación no podía prolongarse. Fr. Martín volvió en sí de su éxtasis, y paseando una mirada apacible sobre la agitada multitud, comenzó á hablarle de Jesucristo, del sacrificio que el Dios Hombre había hecho de su vida para redimir al mundo, y del amor supremo que profesaba á todas las criaturas: les decía que no había más que un solo Dios verdadero, creador del cielo y de la tierra, que moraba en todo el universo, teniendo á su lado á la Caridad y á la Esperanza, que eran sus mensajeras para comunicarse con los hombres. La muchedumbre lo escuchaba, pero no entendía sus palabras pronunciadas en idioma extraño.

Entonces la jóven se desprendió del bosque de cedros. Había comprendido en su alma el pensamiento del apóstol; adivinó que en aquel ser la vida era amor, amor como jamás se lo había imaginado, y creyó ver que de sus ojos se desprendía una luz desconocida y misteriosa.


Y Eréndira se dirigió á la multitud: el acento de su voz era tan melodioso que parecía un canto nunca escuchado por humanos oídos. Los indios quedaron absortos escuchando el raudal de palabras que se desprendía de los labios de la doncella, y que llevaba al corazón de cada uno la inspiración de Fr. Martín, llena de esperanza, de luz y de consuelo. Y estaban silenciosos, deseando que nunca acabase de hablar. Apenas interrumpían aquella quietud los latidos de mil corazones que se movían unísonos.

Terminó la joven su arenga, y como si la multitud hubiese exhalado un inmenso suspiro, se oyó brotar de ella un rumor que el viento hizo repercutir, de vibración en vibración.

Fr. Martín de Jesús fijó su límpida mirada en el intérprete que le deparaba el cielo. Sus ojos se encontraron con lós de Eréndira y el fulgor que de ellos brotó iluminó un abismo profundo, en cuyo fondo hervían las llamas de un incendio.

Eréndira se extremeció como si aquel fuego abrasase sus entrañas......

VII

La conquista espiritual se había iniciado. Fr. Martín había dominado el espíritu de los indios, los cuales “fueron entregándole—dice el cronista Beaumont—todos los ídolos de oro, plata y piedras preciosas, y quebratándolos con gran desprecio, haciendo de ellos un gran montón, los arrojó á vista de todos en lo más profundo de aquella laguna, que es la misma de Pátzcuaro. Otros de madera y de curiosas piedras hizo juntar en medio de la plaza y en una grande pira hizo que el fuego los redujese á cenizas, para que éstas, arrebatadas por el viento, les diesen en los ojos y los sacasen de la ceguedad en que tantos años se habían mantenido.

“Y para que no quedase ningún asilo al demonio consiguió que los mismos indios demoliesen los templos que antes habian fabricado con tanto esmero y arrojasen sus piedras por aquellos suelos. 6

“Quedó con esto la gran ciudad de Tzintzuntzan y sus moradores-añade La Rea—con la serenidad que suele el cielor después de una gran tormenta, limpia de las nieblas del error y del engaño de la idolatría.”

Inmediatamente dió principio Fr. Martín de Jesús á la edificación del convento, “miserable choza pastoril del evangelio,” formada de adobes y techada de zurumuta. 7Cabe el templa había unas cuantas celdas, sin mueble alguno, destinadas para los religiosos: al lado se construyó un espacioso salón para escuela de niños, y enfrente quedaba la guatáppera convertida en mansión de las doncellas consagradas al culto de Santa Ana, patrona del convento.


Fr. Martín era infatigable, ora activando los trabajos de los edificios, ora recogiendo á los niños á quienes por de pronta no enseñaba más que las dulzuras del canto, ora predicando á la muchedumbre que lo rodeaba, cuando aparecía en público. Lo acompañaba siempre Eréndira, su fiel, su constante, su inteligente intérprete, de quien él mismo no podía separarse, na obstante la inquietud que le causaba la profunda mirada de la joven.

Concluidos los trabajos se señaló día para la consagración solemne del templo. De todos los pueblos de la laguna se vieron llegar piraguas henchidas de flores con que se adornó profusamente la iglesia: los instrumentos de música no cesaban de producir melancólicos sones, acompañados del dulce tañido de las quiringuas. Y por primera vez escucharon los indios, atónitos á la par que alegres, el sonoro repicar de las campanas.

En seguida franqueó las puertas del palacio una numerosa comitiva de nobles, ataviados con sus más ricos trajes y cubiertos de joyas de oro y plata. El rey y los principales se dirigieron al templo y al penetrar en él, los seis religiosos entonaron el Te-Deum, dando gracias al Ser Supremo por aquel instante en que la nobleza del reino de Michoacán iba a recibir la nueva fe, desterrándose para siempre de aquella tierra el reinado de las supersticiones. En efecto, en ese dia recibieron el bautismo los miembros de la familia del rey Francisco, sus principales consejeros é infinito número de nobles de ambos sexos, distinguiéndose entre todos los principes Cuinienángari y Tzintzun, los caciques de Higuatzio y de Zirosto y sus esposas. 8El que con más fervor recibió en aquel momento su nombre de cristiano fué el famoso general Nanuma, quien durante la ceremonia no apartaba sus ojos de Eréndira, -como para significarle que quería serle grato, abrazando la nueva religión. En cuando á Eréndira, lo había olvidado para siempre.

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Notas:

1 Cavo, "Tres Siglos de México", lib. II
Cuando Cortés emprendió su viaje a Zacatula a través de Michoacán fue cuando dió al Cupatitzio el nombre de río del Marqués, que conserva aún, nombre que lleva también uno de los ranchos que pertenecen a la hacienda de la Zanja.

2 La Rea.- Crónica de la Provincia de San Pedro y Sab Pablo de Michoacán.

3 Es sabido que los franciscanos recogía en los conventos a los niños para aprender de sus labios el idioma y para sembrar en su tierno corazón la semilla del cristianismo, haciendo de ellos eficaces auxiliares en la propaganda religiosa.

4 Santa Ana

5 La Rea. Crónica citada.

6 Todavía se ven en Tzintzuntzan la gra cantidad de piedras lajas, hoy sirviendo de cercas, de pavimento de calles y de construcción para las casas.

7 Es el nombre tarasco del zacatón.

8 Beaumont. Crónica de Michoacán.